El Misterio Enterrado: Un Golpe de Pala que Resolvió el Caso de la Desaparición de los Estudiantes en la Sierra

El 12 de agosto de 2015, el sonido metálico de una pala chocando contra un objeto duro rompió el silencio de un tranquilo patio trasero en Oaxaca, México. Unos obreros contratados para instalar un sistema de drenaje en una casa suburbana se detuvieron, curiosos. No se trataba de una tubería o una piedra, sino de un barril de acero de 200 litros, corroído por el tiempo, pero aún intacto. Lo que encontraron dentro, mezclado con tierra y tela descompuesta, no era un tesoro, sino algo mucho más oscuro y trágico: fragmentos de huesos humanos. Junto a una pesada bota militar, encontraron una pequeña placa metálica deslustrada con un nombre grabado: Maya Sharma.

Ese hallazgo, registrado en un informe policial, fue el capítulo final de un libro que llevaba 16 años sin ser escrito. Un caso que la policía había archivado, que los medios habían olvidado y que las familias nunca pudieron cerrar. La historia de tres jóvenes universitarios que, en una tarde de otoño de 1999, desaparecieron sin dejar rastro en los densos bosques de la Sierra Madre Occidental.

La Desaparición en el Bosque de Durango

 

Todo comenzó un frío día de octubre de 1999 en el Parque Nacional de la Sierra de Durango, a cientos de kilómetros del lugar donde se encontró el barril. Liam McConnell de 21 años, Maya Sharma de 20 y Samuel Jones de 22, estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), no regresaron de una excursión de tres días por el bosque. Su viaje era un breve respiro del estrés académico, una oportunidad para conectarse con la naturaleza y, en el caso de Maya, para recopilar material para un trabajo de fin de curso.

El trío, aunque no eran expertos excursionistas, se había preparado adecuadamente para el viaje. Liam, estudiante de historia, había planeado la ruta. Maya, de ciencias ambientales, estaba emocionada por la flora y fauna local. Y Samuel, de ingeniería, era el pragmático del grupo, responsable del equipo.

El 8 de octubre, llegaron a Durango en el Ford Explorer de Samuel. Su último contacto confirmado fue esa misma tarde. Maya llamó a su madre desde una caseta telefónica en un poblado para decir que habían llegado a salvo. Poco después, a las 5:15 p.m., su coche se registró en la entrada del parque. El último avistamiento de los tres amigos fue a las 5:45 p.m. El guardabosques David Peterson los vio en el estacionamiento del sendero que conducía al antiguo campamento. Estaban de buen humor, sus mochilas y su equipo se veían nuevos y de buena calidad. Peterson les advirtió sobre la caída de la temperatura y les aconsejó no salirse del camino. Fue la última vez que alguien los vio con vida.

Cuando los estudiantes no se presentaron a clases el lunes siguiente, se dio la alarma. Su Ford Explorer fue encontrado cerrado con llave en el mismo estacionamiento, con efectos personales que no habían llevado al viaje. Sin signos de lucha, ni de huida precipitada. Era como si se hubieran desvanecido en el aire en medio del sendero.

 

Una Búsqueda Sin Precedentes y Sin Resultados

 

Lo que siguió fue una de las operaciones de búsqueda más grandes en la historia de la región. Cientos de guardabosques, policías, equipos caninos, helicópteros y voluntarios peinaron la zona. La misión era simple: encontrar a los estudiantes o, al menos, algún rastro de ellos. Pero el terreno no ayudó. El bosque era denso, las laderas empinadas y el suelo estaba cubierto por una gruesa capa de hojas que ocultaba cualquier pista. Los perros perdieron el rastro en un arroyo rocoso, y el mal tiempo, con lluvias torrenciales y una caída de temperatura, borró cualquier huella de olor que pudiera haber quedado.

Día tras día, la búsqueda continuó, pero no se encontró nada. Ni un solo objeto de sus mochilas, ni un zapato, ni un fragmento de tela. Era como si el trío, y todo su equipo, simplemente se hubiera evaporado en un tramo de 1.5 kilómetros de sendero. La ausencia total de pruebas materiales desconcertó a los rescatistas más experimentados. La esperanza de encontrarlos con vida se desvaneció. El 25 de octubre, 14 días después del inicio de la operación, la fase activa de la búsqueda se dio por terminada. El caso pasó de ser una operación de búsqueda y rescate a una investigación por desaparición de personas. Para las familias, para los investigadores, y para el público, comenzaba un largo periodo de incertidumbre.


 

Un Caso Congelado y una Nueva Investigación

 

Con la búsqueda activa suspendida, el caso pasó a la jurisdicción de la división de investigación criminal de la Policía Estatal. El detective Robert Miles, un veterano con 20 años de experiencia, asumió el caso. La hipótesis de que los estudiantes se habían perdido y muerto de hipotermia se consideró poco probable debido a la magnitud de la búsqueda y la ausencia total de rastros. Estadísticamente, en el 99% de los casos, los restos o el equipo de los turistas perdidos se encuentran en el primer año. Este caso era la rara excepción que no seguía el patrón.

Miles se centró en dos teorías alternativas: la desaparición voluntaria y el asesinato. Investigó a fondo la vida de los estudiantes. Habló con sus amigos, profesores y familiares. Analizó sus diarios y sus finanzas. Pero nada indicaba que hubieran planeado huir para empezar una nueva vida. Tenían planes a futuro, buenas calificaciones y relaciones sólidas. Sus cuentas bancarias permanecieron intactas y no se encontraron registros de viajes fuera del país. Para el año 2000, la teoría de la desaparición voluntaria se había descartado por completo.

Eso dejaba solo una opción: un acto violento. El detective Miles investigó a todas las personas con antecedentes penales por delitos violentos que vivían en los alrededores del parque. Entrevistó a ermitaños y cazadores furtivos. Comparó el caso con otras desapariciones sin resolver en el sendero. Pero una y otra vez, se encontró con un callejón sin salida. No había escena del crimen, ni testigos, ni motivo aparente. El caso se fue enfriando. Con el tiempo, se convirtió en una carpeta polvorienta en el departamento de casos sin resolver. Robert Miles se jubiló en 2006. Su sucesor recibió el caso y, a lo largo de los años, investigó varias pistas falsas: la confesión de un preso, una mochila encontrada a kilómetros de distancia. Nada resultó ser útil. Para el 2015, el caso de la desaparición de los estudiantes de la UNAM ya no era más que una historia de terror local, un misterio sin respuesta.


 

El Barril de la Verdad

 

El 12 de agosto de 2015, en el patio trasero de una casa en Oaxaca, el misterio se desenterró. Los trabajadores que instalaban un drenaje se toparon con un barril de 200 litros enterrado a un metro y medio de profundidad. La policía local acordonó la zona. El análisis forense reveló que los restos pertenecían a tres personas. Los huesos estaban fragmentados, lo que sugería que los cuerpos habían sido desmembrados antes de ser colocados en el barril.

Entre los restos, se encontraron fragmentos de una mochila y una placa metálica con un nombre grabado: Maya Sharma. De inmediato, se hizo una búsqueda en la base de datos nacional de personas desaparecidas, y el nombre de Maya Sharma apareció vinculado al caso sin resolver de 1999. El hallazgo se comunicó a la Fiscalía General de Justicia, y las muestras de ADN y los registros dentales de 1999 confirmaron las identidades de los tres jóvenes. El misterio de su paradero había terminado. Ahora comenzaba la investigación por el asesinato.

 

La Mente Distorsionada de un Veterano de Guerra

 

El propietario de la casa, Arthur Jenkins, un veterano de 68 años de la guerra de Vietnam, se convirtió en el principal sospechoso. Su vida era solitaria, y no tenía antecedentes penales en Oaxaca. Pero una investigación a fondo de su pasado reveló un detalle crucial: entre 1995 y 2001, Jenkins había sido propietario de una propiedad en un poblado de Durango, que colindaba con la Sierra. La propiedad estaba cerca del sendero donde los estudiantes fueron vistos por última vez. Jenkins había vendido esa propiedad y se había mudado a Oaxaca menos de dos años después de la desaparición.

Además, su historial militar y médico pintaba un cuadro perturbador. Había sido dado de baja del ejército en 1973 con un diagnóstico de Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) grave. Su historial estaba lleno de quejas de paranoia, alucinaciones y estallidos de agresión. Estaba convencido de que lo vigilaban constantemente.

El 28 de septiembre de 2015, Arthur Jenkins fue arrestado. Durante el interrogatorio, su historia era caótica, incoherente, producto de una mente perturbada. Confesó que la noche de octubre de 1999, vio a tres personas en el bosque que, en su mente, no eran estudiantes, sino espías enemigos. Les tendió una emboscada y les disparó con un rifle. A la noche siguiente, desmembró los cuerpos, los metió en un barril y lo guardó en su sótano. Cuando se mudó a Oaxaca, se llevó el barril con él y lo enterró en el patio trasero de su nueva casa.

El juicio de Arthur Jenkins comenzó en 2016. Su defensa argumentó que era inocente debido a su estado mental, pero el fiscal demostró que Jenkins era consciente de la criminalidad de sus actos, ya que se había esforzado por ocultar la evidencia. El jurado lo declaró culpable de tres cargos de asesinato en primer grado, y fue sentenciado a tres cadenas perpetuas sin posibilidad de libertad condicional.

Este veredicto puso fin a 16 años de incertidumbre. La desaparición de los estudiantes no fue un misterio sobrenatural, ni una conspiración, sino el resultado de la colisión entre la inocencia de tres jóvenes y una mente destrozada por una guerra lejana. Un encuentro fortuito, una tragedia sin sentido, y un secreto enterrado que, finalmente, fue desenterrado.

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