El Misterio de la Flecha Oxidada: Encuentran cráneo tras 4 años de desaparición, la policía sintió escalofríos al allanar la “guarida” del guardabosques.

Por la Redacción de Crónica Policiaca

En México, cuando alguien desaparece en una carretera o en un camino rural, el pensamiento colectivo apunta casi de inmediato a una sola causa: el crimen organizado. Sin embargo, la sierra oculta peligros que a veces son más antiguos y primitivos que cualquier cártel. Esta es la historia de cuatro amigos regiomontanos cuya búsqueda de libertad en la naturaleza se topó con una oscuridad inesperada en los bosques de Coahuila.

La Salida hacia la Sierra

Era marzo de 2014. Carlos Herrera (29), Daniel Padrón (31), Julián Lemus (27) y Andrés Flores (33) eran amigos de toda la vida. Trabajadores, padres de familia y aficionados al ecoturismo, decidieron escapar del ajetreo de Monterrey para pasar el “puente” en una zona virgen de la Sierra de Arteaga, Coahuila. No era la primera vez que lo hacían; conocían el monte y llevaban el equipo necesario.

Salieron en dos vehículos: una Tahoe plateada y una pick-up Ram azul. Su plan era acampar cerca de un arroyo, hacer senderismo y disfrutar de la tranquilidad. El último mensaje que salió del celular de Julián decía: “Lugar increíble. Mañana subimos más. Señal intermitente”. Fue lo último que sus familias supieron de ellos.

Cuando el martes llegó y ninguno se presentó a trabajar, el pánico se apoderó de sus esposas y madres. En un país donde desaparecer es una herida abierta, la reacción fue inmediata. Se denunció la desaparición ante la Fiscalía General de Nuevo León y se pidió colaboración a Coahuila.

Búsqueda sin Respuestas

Días después, las autoridades hallaron las camionetas estacionadas en una brecha solitaria. Estaban cerradas, sin vidrios rotos ni casquillos percutidos. Dentro, las hieleras aún tenían comida y las casas de campaña estaban empacadas. Parecía un “levantón”, pero faltaban los signos clásicos de violencia. Los binomios caninos y los helicópteros de Protección Civil peinaron la zona, pero la lluvia borró cualquier rastro. Durante cuatro años, el expediente se llenó de polvo y las familias vivieron el calvario de la incertidumbre.

El Hallazgo que Heló la Sangre

El caso dio un vuelco escalofriante en abril de 2018. Una cuadrilla de trabajadores de la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR) realizaba labores de limpieza en un cauce seco, a kilómetros de donde se hallaron las camionetas. Al remover tierra con maquinaria, un operario escuchó un crujido.

Al bajar, encontró un cráneo humano semienterrado. Se llamó al Servicio Médico Forense (SEMEFO). Al limpiar la pieza en el laboratorio, los peritos quedaron atónitos: incrustada en la parte posterior del cráneo, había una punta de flecha oxidada. No era un arma moderna, sino una punta de acero de estilo tradicional, hecha para matar presas grandes.

Las pruebas de ADN confirmaron que el cráneo pertenecía a Andrés Flores. La causa de muerte no fue accidental; alguien lo había cazado por la espalda.

El “Dueño” del Monte

La Fiscalía de Coahuila cambió la línea de investigación. Ya no buscaban narcos, buscaban a un cazador local. Los registros de ejidatarios y pobladores de la zona señalaron a un nombre: Raimundo Duarte, alias “El Rayo”. Un hombre de 52 años, conocido por su carácter violento y por amenazar a cualquiera que se acercara a su predio, una zona federal que él reclamaba como suya.

Duarte vivía en una cabaña miserable, sin luz ni agua, rodeado de trampas para animales. Cuando los agentes ministeriales llegaron a interrogarlo, “El Rayo” los recibió con hostilidad, negando haber visto a los jóvenes. Pero la ciencia forense lo traicionó: una huella dactilar parcial, recuperada milagrosamente de la flecha, coincidió con sus registros en el sistema nacional (tenía antecedentes por caza furtiva).

La Casa de los Trofeos

Con una orden de cateo, un grupo táctico irrumpió en la propiedad de Duarte. Lo que encontraron confirmó la peor de las hipótesis. En un taller trasero, donde fabricaba sus propias flechas, los agentes hallaron una caja de plástico oculta.

Dentro estaban las licencias de conducir de Carlos y Daniel, el reloj de Julián y las carteras de los cuatro. No los había robado por dinero; los guardaba como trofeos de su “cacería”. Además, se encontró un diario con entradas perturbadoras. En la fecha de la desaparición, Duarte escribió con letra temblorosa: “Cuatro vinieron a donde no debían. El monte ya está en silencio. El bosque guarda el secreto”.

Duarte confesó parcialmente tras horas de interrogatorio. Alegó que los jóvenes habían “invadido” su territorio y que él solo se defendió, aunque las pruebas periciales indicaban que los atacó a distancia y por sorpresa.

Sentencia y Dolor

El juicio, celebrado en Saltillo en 2019, fue desgarrador. Las madres de las víctimas confrontaron al asesino, exigiendo saber dónde estaban los otros tres cuerpos. Duarte, con la mirada perdida y fría, nunca respondió. Fue sentenciado a cuatro cadenas perpetuas (pena máxima acumulada bajo el código penal estatal) por homicidio calificado.

Hoy, Raimundo Duarte se pudre en una celda del penal de Saltillo, pero su silencio sigue castigando a las familias. En la entrada de la brecha en Arteaga, una cruz de madera con cuatro nombres recuerda a los excursionistas. El caso de los amigos de Monterrey no fue un tema de cárteles, sino de la maldad humana en su estado más primitivo.

La búsqueda de los restos de Carlos, Daniel y Julián continúa por parte de colectivos de búsqueda, con la esperanza de que algún día, la sierra decida devolver lo que se robó.

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