El sacerdote que desveló el aterrador destino de 4 monjas desaparecidas en México

El aire en la Iglesia de San Francisco de Asís, en el pequeño pueblo de San Miguel de Allende, se sentía más pesado de lo habitual. No era solo el calor de la tarde, sino el peso de un dolor colectivo que el tiempo no había logrado curar. Era el 28.º aniversario de un misterio que había dejado una cicatriz en el alma del pueblo: la desaparición de cuatro monjas. El Padre Elías, con su voz grave y tranquilizadora, concluía el servicio conmemorativo. Los rostros de la congregación, arrugados por la edad, se levantaron en un coro de “Amén”, un eco del dolor que habían compartido durante casi tres décadas.

El Padre Elías, un hombre cuya fe era tan profunda como su dolor, había vivido cada uno de esos 28 años en un tormento silencioso. La desaparición de las hermanas Mildred, Joan, Beatriz, y, sobre todo, su hermana biológica, Teresa, había dejado en su corazón una herida que nunca sanaría por completo. Después de despedir a su congregación, se retiró a la soledad de su oficina, un santuario modesto donde las lágrimas y las preguntas sin respuesta finalmente podían fluir. La fachada de fortaleza que mantenía se desvaneció, dejando al descubierto a un hombre que aún anhelaba respuestas.

En el silencio de su oficina, el Padre Elías sacó una caja de madera. Dentro, atesoraba la última fotografía conocida de las monjas. Estaban sentadas en un banco de madera frente a la capilla de San Judas Tadeo, un lugar remoto y tranquilo en el borde del Desierto de Chihuahua. La imagen, desgastada por el tiempo, mostraba a las hermanas en un momento de paz, sin saber el destino que les esperaba. La fotografía había sido tomada días antes de que desaparecieran mientras estaban en un retiro espiritual. A lo largo de los años, las teorías de su desaparición habían fluctuado entre un ataque de un animal salvaje y la idea de que se habían fugado, ninguna de las cuales el Padre Elías podía aceptar. Él conocía a su hermana Teresa; ella nunca habría abandonado su vocación y a su familia.

Mientras contemplaba la imagen, una extraña sensación de premonición lo invadió. Había algo en la capilla, en el fondo de la fotografía, que lo llamaba. Un impulso inexplicable, una voz silenciosa que susurraba que aún había algo por descubrir. Aunque la lógica le decía que era una locura, la fe, esa fuerza que lo había sostenido a lo largo de su vida, lo instó a investigar. El Padre Elías se puso de pie, deslizó la fotografía en su bolsillo y se dirigió a su coche, con una mezcla de determinación y aprehensión.

El viaje hacia el desierto fue un viaje a su pasado. Cada curva en el camino evocaba recuerdos de la búsqueda frenética que había ocurrido hace 28 años. Pero la esperanza desesperada de entonces se había transformado en una resignada aceptación, un anhelo de cierre. Sin embargo, al llegar al sitio de la capilla, el Padre Elías se encontró con algo que no esperaba. En lugar del rústico camino de tierra, había una carretera privada, bloqueada por una puerta y letreros de “Propiedad privada”. La capilla, el lugar que había atormentado sus pensamientos durante décadas, había desaparecido.

Una llamada telefónica al antiguo cuidador de la capilla, Haroldo García, confirmó sus peores temores. La diócesis había vendido la propiedad hace años y el nuevo propietario, un recluso llamado Silas Redwood, había demolido la capilla. “Se ha ido, y menos mal”, dijo Silas, su voz con un borde de sarcasmo. “Ahora duermo mejor sabiendo que no tengo que escuchar esa campana sonando tres veces al día y dándome migrañas.” El Padre Elías, a pesar de su desilusión, decidió no rendirse. El instinto que lo había llevado allí seguía siendo fuerte. Después de conseguir instrucciones de Haroldo sobre cómo llegar a la casa de Redwood, se dirigió a su propiedad, un viaje que lo llevaría a un enfrentamiento inesperado.

La propiedad de Redwood era una vasta extensión de tierra, con una impresionante hacienda en su corazón. A pesar de la belleza del lugar, el Padre Elías sintió una sensación de inquietud. La hostilidad de Redwood era palpable, su aversión a la iglesia y a sus representantes se manifestaba en cada palabra. Después de un breve e infructuoso encuentro, el Padre Elías, sintiendo que había llegado a un callejón sin salida, se retiró a su auto. La confrontación lo había dejado con una sensación de fracaso, pero también con una inquietud más profunda. Había algo en la manera de Redwood, una aversión que iba más allá de la mera rudeza.

Mientras se alejaba de la propiedad, su coche pasó por el antiguo sitio de la capilla. De repente, de la radio apagada, se escuchó un sonido extraño y escalofriante: un canto gregoriano, la música de adoración monástica. El Padre Elías se sobresaltó, sus manos apretándose en el volante. Él había apagado la radio. Sin embargo, el canto continuó por unos segundos, antes de desvanecerse tan abruptamente como había comenzado. ¿Estaba imaginando cosas? ¿Era el producto de una mente agotada? La pregunta le carcomía. Pero luego, la misma sensación de premonición que lo había guiado hasta allí regresó con una fuerza innegable, un tirón en su corazón que le decía que este extraño fenómeno no era una coincidencia.

Decidido, el Padre Elías hizo un cambio de sentido y regresó a la propiedad de Redwood. Estacionó su auto, su corazón latía con la convicción de que estaba a punto de hacer algo más que simplemente irrumpir en una propiedad privada. Bordeó la cerca de ocho pies, buscando una manera de pasar. De repente, su pie se enganchó en una raíz expuesta, haciéndolo tropezar y caer contra la cerca. Con un crujido, una sección debilitada se rompió, creando una brecha. El Padre Elías, reconociendo el destino en este giro de los acontecimientos, se deslizó a través de la brecha.

El antiguo sitio de la capilla era ahora un área ajardinada, borrada de cualquier rastro de su pasado. Pero mientras el Padre Elías buscaba cualquier vestigio, un destello de luz captó su atención. Parcialmente escondido por arbustos decorativos, una rejilla de ventilación de metal se encontraba incrustada en la tierra. Intrigado, se arrodilló para examinarla. El diseño era viejo, anticuado, incongruente con la estética moderna de la propiedad de Redwood. Pero lo más importante era que un suave tarareo melódico, seguido de una tos humana, se alzaba desde debajo de la rejilla.

El corazón del Padre Elías se detuvo. El tarareo era inquietantemente similar al canto gregoriano que había escuchado en su radio. Pero esto no era un fallo eléctrico o una ilusión. Alguien estaba bajo tierra, debajo de lo que una vez había sido la capilla de San Judas Tadeo. “¡Hola!”, gritó, pero el tarareo continuó, la persona debajo de la tierra aparentemente incapaz de escucharlo. La mente del Padre Elías se aceleró, las implicaciones eran aterradoras. La teoría de la fuga, el ataque de un animal salvaje… todo se desmoronaba. Lo que había sucedido aquí hace 28 años no era un misterio sin resolver, sino un crimen cuidadosamente ocultado. Pero, ¿quién estaba bajo tierra? Y lo más importante, ¿por qué? La búsqueda de la verdad de un sacerdote, alimentada por el amor a su hermana y un persistente sentido de premonición, lo había llevado a un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido y un secreto oscuro esperaba ser desenterrado. Lo que descubrirá a continuación es tan horrible que cambiará para siempre el destino de San Miguel de Allende y sacudirá los cimientos de su fe.

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