El Sastre del Nahual: La Espeluznante Historia de Romasanta, el Primer Depredador en Serie de México que Creía Transmutarse

En las entrañas del México del siglo XIX, una tierra tejida con hilos de niebla, viejas creencias y la dureza de la vida rural, nació una leyenda tan oscura que su eco aún resuena en los caminos polvorientos y las rancherías de adobe. Es la historia de un hombre cuya vida fue un laberinto cruel de identidad y rechazo; un hombre que pasó de ser una anomalía a convertirse en el protagonista de las peores pesadillas. Su nombre era Manuel Blanco Romasanta, pero la gente lo recordaría por apelativos mucho más siniestros: el “Sacamantecas”, el “Trotamundos” y, el más infame de todos, el “Nahual de los Caminos” documentado en nuestros anales.

Nuestro relato comienza en una fría noche de noviembre de 1809, en una pequeña y apartada comunidad. Entre los muros de una humilde casa, iluminada por el parpadeo de las velas, una mujer daba a luz. El aire, denso y cargado con las plegarias y sahumerios, se rasgó con el llanto seco de un recién nacido. Pero la alegría fue efímera. La partera, al examinar a la criatura, descubrió una condición en sus genitales que le impedía determinar su sexo. En una época donde cualquier desviación era un presagio, un designio del cielo o de la oscuridad, el bebé fue inscrito como Manuela Blanco Romasanta.

Manuela creció en un mundo hostil, una criatura con rasgos cada vez más masculinos y arranques de ira. A los ocho años, un médico confirmó que se trataba de un niño. Manuela se convirtió en Manuel, en lo que hoy se considera uno de los primeros casos documentados de intersexualidad en México. La corrección en el papel no pudo borrar la cicatriz social. Manuel creció bajo el peso del rechazo y el estigma, buscando refugio en la soledad de los montes y barrancas. Allí, lejos de las miradas de juicio, aprendió a ser sigiloso y a contener la furia que hervía en su interior.

A pesar de su aislamiento, Romasanta desarrolló una personalidad dual. Por fuera, se convirtió en un hombre afable, de modales finos y conversación amena. Con apenas 1,37 metros de estatura y facciones delicadas, era una figura peculiar. Pero poseía una inteligencia muy por encima de lo común. Aprendió a leer y escribir, un logro extraordinario en un México rural donde el analfabetismo era la norma. Esta habilidad, junto a su encanto, se convertiría en su arma más peligrosa.

Se casó y se estableció como un sastre de gran destreza. Sin embargo, el destino le fue adverso y su esposa falleció apenas tres años después. Viudo y sin ataduras, Romasanta decidió que su pueblo se le había quedado pequeño. Colgó sus herramientas al hombro y se reinventó como vendedor ambulante, un trotamundos que recorría los caminos y veredas de nuestro territorio.

Este estilo de vida le permitió perfeccionar su arte del engaño. Llegaba a las rancherías como un soplo de aire fresco, un hombre que traía noticias de otras tierras y que sabía escuchar. Las mujeres, en particular, quedaban cautivadas por este hombrecillo culto y de voz dulce. Pero bajo esa capa de cordialidad, el depredador esperaba. En 1843, la primera sombra de su verdadera naturaleza se hizo visible. En un pueblo, tras una disputa, un hombre desapareció. Días después, su cuerpo fue hallado sin vida en condiciones espantosas. Las sospechas señalaron a Romasanta, quien, sintiendo el cerco, huyó.

Fue entonces cuando comenzó su cadena de actos terribles. Conoció a unas hermanas, una familia humilde y vulnerable, el blanco perfecto. En 1846, convenció a una de ellas y a su hija de buscar un futuro mejor. Partieron con él y nunca más se supo de ellas. Romasanta regresó solo, con la excusa de que habían encontrado un excelente empleo en la casa de algún potentado.

Era el inicio de un patrón macabro. Una a una, las hermanas y sus hijos cayeron en su trampa. A otras, les prometió el mismo destino dorado. Se fueron con él y su rastro se perdió para siempre. Romasanta incluso traía cartas falsas, que él mismo leía a los familiares analfabetos, para mantener la farsa. Luego fue el turno de otras mujeres y sus hijos. Todos desaparecieron sin dejar huella.

El goteo constante de ausencias comenzó a levantar sospechas. El rumor, como un viento helado, se extendió por las rancherías. La gente empezó a ver a Romasanta con ropas y joyas que habían pertenecido a las personas desaparecidas. La leyenda negra se agigantó cuando llegaron noticias de otras regiones: allí, un hombre vendía un misterioso ungüento de origen inconfesable.

Sabiéndose descubierto, Romasanta intentó huir, pero fue reconocido y denunciado. Al ser interrogado, no opuso resistencia. Con una calma que petrificó a las autoridades, confesó: “Mi nombre es Manuel Blanco Romasanta, y soy responsable de la desaparición de trece personas”.

El juicio fue un espectáculo. La fiscalía lo acusó por el destino final de varias de esas personas. Fue entonces cuando Romasanta reveló su increíble defensa: afirmó que no actuaba por voluntad propia, sino bajo una maldición o un pacto oscuro que lo transformaba en una bestia. Describió sus supuestas transmutaciones y dijo que formaba parte de una jauría. Relató que, una vez sometidas sus presas, practicaba con ellas actos espantosos. Su testimonio fascinó y horrorizó a todo el país, alimentando el temor a los nahuales y seres de la noche.

Los psiquiatras lo evaluaron y concluyeron que estaba cuerdo. Fue sentenciado a la máxima pena. Sin embargo, un médico fascinado por el caso intervino, argumentando que debía ser estudiado por su condición de “licantropía clínica” o un profundo delirio. La autoridad conmutó la sentencia por reclusión perpetua.

Manuel Blanco Romasanta falleció en prisión años después. Con él se fue el secreto de su verdadera naturaleza, dejando un abanico de teorías. La más aceptada es que era un brillante psicópata, un maestro de la manipulación. Otra apunta a alucinaciones por consumir pan contaminado con algún hongo. Y, por supuesto, queda la leyenda que aún se susurra: que Romasanta fue, en verdad, un nahual, un hombre que podía transmutar en lobo, el lobo humano de nuestros caminos. Su historia se convirtió en un relato para asustar a los niños, la prueba de que los seres más oscuros caminan entre nosotros, con una sonrisa amable y el corazón más frío que la piedra.

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