
Han pasado cinco años, y el olor todavía persigue a Clara Hernández. No es olor a humo, sino a lirios —el perfume que usaba Laura, su hermana mayor— mezclado con algo invisible y mucho más pesado: el olor de la ausencia.
Dijeron que fue un accidente. 43 estudiantes vestidas con vestidos de gala color carmín que subieron al autobús para el baile en la Hacienda “El Descanso del Río” nunca regresaron. Murieron en un incendio eléctrico, tratando de salvarse unas a otras. 43 ataúdes cerrados. 43 muertes confirmadas como “Sin signos de juego sucio” por el Comandante Pablo Rojas de la policía local.
Clara, que entonces tenía 14 años, había perdido a su hermana elocuente y admirada. Aún recordaba el último mensaje de texto de Laura a las 11:47 p.m.: “El baile es aburrido, te robaré pastel. De todos modos…” De todos modos, Laura nunca pudo terminar esa frase.
Cinco años después, Clara se encontraba en el almacén polvoriento de la Universidad Autónoma de Santa Lucía (UASL). Su madre no debería tener que hacer esto, no debería tener que llorar de nuevo sobre el libro de texto de biología de segundo año de Laura. La caja de cartón, gruesa de cinta adhesiva y etiquetada como LAURA MISC (Varios de Laura), estaba en la esquina trasera.
Al abrirla, Clara encontró los restos de una vida inacabada: collares enredados, tres paraguas rotos y un oso de peluche con una pequeña camiseta de la hermandad. Laura se lo había dado la noche antes de su fatídico día.
“Guárdalo por mí, Clara-Osa. Mantendrá tu cama caliente hasta que regrese.”
Clara recogió el oso. Algo se movió dentro, no era relleno, sino algo más pesado. La costura trasera había sido abierta y cosida de nuevo a toda prisa con puntadas torpes, no la mano pulcra de Laura. Esa prisa desprendía desesperación.
Clara pasó el dedo bajo el hilo hasta que se rompió y un pequeño cuaderno de cuero marrón se deslizó, encajando en su palma. La letra de Laura en la primera página: “Si estás leyendo esto, algo ha pasado.”
$387,000 Dólares Desviados
El cuaderno no era un diario adolescente. Era un libro de contabilidad, lleno de filas de números, fechas y nombres de cuentas: Fondo de Becas Delta Sigma, Reserva de Mantenimiento de la Casa, Cuenta Legado de Exalumnos.
Cada cuenta tenía dos columnas: “Saldo Oficial” y “Saldo Real”. Los números no coincidían. El fondo de becas oficial era de $47,000, pero el saldo real era de solo $11,200. La cifra faltante de $35,800 estaba escrita en tinta roja.
Clara pasó las páginas más rápido. Todas las cuentas repetían el mismo patrón: dinero desapareciendo en pequeñas cantidades a lo largo de los años. Cientos aquí, miles allá. Al llegar al final, Laura había sumado todo. Total desviado: $387,000.
Su hermana había descubierto a alguien robando casi $400,000. Esparcidos por los márgenes había nombres y notas: “Preguntar a Olivia sobre recibos Primavera 2013.” “Meredith firma todos los gastos discrecionales.”
Meredith Thorne. La Directora de la Casa de la hermandad, la misma mujer con una sonrisa cálida que había abrazado a la madre de Clara en el funeral.
La última entrada, fechada el 22 de abril de 2015, el día antes del baile, era escalofriante: “M sabe que lo sé. Olivia cree que estoy paranoica, pero M me ha estado vigilando toda la semana. Intentó entrar a mi habitación dos veces cuando no estaba. La acabo de ver. Llevaré todo esto al Decano Cárdenas después del baile de mañana. No puedo arriesgarme a hacerlo antes. Necesito el fin de semana para sacar copias. Olivia me ayuda a organizar todo el domingo.”
El domingo nunca llegó.
Clara buscó a Meredith Thorne. Seguía listada en el sitio web de la universidad: Directora de la Casa Delta Sigma, 28 años de servicio dedicado. Tiempo más que suficiente para desviar esa cantidad de dinero.
43 Vestidos Color Carmín Intactos
Tres semanas antes, Clara había encontrado 43 vestidos de gala color carmín colgados en otro almacén, envueltos en plástico y etiquetados como Trajes de Gala Dañados por Agua 2014. No estaban quemados, no tenían daños por agua. Estaban perfectos.
Esto significaba una cosa que la mente se negaba a procesar: si los vestidos estaban perfectos en un almacén, las chicas no estaban en ellos cuando ardieron. Alguien las había desvestido primero. Un crimen de tal magnitud exigía una respuesta, y Clara hizo lo único lógico: llamó al detective que había investigado la muerte de su hermana, el Comandante Pablo Rojas.
La conversación fue un jarro de agua fría. Rojas, el hombre que le había dicho a su familia que “a veces las cosas terribles simplemente suceden”, rechazó la evidencia de plano. No preguntó por los nombres de las cuentas, ni por Meredith Thorne, ni por los $400,000. Simplemente le dijo a Clara que estaba “en duelo”, que “dejara descansar a Laura” y que su “pensamiento conspiranoico” era común en las familias afligidas. La negativa del comandante a examinar la evidencia fue tan flagrante que no dejaba lugar a dudas: o era el peor detective del estado, o ya sabía exactamente lo que Laura había encontrado. Él colgó.
La Alianza de la Verdad
El cuaderno reveló otro nombre: Olivia Chen. Laura había anotado que su amiga Olivia la estaba ayudando a organizar la evidencia. Si Laura había hecho copias en el Centro de Copias del Campus (como indicaba un recibo por 47 páginas), Olivia podría haber sabido dónde estaban.
A través de una búsqueda en línea, Clara contactó a Susan Chen, la madre de Olivia, que vivía en Tijuana, Baja California.
El mensaje de Clara: “Señora Chen, soy Clara Hernández. Mi hermana y su hija murieron en el incendio de 2015. Creo que no fue un accidente. Creo que Laura y Olivia estaban investigando algo juntas.”
Su teléfono vibró inmediatamente. Un mensaje de un número desconocido: “Deja de hacer preguntas.”
Clara miró alrededor del campus. Alguien la estaba observando.
Luego, una notificación de Facebook: Susan Chen había aceptado su solicitud de mensaje.
“Clara,” llegó el mensaje segundos después, “He estado esperando cinco años a que alguien dijera eso. ¿Puede reunirse conmigo mañana? Hay algo que necesito mostrarle.”
Al día siguiente en la cafetería, Susan le entregó a Clara un sobre manila gastado. “Olivia me llamó la noche antes del baile. Me hizo prometer que si algo le pasaba, abriría el paquete que había enviado por correo esa tarde.”
El contenido fue devastador. Eran las 47 fotocopias de los registros financieros que probaban el fraude. Además, había correos electrónicos impresos que confirmaban que el Decano de Vida Estudiantil, Roberto Cárdenas, no solo sabía del desfalco de Meredith Thorne, sino que estaba actuando como su cómplice, autorizando desembolsos para mantener activas las cuentas. Un extracto bancario confirmaba la peor sospecha: el Decano Cárdenas recibía exactamente la mitad del dinero de cada transferencia grande realizada por Meredith.
Susan Chen había entregado este sobre al Comandante Rojas de inmediato. Y Rojas lo había enterrado, diciendo que la investigación del incendio era prioritaria, y luego enviándole una carta cerrando el caso y exigiéndole que dejara de acosar a su oficina.
La Infiltración y la Última Advertencia
“Esos 43 vestidos,” dijo Susan, pálida al ver la foto que Clara había tomado. “Tenemos que sacarlos. Si son evidencia, los destruirán en el momento en que sepan que los encontraste.”
Clara y Susan contactaron a Devon, un joven hacker, quien les proporcionó un escáner y una tarjeta clonadora.
Esa noche, a las 8 en punto, estaban fuera del Edificio de Administración. Clara chocó “accidentalmente” con una empleada para que Devon pudiera escanear la tarjeta. Luego, con la tarjeta clonada, entraron.
Encontraron las escaleras, bajaron al sótano, y entraron al área de Archivos “Solo Personal Autorizado.” El aire olía a moho y papel viejo.
Clara caminó hasta la sección Historia de la Vida Griega, donde los había encontrado antes.
Y entonces, lo vio.
El espacio vacío en el estante. La etiqueta Trajes de Gala Dañados por Agua 2014 todavía estaba allí. Pero las cajas habían desaparecido.
“No,” susurró Clara. “Estaban justo aquí. Tomé fotos.”
Habían llegado demasiado tarde. Alguien se les había adelantado. La evidencia final que probaría el asesinato masivo había desaparecido. Esta acción, sin embargo, era la confirmación más fuerte: estaban peligrosamente cerca de la verdad. Una red de corrupción estaba viva, y los estaba observando muy de cerca.
Clara apretó el cuaderno de Laura. “Pueden llevarse los vestidos,” dijo, con voz fría y determinada, “pero no pueden llevarse la verdad que ella me confió.”
La batalla solo acababa de empezar, y ya no estaban solas.