
La lluvia no limpiaba nada. Solo hacía que la sangre en el asfalto brillara más bajo las luces de neón parpadeantes. Gabriel “El Santo” Vargas miró sus manos. Estaban manchadas de grasa de motor, no de sangre. Todavía no.
Hacía diez años que había enterrado sus pistolas. Diez años desde que prometió, sobre la tumba fría de su esposa, que Sofía nunca conocería al monstruo que vivía dentro de él. Gabriel era ahora un mecánico. Un hombre de pocas palabras, espalda encorvada y manos callosas por el trabajo honesto. Un fantasma en una ciudad que había olvidado su nombre.
Pero el olvido es un lujo que los hombres como él no pueden pagar.
El teléfono sonó. Un sonido estridente en el silencio de su taller.
—¿Señor Vargas? —La voz al otro lado era aséptica, profesional, pero cargada de esa lástima institucional que precede a las tragedias—. Es el Hospital Central. Su hija, Sofía… ha habido un incidente.
El mundo se detuvo. El sonido de la lluvia desapareció. El latido de su propio corazón se convirtió en un tambor de guerra.
—Voy para allá.
No preguntó qué pasó. No preguntó si estaba viva. Sabía que si Sofía estuviera muerta, el mundo ya se habría acabado.
El hospital olía a desinfectante y desesperación.
Gabriel caminó por los pasillos con un paso pesado. No corría. Los depredadores no corren a menos que estén cazando, y él aún estaba en fase de evaluación. Cuando entró en la habitación 304, el aire salió de sus pulmones como si le hubieran golpeado el estómago con un martillo.
Sofía. Su pequeña artista. La niña que pintaba acuarelas de girasoles.
Estaba conectada a tubos. Su rostro, habitualmente lleno de luz, era un mapa de hematomas morados y negros. Tenía el brazo derecho enyesado. Un corte profundo atravesaba su mejilla izquierda, suturado con hilo negro, una cicatriz que marcaría su sonrisa para siempre.
Estaba despierta, pero sus ojos miraban a la nada. Estaba rota.
Gabriel se acercó. La silla chirrió cuando se sentó. Tomó la mano sana de su hija entre las suyas, esas manos enormes y ásperas que temblaban por primera vez en una década.
—Sofi —susurró. Su voz sonó como grava triturada.
Ella giró la cabeza lentamente. El reconocimiento tardó en llegar, nublado por los sedantes y el trauma. Cuando lo vio, una lágrima solitaria trazó un camino a través de los moretones.
—Papá… —su voz era un hilo—. Solo querían divertirse. Dijeron que… que yo les dije que no. Y se rieron.
Gabriel sintió que algo se rompía dentro de su pecho. La jaula que había construido para contener a la bestia se hizo añicos.
—¿Quiénes, Sofía?
—El del coche rojo… Moretti. El hijo del dueño del club. Dijo que nadie le dice que no al príncipe.
Moretti.
El apellido cayó como plomo hirviendo. Julián Moretti. El hijo mimado de la nueva mafia. Un niño jugando a ser dios con el dinero sucio de su padre. Gabriel cerró los ojos. Vio rojo. Vio fuego.
—Descansa, mi vida —Gabriel besó su frente. La piel estaba fría—. Papá va a arreglar esto.
—Papá, no… son peligrosos —sollozó ella, el pánico elevando el pitido del monitor cardíaco—. Tienen armas.
Gabriel se puso de pie. Su sombra parecía crecer, llenando la habitación, oscureciendo las luces. Ya no era el mecánico encorvado. Su espalda se enderezó. Sus hombros se cuadraron. La energía en el cuarto cambió de tristeza a una violencia estática y eléctrica.
Miró a su hija a los ojos. No había dulzura en su mirada ahora, solo una promesa de hierro.
—Ellos tienen armas, Sofía. Yo tengo una razón.
La casa de Gabriel estaba en silencio.
Fue al sótano. Apartó el viejo banco de trabajo, el que usaba para arreglar tostadoras y bicicletas. Debajo, el hormigón tenía una grieta casi invisible. Usó una palanca. El suelo cedió.
Ahí estaba. La caja negra.
Al abrirla, el olor a aceite de armas y cuero viejo llenó sus fosas nasales. Era un perfume que conocía mejor que el de las flores.
Dos pistolas Beretta modificadas. Un cuchillo táctico. Y su viejo traje. Un traje negro, de corte italiano, que no había usado desde el funeral de su esposa. Se lo puso. Le quedaba un poco más ajustado en los hombros, un poco más suelto en la cintura.
Se miró en el espejo roto del sótano. El mecánico había desaparecido. “El Santo” había vuelto. El hombre al que los criminales rezaban para no encontrarse.
Cargó las armas. El click-clack del metal deslizándose fue la única oración que necesitaba.
Salió a la lluvia. No tomó su camioneta vieja. Caminó. La lluvia golpeaba su traje, pero él no la sentía. Solo sentía el calor del corte en la mejilla de su hija.
El club “Velo de Noche” era un templo al exceso. Bajos retumbantes hacían vibrar las ventanas. Coches de lujo bloqueaban la entrada.
Gabriel caminó hacia el guardia de seguridad, un gigante con un auricular en la oreja.
—Lista de invitados —gruñó el guardia, poniéndole una mano en el pecho.
Gabriel no se detuvo. Con un movimiento fluido, casi perezoso, agarró la muñeca del guardia y la retorció. El crujido del hueso fue audible incluso sobre la música. El guardia gritó, cayendo de rodillas. Gabriel le dio una patada en el pecho, enviándolo a la oscuridad del callejón.
Entró.
La música era ensordecedora. Cuerpos sudorosos bailaban bajo luces estroboscópicas. Gabriel era una mancha de oscuridad inmóvil en un mar de movimiento. Sus ojos escanearon la sala VIP en el balcón superior.
Ahí estaba. Julián Moretti.
Reía, con una copa de champán en una mano y un cigarro en la otra, rodeado de aduladores. Se veía intocable. Se veía feliz.
Gabriel comenzó a subir las escaleras.
Dos hombres de seguridad interceptaron su camino en el primer descanso. Sacaron armas, pero fueron lentos. Lentos y torpes.
Gabriel desenfundó.
Bang. Bang.
Dos disparos a las rodillas. Los hombres cayeron gritando. La música se detuvo abruptamente cuando el DJ vio los fogonazos. El silencio que siguió fue más aterrador que los disparos. Los gritos de la multitud comenzaron un segundo después. La gente corría, empujándose.
Gabriel siguió subiendo. Paso a paso. Sin prisa.
Julián Moretti se asomó al balcón, con los ojos desorbitados por la cocaína y el miedo repentino.
—¡Matadlo! ¡¿Qué estáis esperando?! —chilló, su voz rompiéndose.
Tres hombres más salieron de la sala VIP. Apuntaron con subfusiles.
Gabriel se deslizó por el suelo de mármol, refugiándose tras una columna decorativa mientras las balas masticaban el yeso donde había estado su cabeza un segundo antes.
Respiró hondo. Uno. Dos.
Salió de la cobertura. Sus brazos se movían con una precisión mecánica.
Bang. Bang. Bang.
Tres disparos a la cabeza. Tres cuerpos cayendo como marionetas a las que les cortan los hilos. Gabriel no desperdiciaba balas. Cada una tenía un nombre.
Llegó a la puerta de la zona VIP. La pateó. La madera astillada voló hacia adentro.
Julián estaba al fondo de la sala, temblando, apuntando con una pistola dorada que claramente no sabía usar. Sus manos sudaban.
—¿Sabes quién soy? —gritó Julián—. ¡Soy un Moretti! ¡Mi padre te despellejará vivo!
Gabriel caminó hacia él. Julián disparó. La bala impactó en el hombro de Gabriel.
Gabriel ni siquiera parpadeó. El dolor era combustible. El dolor era un recordatorio de que Sofía estaba sufriendo más.
Siguió caminando. Julián disparó de nuevo. Falló. El arma hizo click. Vacía.
Julián lanzó el arma y retrocedió hasta chocar con el ventanal que daba a la ciudad.
—¡Espera! ¡Espera! —suplicó Julián, levantando las manos—. Te daré dinero. ¿Cuánto quieres? ¿Un millón? ¿Cinco? ¡Puedo darte lo que quieras!
Gabriel se detuvo a un metro de él. La sangre manchaba su traje impecable en el hombro, pero su rostro era una máscara de piedra.
—Le rompiste la cara a una niña hoy —dijo Gabriel. Su voz era baja, pero retumbó en la habitación como un trueno—. Una artista.
Julián parpadeó, confundido.
—¿La chica? ¿La del parque? ¡Fue solo un juego! ¡No sabíamos quién era! ¡Por favor, viejo, fue un error!
—No —dijo Gabriel, agarrando a Julián por el cuello de su camisa de seda—. El error fue pensar que podías tocarla y seguir respirando.
Gabriel lo levantó del suelo. Julián pataleaba, sus pies colgando en el aire.
—¡Mi padre te matará! —lloró Julián.
—Tu padre sabe quién soy —dijo Gabriel, acercando su cara a la del joven aterrorizado—. Tu padre me tenía miedo cuando tú usabas pañales. Él sabe por qué me llaman El Santo.
—¿Por qué? —gimió Julián.
—Porque soy el que envía a los pecadores al infierno.
Gabriel lo lanzó contra la mesa de cristal. El vidrio estalló. Julián gritó, cubierto de cortes, intentando arrastrarse lejos. Gabriel puso su bota pesada sobre el pecho del chico, inmovilizándolo.
Sacó su pistola. Apuntó al centro de la frente de Julián.
—¡No, por favor! ¡Lo siento! ¡No volveré a tocarla! —Julián lloraba, moco y lágrimas mezclándose en su rostro.
En ese momento, la puerta destrozada se llenó de sombras. Eran más hombres. Pero no atacaron. En el centro estaba el padre de Julián. Don Vittorio Moretti. Viejo, con bastón, pero con ojos que habían visto demasiada muerte.
—¡Papá! —gritó Julián—. ¡Mátalo!
Vittorio miró la escena. Miró a los hombres muertos en el pasillo. Miró a Gabriel, el fantasma de su pasado. El mejor sicario que jamás había tenido, el hombre que le había perdonado la vida una vez a cambio de su libertad.
—Vittorio —saludó Gabriel, sin apartar el arma de la cabeza de Julián.
—Gabriel —la voz del viejo era cansada—. Baja el arma. Es mi hijo.
—Tocó a Sofía.
El silencio que siguió fue absoluto. Vittorio cerró los ojos un momento. Sabía lo que eso significaba. Conocía las reglas de la vieja escuela.
—Es un estúpido —dijo Vittorio, su voz temblando ligeramente—. Es imprudente. Pero es mi sangre. Si lo matas, tendré que perseguirte. Tendré que quemar la ciudad para encontrarte. Tú y yo moriremos en esta guerra.
Gabriel miró a Vittorio, luego bajó la mirada hacia el patético ser bajo su bota. Podía apretar el gatillo. Sería fácil. Sería justo.
Pero entonces recordó los ojos de Sofía. Papá, no…
Ella no necesitaba un padre muerto. Ella no necesitaba una guerra. Ella necesitaba seguridad.
Gabriel retiró el pie, pero no enfundó el arma. Se inclinó, agarrando a Julián por el pelo y obligándolo a mirarlo.
—Escúchame bien, basura —gruñó Gabriel—. Tu padre te acaba de comprar una segunda vida. No la desperdicies.
Levantó la vista hacia Vittorio. Sus ojos brillaban con una intensidad aterradora, una mezcla de dolor infinito y una furia contenida que era más peligrosa que cualquier bala.
—Mírame, Vittorio —gritó Gabriel, y su voz se quebró por primera vez, llena de la angustia de un padre—. Mírame bien. Me fui. Os dejé en paz. ¡Pero rompisteis el trato!
Dio un paso hacia el viejo mafioso, ignorando las armas de los guardaespaldas que se alzaron nerviosas.
—Si este chico, o cualquiera de tus hombres, se acerca a menos de un kilómetro de mi hija… Si vuelve a ver una sombra vuestra… volveré.
Gabriel alzó la voz, un rugido que hizo temblar las copas que quedaban en pie.
—¡Y esta vez no dejaré a nadie vivo! ¡Quemaré vuestro imperio hasta los cimientos y orinaré sobre las cenizas!
Se volvió hacia Julián, que seguía sollozando en el suelo.
—¡Mi hija no vuelve a sangrar por nadie! ¿Me has oído? ¡Por nadie!
Gabriel escupió sangre al suelo.
Dio media vuelta. Caminó hacia la salida, pasando entre los hombres armados de Vittorio. Ninguno se movió. Ninguno respiró. Vittorio bajó la cabeza, concediendo el paso al rey que cruzaba su corte.
Gabriel salió del club. La lluvia seguía cayendo.
El dolor en su hombro era agudo ahora. La adrenalina se estaba desvaneciendo, dejando paso al agotamiento. Se quitó la chaqueta del traje y la tiró en un contenedor de basura. Se arrancó la camisa, usándola para presionar la herida de bala.
Caminó de regreso al hospital bajo la lluvia torrencial. El agua lavaba la sangre de sus manos, pero esta vez, la sensación era diferente. Esta vez, era una limpieza.
Entró en la habitación 304 empapado, con el torso desnudo y vendado rudimentariamente, pareciendo un dios de la guerra derrotado pero victorioso.
Sofía estaba despierta. El miedo en sus ojos se desvaneció cuando lo vio.
Gabriel se dejó caer en la silla junto a su cama. Estaba exhausto. Se sentía viejo.
—¿Papá? —preguntó ella suavemente—. Estás sangrando.
—No es nada, mi amor. Un rasguño en el taller —mintió. Era la mentira más piadosa del mundo.
Sofía estiró su mano sana y tocó la mejilla de su padre, justo donde una gota de lluvia se mezclaba con una lágrima que él no pudo contener.
—¿Se acabó? —preguntó ella.
Gabriel tomó su mano y la besó con infinita delicadeza. El monstruo había vuelto a su jaula. La puerta estaba cerrada, pero la llave siempre estaría en su bolsillo.
—Sí, Sofía. Se acabó. Nadie volverá a hacerte daño. Nunca más.
Gabriel cerró los ojos, escuchando el ritmo constante del corazón de su hija. Ese era el único sonido que importaba. Por ese sonido, él quemaría el mundo una y otra vez.
Pero por esta noche, solo sostuvo su mano mientras la lluvia golpeaba la ventana, lavando los pecados de una ciudad que acababa de recordar por qué nunca se debe despertar a un león dormido.