La mañana del 15 de mayo de 2024, un hallazgo en las laderas del Pico de Orizaba, el imponente Sitlal Tepetl, reescribió la historia de una de las tragedias más enigmáticas del montañismo mexicano. Un grupo de voluntarios, parte del proyecto “Orizaba Limpio”, se encontraba en una misión sencilla: recolectar la basura que décadas de expediciones habían dejado atrás. Pero lo que Raúl Hernández, uno de los voluntarios, encontró bajo una viga caída y protegida por capas de hielo cerca de los 4,800 metros de altura, estaba lejos de ser un simple desecho. Era un viejo radio Yaesu FT470, un modelo popular entre montañistas de los años 90. Un técnico en electrónica en Puebla logró lo impensable: revivir la unidad. Y lo que emergió de su memoria, preservada por el frío durante 28 años, fueron 73 minutos de audio que narraban una historia de vanidad, rivalidad y una tormenta perfecta que no vino del cielo, sino del interior de dos hombres.
La historia de la expedición “Cumbre del Águila”, que desapareció en febrero de 1996, era ya una leyenda. Nueve personas, incluidos dos experimentados guías, se habían esfumado sin dejar rastro, dejando a sus familias en un limbo de dolor y preguntas sin respuesta. El misterio se convirtió en un mito, alimentado por la falta de evidencia y la resignación de que el Sitlal Tepetl, la montaña que amaban, los había tragado para siempre. Pero el radio, un testigo silencioso, guardaba la verdad más cruda de todas.
Una Tragedia Forjada en el Ego
La expedición era un microcosmos de ambiciones y personalidades. A la cabeza, dos guías que representaban filosofías opuestas del montañismo mexicano. Ernesto Mendoza, “El Puma”, era la vieja guardia. Una leyenda viviente con más de 200 ascensos al Pico de Orizaba, su lema era la paciencia y el respeto por la montaña: “La montaña siempre estará ahí mañana”. Su experiencia se basaba en el conocimiento íntimo de cada grieta, cada cornisa, una sabiduría adquirida a lo largo de décadas. En el otro extremo, Joaquín Velasco, un joven de 38 años, atlético y ambicioso, que representaba la nueva generación. Con técnicas aprendidas en los Alpes suizos, prometía cumbres rápidas y eficientes. “El alpinismo moderno es velocidad”, repetía, convencido de que menos tiempo en la montaña equivalía a menos riesgo.
La rivalidad entre ambos era un secreto a voces en los círculos de montañismo. Competían ferozmente por clientes, especialmente los extranjeros que pagaban en dólares. La agencia “Aventuras Verticales” cometió el error fatal de programarlos en la misma expedición. El grupo de clientes también era notable: el doctor Roberto Esquibel, un cardiólogo poblano que buscaba un escape en las alturas; Ana Patricia Ruiz, una ultramaratonista de determinación legendaria; el empresario Arturo Delgado y el fotógrafo de naturaleza Marcos Herrera; el joven instructor de CrossFit Pablo Jiménez, y los extranjeros Thomas Müller, un ingeniero alemán coleccionista de cumbres, y Yuki Tanaka, un estudiante de vulcanología japonés. Un grupo experimentado y diverso, pero condenado por la toxicidad que se gestaba en la cima.
El viaje comenzó con una tensión palpable desde el primer momento. La primera fisura apareció en el refugio, cuando Velasco cuestionó abiertamente la calidad del equipo de Mendoza. Las risas nerviosas de los clientes no podían ocultar la profundidad del antagonismo. La cena y el briefing posterior fueron un desastre, con cada guía presentando un plan de ascenso diferente y confundiendo al grupo. El Pico de Orizaba, con su majestuosidad y peligros, se preparaba para ser el escenario de una tragedia humana. La montaña no juzga ni castiga, simplemente es. Son los humanos, con sus pasiones y debilidades, quienes escriben las tragedias en sus laderas eternas.
Las Voces del Pasado que Gritan en el Silencio
El punto de no retorno se alcanzó la mañana del 23 de febrero. Con las primeras luces del alba, el grupo inició el ascenso, pero la rivalidad de los guías pronto se desbordó. Velasco acusó a Mendoza de ir demasiado lento, y la respuesta del “Puma” fue que “prefería una procesión que llegara, que un funeral que no llegara”. La expedición se partió en dos. Velasco se adelantó con cuatro clientes, apostando por la velocidad. Mendoza continuó a su ritmo con el resto, siguiendo la prudencia. Los radios mantuvieron contacto, pero las transmisiones se volvieron cada vez más ácidas, con insultos y amenazas que envenenaron la atmósfera ya tensa. “Los cobardes esperan abajo”, transmitió Velasco. “Los tontos mueren arriba”, respondió Mendoza. Para el mediodía, estaban separados por 500 metros verticales.
Las grabaciones del radio Yaesu, recuperadas 28 años después, pintan un cuadro de deterioro acelerado. No solo capturaron las transmisiones de radio, sino también las conversaciones ambientales, como si un testigo invisible hubiera estado grabando la tragedia en tiempo real. En la tarde del 23 de febrero, se escucha a Velasco admitiendo ante un cliente que había escondido el equipo de navegación de respaldo de Mendoza. “Que navegue con su experiencia de 30 años”, se le oye decir con sarcasmo. Pero Mendoza tampoco era inocente. En otra grabación, le confiesa a Roberto Esquivel haber dado coordenadas deliberadamente erróneas al grupo de Velasco. “Que se pierda un rato el junior”, dice con una risa que hiela la sangre. La rivalidad había superado la ética profesional y la seguridad.
El sábado 24 de febrero, la tormenta prometida por el cielo se combinó con la tormenta de ego que se había desatado entre los guías. A las 3 de la madrugada, con el viento superando los 100 km/h y la temperatura a -25°C, ambos grupos iniciaron el intento de cumbre, en condiciones que cualquier manual de montañismo calificaría de suicidas. El orgullo pesaba más que la prudencia. Las grabaciones capturan el caos: gritos para ser escuchados sobre el viento, una voz irreconocible gritando “¡No veo a nadie!”, y la súplica de Ana Patricia Ruiz intentando mediar: “Por favor, tenemos que unirnos o moriremos todos”. Su clamor fue ignorado. El “whiteout” se apoderó del glaciar, reduciendo la visibilidad a cero. Las transmisiones se volvieron caóticas, llenas de desesperación.
Una Última Transmisión y una Verdad Enterrada
El momento más escalofriante de las grabaciones llegó en el último archivo. Thomas Müller, el ingeniero alemán, tomó el radio y con una calma sobrenatural en medio del caos, transmitió las coordenadas de su ubicación. “Si alguien encuentra esto, estamos en una grieta”, dijo. “Velasco nos llevó fuera de ruta. Mendoza también perdido. La grieta es profunda, varios heridos. Ana Patricia intentó…”. Un estruendo interrumpió la transmisión, seguido de gritos y el sonido inconfundible de hielo rompiéndose. Luego, 17 minutos de silencio, solo el aullido del viento del Orizaba, antes de que el radio se apagara.
Las coordenadas de Müller ubicaron al grupo 800 metros al oeste de cualquier ruta conocida, en una zona de “seracs” notoriamente inestables. La vanidad de los guías los había llevado a un lugar al que ningún profesional llevaría a un grupo. La reconstrucción de los eventos sugiere que, en su afán por superar al otro, ambos guías llevaron a sus grupos por rutas cada vez más peligrosas. Con las coordenadas exactas, una expedición especial fue organizada en junio de 2024. A 60 metros de profundidad, en una grieta que el tiempo había sellado parcialmente, yacían los restos de los nueve alpinistas. Algunos estaban unidos por sus arneses, evidencia de un intento desesperado de autorrescate. Los cuerpos de Mendoza y Velasco fueron encontrados en extremos opuestos de la grieta, como si incluso en la muerte se negaran a estar cerca.
Los objetos personales permitieron la identificación positiva. La cámara de Marcos Herrera contenía las últimas fotos antes de la tragedia: rostros sonrientes e inconscientes del destino que les esperaba. El diario de Yuki Tanaka, encontrado en su chaqueta, tenía una última entrada garabateada: “Los guías nos han matado a todos”. Las familias, finalmente, pudieron dar sepultura a sus seres queridos. La tragedia de la expedición “Cumbre del Águila” ya no era un misterio.
El Legado de una Tragedia Revelada
El impacto del descubrimiento fue sísmico en la comunidad de montañismo. La Asociación Nacional de Guías de Montaña implementó nuevos protocolos, incluyendo evaluaciones psicológicas y la prohibición de guías con conflictos conocidos en la misma expedición. La regla de oro, “la seguridad antes que el ego”, se volvió mandatoria. Del dolor y la revelación surgieron iniciativas que han salvado incontables vidas en las décadas siguientes. La familia de Velasco estableció una fundación para entrenar guías en técnicas de seguridad, y la familia de Mendoza creó un programa de becas.
El radio Yaesu, el testigo silencioso de la tragedia, fue donado al Museo Nacional de Antropología. Miles de visitantes lo observan cada año, un pequeño aparato amarillo que guardó por casi tres décadas la verdad de cómo el orgullo puede ser más mortal que cualquier tormenta. El Pico de Orizaba, el Sitlal Tepetl, sigue ahí, majestuoso e indiferente. Pero para quienes conocen la historia, su silencio ahora es un grito. Un recordatorio de que en la montaña más alta de México, no fue la naturaleza quien cobró nueve vidas, sino la incapacidad humana de poner la supervivencia por encima de la soberbia.