
A la Sierra Tarahumara no le importa quién eres. No le importan tus planes, ni tu familia esperándote en Ciudad de México, ni el hecho de que prometiste volver para la carne asada del domingo. En 2011, Rebeca Gil, una mujer de 36 años, aprendió esa lección de la peor manera posible. Se desvaneció sin dejar rastro en la Ruta del Diablo, un laberinto de cañones en las Barrancas del Cobre, Chihuahua, donde incluso los rarámuris caminan con respeto.
Pero aquí está el detalle que todavía provoca escalofríos a los equipos de rescate y a la Fiscalía del Estado. Lo que convirtió esta tragedia en una de las páginas más oscuras de la nota roja en México. Cuando finalmente encontraron los restos de Rebeca cinco años después, había una nota prendida a su pecho. Cuatro palabras que cambiaron todo:
“Dejaron de buscar muy pronto.”
No era un grito de ayuda. No era una despedida. Era un mensaje de alguien que quería asegurarse de que supiéramos que esto fue intencional. Alguien que disfrutó viendo cómo una familia se destrozaba buscando respuestas que estuvieron ocultas a plena vista todo el tiempo. Rebeca no se perdió; fue cazada. Y quien lo hizo quería crédito por su “trabajo”.
El inicio de la pesadilla
Regresemos a marzo de 2011. Rebeca Gil era lo que llamamos una apasionada del ecoturismo. Tenía un buen trabajo en Monterrey, un departamento impecable y una sola pasión que la hacía sentir viva: el senderismo extremo. Sus amigos decían que estaba loca por ir sola, pero ella insistía en que la soledad de la montaña era su terapia.
Su hermana, María, recuerda lo último que Rebeca le dijo antes de tomar el autobús hacia Chihuahua: “Si no regreso para el lunes en la noche, manda al guardaparques guapo por mí”. Era una broma. Pero el lunes pasó. El martes, María llamó a Protección Civil con un nudo en la garganta.
Al principio le dijeron lo de siempre: “No se preocupe, seguro se quedó sin señal”. Pero para el miércoles, cuando lanzaron la búsqueda, lo que encontraron en su último campamento hizo que al jefe de brigada se le cayera el alma a los pies. La tienda de campaña estaba rasgada, como si alguien hubiera salido huyendo. Faltaban cosas clave: su agua, su cuchillo y su radio.
Esa radio fue clave. Dos días antes, Rebeca había hecho una transmisión. Su voz, grabada en la central, no sonaba como la de alguien perdido. Sonaba como la de una presa. “Alguien me está siguiendo”. No “creo que”, no “escuché algo”. Alguien la seguía. Y después, silencio.
La pista que nadie vio
El caso se enfrió. En México, tristemente, las desapariciones a menudo quedan en carpetas olvidadas. Pero la detective Casandra Vega, de la Fiscalía de Chihuahua, nunca pudo soltar el caso. Algo en esa llamada de radio le quitaba el sueño.
Pasaron cinco años. En abril de 2016, una pareja de turistas estadounidenses que buscaba una ruta virgen para su Instagram encontró algo en una quebrada profunda, lejos de los senderos marcados. Un trozo de tela descolorido. Al acercarse, vieron los restos óseos. Y la nota.
Esa nota, escrita con plumón indeleble, había sobrevivido al sol y la lluvia. La detective Vega supo al instante que no era solo un asesinato; era un reto. El asesino estaba jugando con ellos. Pero cometió un error. En los bordes del papel había marcas tenues, coordenadas y símbolos.
Vega consultó con un antropólogo local. “Estos no son garabatos”, le dijo el experto. “Son marcas de senderos antiguos, usadas por guías ‘piratas’ en los años 80 antes del GPS”. Esa pista llevó a un nombre: Gerardo Bonilla.
El perfil del monstruo
Bonilla, de 41 años en 2011, parecía un tipo normal. Operaba una pequeña empresa de tours llamada “Espíritu de la Sierra”. Tenía buenas reseñas en internet. Pero al investigar a fondo, todo se desmoronó. Su empresa cerró justo cuando Rebeca desapareció. Los registros telefónicos mostraron que Rebeca le había llamado días antes de su viaje para pedir consejos sobre la ruta.
La policía cateó una propiedad vinculada a Bonilla, una cabaña en medio de la nada, cerca de Creel. Lo que encontraron adentro fue el infierno en la tierra. Paredes cubiertas con fotos de mujeres turistas. Todas con círculos rojos en la cara. Y en el centro, la foto de Rebeca con la leyenda: “Lección uno: Perfecta”.
También hallaron diarios y cintas de audio. Bonilla no solo mataba; documentaba. Grababa su propia voz narrando la cacería. “Ella cree que si sigue las marcas del sendero estará a salvo”, decía su voz en una cinta de 2011. “No sabe que yo cambié las marcas ayer. La estoy llevando directo a donde quiero”.
La crueldad era inimaginable. Él había manipulado el terreno para que Rebeca se perdiera, disfrutando de su pánico antes de atacar.
La carrera contra el tiempo
Pero la investigación dio un giro urgente. En el campamento de Bonilla, encontraron la identificación de una mujer llamada Clara, reportada como desaparecida hacía dos semanas en Sinaloa. Él estaba activo de nuevo.
Vega y un equipo táctico se desplegaron en la zona de barrancas que Bonilla frecuentaba. Sabían cómo pensaba ahora. Sabían que le gustaban los lugares altos con vista a los valles para observar a sus víctimas.
Lo encontraron al atardecer, junto a una fogata en un cañón remoto. Tenía a Clara atada, aterrorizada pero viva. Cuando la policía lo rodeó, Bonilla no corrió. Se levantó y sonrió. “¿Ya se cansaron de buscar?”, preguntó con una arrogancia que heló la sangre de los oficiales.
“No eres nada”
El juicio fue un espectáculo mediático. Bonilla se sentaba allí como si fuera una celebridad incomprendida. Pero su defensa se cayó a pedazos cuando la sobreviviente, Clara, testificó. Y cuando María, la hermana de Rebeca, lo confrontó.
En un intento final de herir a la familia, Bonilla reveló las últimas palabras de Rebeca. “Ella me escupió”, dijo él en la corte, sonriendo. “Me dijo: ‘No eres nada'”. Él pensó que eso demostraba que la había quebrado. Pero la sala entera lo vio diferente. Rebeca, en sus últimos momentos, sabiendo que iba a morir, se negó a darle el miedo que él tanto deseaba. Lo redujo a su verdadera esencia: un nadie.
Gerardo Bonilla fue sentenciado a cadena perpetua. Hoy se pudre en una celda sin ventanas en un penal federal, lejos de las montañas que usó para su maldad.
El legado
La historia de Rebeca Gil cambió la forma en que vemos el turismo de aventura en México. Nos recordó que el peligro no siempre es el jaguar o el abismo, sino a veces, la persona que te ofrece ayuda con una sonrisa.
María fundó una organización para apoyar a familias de desaparecidos. Cada año, un grupo de mujeres sube a las Barrancas del Cobre, no donde murió Rebeca, sino a un mirador hermoso. Van juntas, nunca solas. Porque el mensaje que Bonilla quiso dejar —el miedo— no funcionó.
Si crees que monstruos como Gerardo Bonilla merecen pudrirse en el olvido y que mujeres valientes como Rebeca merecen ser recordadas por su fuerza, comparte esta historia. En un país donde tantas veces “se deja de buscar muy pronto”, nosotros prometemos no olvidar.
Justicia para Rebeca. Justicia para todas.