
Un paseo por la “Suiza de México” que terminó en silencio
Era junio de 2011. La Sierra de Arteaga, en los límites de Coahuila y Nuevo León, lucía imponente con sus bosques de pinos y ese aire fresco que atrae a miles de turistas que buscan escapar del calor del norte. Entre los visitantes estaban Saúl y Velma Pablo, un matrimonio originario del centro del país. Ambos vivían con acondroplasia, una condición de talla baja que, lejos de frenarlos, los motivaba a recorrer México buscando rutas accesibles y paisajes de ensueño.
A las 9:15 de la mañana, un ejidatario los saludó cerca del entronque de una vieja carretera federal, un tramo clausurado conocido por sus curvas peligrosas y su soledad absoluta. Iban tranquilos, con mochilas ligeras, planeando caminar un par de kilómetros sobre el asfalto viejo, tomar fotos y regresar a su cabaña en Monterreal. Fue la última vez que se les vio con vida.
Esa tarde, su camioneta azul apareció perfectamente estacionada. Seguros puestos, carteras en la guantera, celulares sin señal. Parecía que la tierra se los hubiera tragado. En un país donde la palabra “desaparecido” pesa como una losa, el caso de Saúl y Velma se convirtió en un enigma doloroso.
La búsqueda en la niebla
Durante semanas, elementos de Protección Civil, la Policía Estatal y voluntarios peinaron la zona. Se usaron perros, se bajó a rapel por los barrancos, se revisaron las cañadas. Pero la sierra guardó silencio. No había rastro de violencia, ni una prenda tirada, ni huellas de derrape.
Los rumores en los pueblos cercanos no se hicieron esperar: ¿El crimen organizado? ¿Un accidente en una grieta oculta? Sin evidencia física, el Ministerio Público se quedó sin líneas de investigación. El expediente se fue empolvando en las oficinas de la Fiscalía, mientras la familia Pablo vivía el tormento de la incertidumbre.
El hallazgo en el barranco
Tuvieron que pasar cuatro años. En agosto de 2015, una sequía severa golpeó el norte de México. La vegetación se secó, dejando al descubierto cicatrices en la montaña que normalmente estarían ocultas por la maleza. Un grupo de geólogos de la Universidad Autónoma de Nuevo León, realizando estudios de suelo en una zona de difícil acceso bajo la antigua carretera, notó algo antinatural entre las rocas.
No era una piedra. Era una maleta rígida, color café, de esas antiguas que ya no se ven en los aeropuertos. Estaba encajada a presión en una grieta, cubierta de polvo y piedras, como si alguien hubiera intentado que la montaña la devorara.
Dieron aviso a las autoridades. La zona fue acordonada. Cuando los peritos lograron sacar la maleta y abrirla, el olor a tiempo y tragedia confirmó lo peor. En su interior se encontraban restos óseos. Los estudios antropológicos no dejaron lugar a dudas: las características coincidían con la condición física de Saúl y Velma.
Pero no estaban solos. Junto a ellos, la maleta resguardaba objetos que contarían su historia final: un reloj grabado, una cadena de plata y una cámara digital Nikon, maltratada por la humedad y los golpes.
La imagen que delató al verdugo
El caso dio un giro de 180 grados. Ya no era una desaparición; era un homicidio doble calificado con ocultamiento de cuerpos. La Fiscalía General del Estado envió la cámara a un laboratorio forense especializado. La tarjeta de memoria estaba dañada, pero los técnicos lograron recuperar fragmentos de datos.
La mayoría eran fotos de pinos y nubes. Pero la última imagen, con fecha y hora del día de la desaparición, era diferente. Era una foto accidental, disparada probablemente desde la cintura o en un momento de pánico. Estaba borrosa, pero al aplicar filtros de alta definición, apareció la prueba reina:
En la esquina inferior se veía la defensa blanca de una camioneta tipo pick-up de trabajo pesado. Se distinguía una puerta abierta y, lo más escalofriante, una mano enguantada sosteniéndola. El guante no era de turista; era un guante industrial, con refuerzos en los nudillos, típico de los trabajadores de mantenimiento de carreteras. Y en el espejo retrovisor de la camioneta, apenas visible, colgaba un tarjetón naranja: un pase oficial de contratista de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT).
La cacería del contratista
Con esa pista, los agentes ministeriales desempolvaron las bitácoras de obra de 2011. Encontraron que, ese día, una cuadrilla de mantenimiento había estado reparando drenajes pluviales en esa carretera cerrada. El registro de entrada tenía una firma: Arturo Caín.
Caín era un trabajador temporal, un hombre descrito por sus ex compañeros como “bronco”, solitario y con un historial de conflictos. Ese día, Arturo había reportado el “extravío” de un marro y una pala, herramientas pesadas que difícilmente se pierden. Días después del crimen, renunció y desapareció del estado.
La investigación siguió el rastro de la maleta. Un código de barras casi invisible en el equipaje llevó a los detectives a una casa de empeño en el centro de Monterrey. En los viejos archivos de papel, encontraron el recibo de compra, fechado días antes de la desaparición. El vendedor recordaba al cliente: un tipo nervioso, con olor a diésel y una cicatriz en la ceja izquierda.
El “trofeo” en la caja de zapatos
La cacería terminó en febrero de 2016. Arturo Caín fue localizado en Sonora, trabajando en un taller mecánico bajo un nombre falso. Vivía en un cuarto de azotea, sin lujos, pagando todo en efectivo para no ser rastreado por el sistema bancario.
Cuando los agentes catearon su habitación, encontraron una vida vacía, lista para huir en cualquier momento. Pero debajo de la cama, en una vieja caja de zapatos, Arturo guardaba sus secretos. Entre encendedores y baratijas, había unas pinzas finas de relojero. En el metal estaba grabado: “SP”. Eran las pinzas de Saúl, quien las usaba para sus hobbies de precisión.
El asesino no las había vendido. Las había guardado como un trofeo, un recuerdo sádico de aquel día en la sierra.
Justicia en la montaña
Al ser interrogado y confrontado con la foto de su propia camioneta y las pinzas encontradas en su cuarto, Arturo Caín se quebró. Con frialdad, confesó que vio a la pareja en el camino solitario. Aprovechando su uniforme y su vehículo oficial, les ofreció un “aventón” para evitar una zona de supuestos derrumbes. Saúl y Velma, confiando en la autoridad que representaba, subieron al vehículo. Fue su sentencia.
El juicio fue contundente. Arturo Caín fue sentenciado a la pena máxima por homicidio calificado. La Fiscalía presentó la cronología del horror: el engaño, el crimen con el marro “perdido”, y la frialdad para comprar una maleta usada días antes, lo que probaba que él ya buscaba víctimas, cualquiera que fuera, en esa carretera solitaria.
Hoy, en un mirador de la Sierra de Arteaga, una pequeña placa recuerda a Saúl y Velma. Para los locales, el caso se convirtió en una leyenda de advertencia, pero también en un testimonio de que, en México, aunque la tierra parezca tragarse a la gente, la verdad es una semilla que tarde o temprano termina brotando, incluso entre las piedras de un barranco olvidado.