El Lazo Inexplicable: Un Testimonio Que Resuena Desde el Corazón Profundo de México

Mi nombre es Ernesto “Don Neto” Herrera. A mis 97 años, es hora de revelar una verdad que he cargado en mi alma durante más de medio siglo. Es una historia que la mayoría de la gente negaría si se la contara, pero que ha sido el cimiento de mi vida.

Entre 1973 y 1998, en la inmensidad de la Sierra Gorda, tuve encuentros recurrentes con la misma criatura que muchos describirían como un ser mítico o el “Salvaje de la Sierra”, lo suficientemente frecuentes para que me revelara verdades sobre la humanidad que hubiese preferido ignorar. Esta es la verdad que he evitado compartir, y la razón por la que ya no puedo callarla.

En 1973, a mis 45 años, mi mundo se fracturó. Mi querida Elena había partido esa primavera a causa de una enfermedad grave, y la casa en el pueblo de Xilitla se había vuelto un recuerdo demasiado doloroso. El silencio de las habitaciones me consumía. Hice lo que hacen muchos hombres rotos: huí hacia el aislamiento.

Con una pequeña herencia de Elena y mis ahorros de años trabajando en las minas de San Luis Potosí, compré una parcela de tierra en la Sierra Gorda, al interior de Querétaro. Eran 60 hectáreas de bosque espeso y neblina constante, con un pequeño arroyo. La cabaña, construida en los años 50, era simple: un cuarto, un fogón de leña y sin servicio eléctrico o telefónico. Era mi refugio.

Me instalé en julio. Mis primeros dos meses fueron una lucha diaria contra el vacío dejado por 23 años de matrimonio. El silencio era una carga pesada. Pasaba los días reparando el techo y cortando leña bajo la sombra de los viejos cedros y encinos que se alzaban como guardianes ancestrales. El vecino más cercano estaba a varios kilómetros. Entonces, llegó el 17 de septiembre de 1973. Me despertó un gemido bajo y ronco que venía del arroyo, a unos doscientos metros. Agarré mi viejo rifle y me dirigí a investigar a través de la densa niebla matutina.

Al acercarme, a unos diez metros, vi algo inmenso. Al principio, lo confundí con un oso grande. Estaba recostado de lado, parcialmente oculto por los helechos, cubierto de pelo grueso de color rojizo oscuro. Pero no era un oso. Era una criatura de fácil 2.10 metros de altura, con hombros descomunales, y una de sus piernas estaba torcida. Intentó ponerse de pie, pero cayó con un sonido que era casi humano: un lamento de dolor y frustración. Pude ver su rostro. No era de simio, sino algo más, con una mirada profunda e inteligente que me paralizó. No me veía con agresión, sino con una inteligencia calculadora, decidiendo qué haría yo.

Mi fusil estaba listo. Pero lo bajé. Quizás fue mi propia soledad, o la profunda tristeza en sus ojos, lo que me hizo regresar a la cabaña por mi botiquín y algunas telas viejas. La criatura me observó sin moverse. No soy médico, pero por lo que había visto en la mina, sabía que era una fractura grave. Durante la hora siguiente, trabajé en su pierna, desinfectando con lo que tenía y usando dos ramas y cuerda para hacer una férula tosca. La criatura se quedó perfectamente quieta. Su pelo era tosco, como alambre, y su piel oscura. Cuando terminé, se puso de pie con dificultad, miró su pierna y me dirigió un sonido que interpreté como agradecimiento. Luego, cojeando, se internó en el monte. Tres días después, encontré un conejo recién cazado y limpio en mi porche. Un regalo. Yo sabía que estaba siendo observado, y así comenzó nuestra convivencia inusual.

🌿 El Pacto del Silencio y el Arte de la Montaña
Durante los primeros años, yo dejaba comida a la orilla del claro, y encontraba a cambio pescado, setas o una pieza de caza menor. Nunca lo veía claramente, solo sombras masivas. En 1975, me atreví a saludarlo. La criatura, a la que estimé medía cerca de 2.30 metros, imitó el gesto. Fue el primer acto de comunicación. A partir de 1976, nuestra relación se formalizó, y lo llamé August en mi mente, un nombre que me recordaba la solidez y la fuerza de la naturaleza. Compré un cuaderno de lona verde en el pueblo de Real de Catorce y comencé a documentar cada encuentro, cada comportamiento.

La profundidad de August se hizo evidente con el tiempo. Un día, mientras reparaba los escalones, August recogió mi martillo y lo examinó. Le extendí la mano, y August caminó hacia mí, más cerca que nunca, y colocó la herramienta en mi palma. Sentí su calor. Estábamos a unos tres metros. Sus ojos eran café oscuro con destellos ámbar. Me presenté: “Ernesto”. August intentó imitar el sonido, pero no pudo. En su lugar, hizo un sonido gutural, tocó su pecho y me señaló, concediéndome el permiso o indicando que él ya tenía un nombre impronunciable para mí. Me quedé con August.

La primera de sus grandes lecciones llegó en 1979, mientras luchaba frustrado con una motosierra averiada. Tiré la herramienta y August se acercó. Recogió mi destornillador y, con una lentitud y cuidado que yo había perdido en mi rabia, giró el tornillo con facilidad. Me entregó la herramienta. Lección 1: La Paciencia. Me estaba enseñando que la fuerza bruta y la prisa son inútiles ante la deliberación. Observé cómo August aplicaba esta paciencia al pescar en el arroyo o al buscar insectos en los troncos podridos. No eran solo lecciones de supervivencia; eran lecciones sobre cómo ser un mejor ser humano.

💔 La Fragilidad Humana: El Precio de la Indiscreción
En noviembre de 1979, cometí un error de borracho en la cantina del pueblo. Mencioné haber visto “algo grande” en el monte. La historia se difundió como pólvora. En una semana, tres camionetas llenas de cazadores con rifles aparecieron en mi propiedad, buscando el mito. Los eché, pero el daño estaba hecho. Había traicionado la confianza de August. Él desapareció por dos meses. Creí haberlo perdido para siempre.

Pero una mañana fría de febrero de 1980, August estaba sentado en mi porche. Lo abrí lentamente. Sus ojos profundos me miraban. Sacó de su pelaje una piedra de río perfectamente redonda, caliente por haber estado cerca de su cuerpo. Me la entregó. Un regalo, una señal de aceptación. Me senté y August se sentó a mi lado. Estuvimos en silencio mientras el sol se asomaba por las cimas. Lección 2: El perdón es una elección consciente. August tenía motivos para huir para siempre, pero eligió regresar. Fue la primera vez que lloré desde la partida de Elena. August simplemente se quedó. Luego, me extendió su mano, y la mía se perdió en su palma áspera y cálida. En ese momento, nuestra relación se hizo profunda.

A medida que pasaban los años, August comenzó a crear arte. Me dejaba elaborados arreglos de piedras, montículos de palos, y un círculo perfecto de piñas en el claro. Cuando me di cuenta, probé a imitarlo, haciendo una espiral de piedras. August la estudió, y luego, con un calor en sus ojos, reorganizó las piedras en un patrón diferente, una conversación sin palabras.

La Lección 3 llegó en 1982. En el pueblo, vi a un padre humillar a su hijo por un error. Días después, August me mostró dos trozos de madera: uno perfectamente cortado, el otro, dañado. Colocó ambas piezas juntas, con ternura, y se tocó el pecho. El mensaje fue claro: ambas piezas siguen siendo madera. Ambas tienen valor. No debemos ser tan duros unos con otros, juzgando la imperfección.

August había estado observando a los humanos durante décadas. En 1983, me llevó a un barranco donde alguien había vertido basura: llantas, latas, un refrigerador oxidado. August se paró allí, gesticulando hacia el desorden, y luego hacia el bosque prístino. Lección 4: Somos un agente de destrucción. Habíamos olvidado que éramos parte de la naturaleza. August tocó su pecho, luego el tronco de un árbol, luego el suelo, separándome con un gesto de la tierra que él habitaba.

💰 La Trampa del Machete: Cuando la Ilusión Sustituye a la Realidad
La Lección 6 llegó en 1987. August me preguntó por qué yo leía el periódico sobre la “Caída del Lunes Negro”, donde la gente perdía “dinero”. Intenté explicarle sobre los “papeles” que usamos para conseguir comida y refugio. August regresó con una trucha fresca. Sostuvo el pez, luego señaló el bosque, el agua y el cielo, e hizo un amplio movimiento. La pregunta era clara y devastadora: ¿Por qué necesitas papel cuando todo lo que necesitas para sobrevivir está aquí? August me miró con una mezcla de curiosidad y pena. Los humanos habíamos creado sistemas de valor que nos separaban de lo que realmente nos sostenía. Habíamos convencido de que el papel o el “estatus” era más valioso que la comida, el refugio y la conexión.

En 1990, con el mundo cambiando vertiginosamente, nuestros cuerpos también envejecían. August cruzó un límite sagrado: entró en la cabaña. Me encontró clasificando fotos antiguas, incluyendo la de mi boda con Elena. August tomó la foto, examinó el rostro de Elena y luego tocó suavemente su imagen, y después mi rostro. Comprendió la pérdida. Se quedó a mi lado mientras yo lloraba, una mano masiva descansando ligeramente sobre mi hombro. Luego, señaló mis fotos con amigos y luego el vacío de la cabaña. Lección 7: Elegimos el aislamiento, aunque nos estemos muriendo de soledad.

August se fascinó con la fotografía. Me enseñó la Lección 8: August me guio al exterior, señalando una telaraña cubierta de rocío, el liquen en las rocas, la luz filtrándose por el dosel. Ignoramos el mundo porque asumimos que es permanente. Y nos enfocamos en fotografiar a las personas porque sabemos que las perderemos.

En 1994, el infierno llegó a la montaña. Una empresa comenzó la tala rasa a pocos kilómetros al sur. El ruido de las motosierras llenó el valle. August llegó a la cabaña con un semblante que nunca había visto: derrotado. Me miró con juicio, viéndome no como Ernesto, sino como un representante de la especie humana que estaba destruyendo su hogar. Luego, desapareció por ocho meses.

😥 El Luto Compartido: La Tristeza por un Mundo en Decadencia
Regresó en marzo de 1995. Estaba más delgado y envejecido. August me miró con ojos tristes, tocó el bosque, se tocó a sí mismo y me señaló: Uno. Solo. El mismo. Ambos estábamos viendo cómo nuestro mundo desaparecía. Me guió a la zona de tala rasa, un páramo de tocones y barro. Señaló un viejo cedro que se había salvado por unos metros, y luego un tocón del mismo tamaño. August se sentó en el barro de la devastación, con la cabeza entre las manos. Estaba de luto. Lección 10: Medimos el valor por lo que podemos extraer y consumir, no por el valor intrínseco de la existencia. Me senté a su lado, y compartimos la pena por todo lo perdido.

Nuestros encuentros se volvieron de compañerismo puro. En 1996, tuve un susto de salud, un infarto leve. Cuando volví a la cabaña, August me estaba esperando. Me examinó con cuidado, tocó mi pecho y luego se acostó en el porche para que yo pudiera apoyarme en su cuerpo, usando su calor y respiración para tranquilizarme. Lección 11: El mayor regalo que podemos ofrecer es la simple presencia. No soluciones, no sabiduría, solo la voluntad de estar ahí, de ser testigo.

En septiembre de 1997, August me entregó un mechón de su propio pelo, cuidadosamente trenzado. Un recuerdo. Un testimonio.

La última vez que lo vi fue el 15 de marzo de 1998, exactamente 25 años después de nuestro primer encuentro. Estaba demacrado, pero vino a despedirse. Vimos un último amanecer juntos. August tomó mi mano con ambas palmas, y nos sentamos así. Luego, se puso de pie, se volteó hacia el límite del bosque, me dirigió un gesto que no era un saludo, sino una bendición final, y desapareció. Nunca más lo volví a ver.

Me mudé del monte en 2003, forzado por mi salud, de vuelta a la civilización. La cabaña y la tierra están ahora bajo un fideicomiso, protegidas. La gente me pregunta por qué cuento esto ahora. Estaba procesando. Estaba entendiendo el mensaje de August: Hemos elegido la autodestrucción, la avaricia y el aislamiento. Pero somos capaces de cambiar, si estamos dispuestos a ser silenciosos y humildes ante lo que no entendemos.

August no odiaba a los humanos; deseaba que fuéramos mejores. Más conectados. El mechón de pelo sigue en mi mesita de noche. A veces lo toco y recuerdo. Recuerdo estar sentado en el bosque con algo imposible, siendo visto por unos ojos sin juicio, solo curiosidad y esperanza. Si te llevas algo de esta historia, que sea esto: Disminuye la velocidad. Mira a tu alrededor. Conéctate con lo diferente. Y si alguna vez estás en la Sierra Gorda, sé respetuoso.

El mayor misterio no es si August existe. Es por qué nosotros, con toda nuestra inteligencia, estamos tan empeñados en destruir el único hogar que hemos conocido. A mis 97 años, todavía no tengo la respuesta.

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