El horror oculto de Zacatecas: Compró una casona colonial y desató un mal de 300 años

El sol de Zacatecas caía a plomo sobre las calles de cantera rosa, pero dentro de la antigua casona Ibarra, el aire permanecía frío. Manuel Ortega, un empresario inmobiliario de 45 años con un olfato infalible para las gangas, recorría la propiedad con una calculadora mental en marcha.

La había conseguido por una fracción de su valor real en una subasta municipal. Años de abandono y deudas de impuestos habían hecho que esta joya arquitectónica, a pocas cuadras del centro histórico, cayera en sus manos. Su plan era simple: una renovación intensiva para convertirla en un hotel boutique de lujo.

Manuel había construido su modesto imperio sobre los huesos de propiedades olvidadas. Pero nunca, en toda su carrera, había tomado esa metáfora de forma tan literal.

La tarde del viernes, el trabajo de demolición retumbaba en el patio. Raúl, el capataz, un hombre curtido por décadas bajo el sol, se acercó a Manuel limpiándose el sudor. “Jefe, esta pared está más dura que el concreto”, dijo, señalando un muro interior que separaba la sala principal de un pequeño cuarto que, curiosamente, no aparecía en los planos originales. “Parece que tiene algo raro adentro”.

La impaciencia se apoderó de Manuel. El tiempo era dinero. “Denle con todo”, ordenó. “Quiero ver qué hay detrás antes de irnos hoy”. Los trabajadores dudaron; era casi la hora de salida. Manuel zanjó la discusión como siempre lo hacía: sacó la cartera y ofreció pago triple por dos horas extra. El sonido de los picos contra el muro se reanudó con fervor renovado.

Poco después, un golpe sordo seguido de un grito ahogado detuvo todo. “Jefe, venga rápido”. La voz de Raúl temblaba.

Los cinco trabajadores estaban agrupados frente a un agujero de un metro de diámetro en la pared, pero mantenían una distancia prudente. El olor fue lo primero que golpeó a Manuel: una mezcla nauseabunda de humedad, podredumbre y algo más, algo metálico y dulce que le revolvió el estómago.

Se asomó. Dentro había una cavidad oscura, no más grande que un armario, sellada herméticamente. Y en ese espacio, emergiendo del propio mortero, había restos humanos.

“Son huesos, jefe”, susurró Raúl, pálido. “Huesos humanos. Y no están solos”.

Manuel forzó la mirada. Eran al menos tres cráneos y numerosos huesos largos, muchos con marcas de cortes. Pero lo que realmente le heló la sangre fueron los objetos que los acompañaban: pequeñas figuras talladas en hueso, trozos de tela ennegrecida y extraños instrumentos metálicos.

“Hay que llamar a la policía”, dijo uno de los albañiles.

“¡Esperen!”. La voz de Manuel fue cortante. Los engranajes de su mente no procesaban el horror, sino el desastre logístico. Policía significaba cintas amarillas, investigaciones, prensa. Su inversión, su hotel boutique, todo se iría al demonio.

“Jefe, eso es un crimen”, insistió Raúl.

“Escuchen”, dijo Manuel, adoptando un tono conciliador. “Son huesos viejos. Llevan muertos décadas. Si llamamos ahora, un viernes por la tarde, acordonarán todo y hasta el lunes no vendrá nadie. Ustedes se quedan sin trabajo y yo con una propiedad inaccesible”.

Les propuso un trato: sellar el agujero, irse a casa y él mismo llamaría a las autoridades el lunes a primera hora. Les pagaría el día completo y un bono por la discreción. El silencio fue denso. La moralidad luchó contra la necesidad económica. Finalmente, a regañadientes, aceptaron. Clavaron tablones de madera sobre la abertura y se marcharon, dejando a Manuel solo en la casona mientras el sol se ponía.

Manuel debería haberse ido. Pero una mezcla de ansiedad financiera y una morbosa curiosidad lo retuvo. Se sirvió un mezcal de la botella que guardaba en su camioneta y se sentó en los escalones de piedra. El silencio de la casa abandonada se volvió denso, casi palpable.

Entonces lo oyó. Un suave rasguño desde la sala principal.

Ratas, pensó. Casas viejas.

Pero el sonido se repitió, más deliberado. Rítmico. Y luego, un golpeteo. Manuel se puso de pie, el miedo comenzando a trepar por su espalda. Se acercó a la sala, ahora en penumbra. El sonido venía, inequívocamente, del muro sellado.

“Es solo la madera asentándose”, se dijo en voz alta.

Como respuesta, un susurro tan débil que pudo haberlo imaginado, pero inconfundiblemente humano, emergió del muro. El pánico lo golpeó. Vio cómo uno de los tablones que sellaban el agujero se movía, apenas un centímetro. Fue suficiente. Corrió hacia la puerta principal, luchando con las llaves, mientras el golpeteo detrás de él se intensificaba. Salió al aire nocturno, saltó a su camioneta y huyó con un chirrido de neumáticos.

El sábado por la mañana, la luz del sol disipó el terror. Estrés, mezcal, imaginación, se convenció. Pero la duda lo carcomía. Mintió a Raúl, diciéndole que quería verificar el sellado, y lo citó en la casa. Raúl, visiblemente incómodo, se negó en rotundo a reabrir la tumba. “No es superstición, jefe, es respeto”, dijo, persignándose. “No hay que perturbar a los muertos”.

Raúl se fue, y Manuel, ahora solo, se enfrentó al muro. Armado con un martillo, retiró los tablones. El hedor volvió, más intenso. Con la linterna del móvil, iluminó el interior.

El horror era peor a la luz del día. Los huesos no estaban simplemente arrojados; estaban dispuestos en un patrón ritual. Los tres cráneos formaban un triángulo. Había bolsas de tela atadas con cordeles y páginas de textos antiguos con símbolos arcanos. Mientras fotografiaba todo con su teléfono –quizás era un hallazgo arqueológico, una salida legal–, notó algo en uno de los cráneos: una pequeña pieza de plata, como una moneda, incrustada en el hueso frontal.

Sin pensar, impulsado por una curiosidad que más tarde maldeciría, extendió la mano y tocó la pieza metálica.

El cambio fue instantáneo. La temperatura se desplomó. El aire se volvió espeso. Y un susurro, ahora claro como el cristal, habló directamente en su oído: “Por fin”.

Manuel retrocedió violentamente, dejando caer su teléfono. “¿Quién está ahí?”.

Silencio.

Cuando se agachó para recoger el móvil, se congeló. Frente a él, donde antes solo estaba la pared, ahora había una silueta. No era sólida, parecía hecha de sombras más densas, pero era inconfundiblemente humana. Y lo estaba observando.

“Te hemos estado esperando”, dijo una voz que parecía venir de todas partes, una cacofonía de susurros superpuestos.

La figura se abalanzó sobre él. Manuel sintió un frío glacial, una invasión que lo recorrió de pies a cabeza. Y luego, la oscuridad.

Despertó horas después en el patio. El sol de la tarde le daba en el rostro. Se sentía… bien. Mejor que bien. Fuerte, alerta, sus sentidos agudizados. La puerta principal, antes atascada, estaba entreabierta. Al pasar frente a un espejo antiguo en el corredor, su reflejo le devolvió la mirada. Sus ojos, normalmente marrón oscuro, ahora tenían un perturbador tinte ambarino. Dorado.

Parpadeó, confundido. Y por un instante, su reflejo le sonrió antes que él.

El domingo fue una pesadilla de disociación. Despertó en su apartamento, que estaba desordenado con libros y especias dispuestas en patrones rituales que no recordaba haber hecho. El café le sabía a metal. La comida normal le daba náuseas. Salió a un restaurante y se descubrió observando el pulso en el cuello de la mesera con un hambre primitiva que lo horrorizó.

La luz del sol le dolía. Y sentía una atracción magnética que lo llamaba de vuelta a la casona.

Allí se encontró con Elena Cortés, la notaria que había gestionado la compra. “Manuel, te ves diferente”, le dijo ella, observándolo con una curiosidad profesional. Elena le contó que había investigado más sobre la casa. “Es más folclore local que historia”, dijo, “pero fascinante”.

La casa había pertenecido a Sebastián Ibarra en el siglo XVII. Un comerciante conocido por su crueldad y por practicar “rituales poco ortodoxos”, mezclando creencias católicas con ritos indígenas y africanos. “Fue investigado por la Inquisición”, explicó Elena. “La leyenda dice que buscaba la inmortalidad a través de sacrificios. Desapareció misteriosamente en 1785”.

Manuel sintió un escalofrío.

“Pero lo más curioso”, continuó Elena, ajena al terror de Manuel, “es que, a lo largo de los siglos, se decía que varios miembros de la familia Ibarra eran poseídos por el espíritu del fundador. Mostraban cambios de personalidad, conocimientos que no debían tener… y sus ojos cambiaban de color”.

Manuel se detuvo en seco.

“Sí”, dijo Elena, sonriendo levemente. “Según las historias, sus ojos adquirían un tono dorado o ambarino. Supersticiones, claro”.

Esa noche, Manuel se miró al espejo. Sus ojos eran completamente dorados. “¿Qué me está pasando?”, susurró.

Su reflejo sonrió. “Nos estamos adaptando”, respondió su propia boca, sin que él moviera los labios.

A medianoche, una fuerza irresistible lo llevó de vuelta a la casona. La puerta se abrió sola. Podía ver perfectamente en la oscuridad. Se dirigió al muro. Los tablones, que Raúl había vuelto a clavar, estaban arañados desde dentro.

Manuel los arrancó. Esta vez, el hedor le resultó placentero.

“Bienvenido de nuevo”, dijo la voz en su mente, ahora clara y dominante. “Has sido un excelente anfitrión. Tu cuerpo es fuerte. Pero necesito convertirme permanentemente en ti”.

Los huesos en la cavidad brillaron con una luz verdosa. El cráneo con la pieza de plata giró. Dos puntos de luz dorada aparecieron en sus cuencas vacías.

“Soy Sebastián Ibarra”, anunció la voz. “He esperado casi tres siglos. Mis descendientes eran débiles, sus cuerpos me rechazaban. Pero tú… tú eres compatible”.

El cuerpo de Manuel se movió sin su voluntad. Sus manos comenzaron a tomar los objetos, a dibujar símbolos en el suelo con polvos antiguos, a recitar palabras en un idioma muerto. Era el ritual de completación. El alma de Ibarra estaba anclándolo permanentemente, borrando a Manuel.

Desesperado, Manuel luchó internamente. Con un esfuerzo sobrehumano, logró que su mano se desviara, arrojando una figura de hueso y rompiendo la secuencia.

“¡Insensato!”, rugió Ibarra en su mente. El dolor en su cráneo fue atroz.

Aferrándose a su identidad, Manuel forzó a su cuerpo a moverse, centímetro a centímetro, hacia la salida de la sala. “No puedes escapar”, siseó Ibarra. “Incluso si sales, yo sigo dentro de ti”.

Logró llegar al patio y cayó de rodillas. “Ayuda”, susurró.

Su teléfono vibró. Un mensaje de Elena: “Encontré algo importante. Llámame”.

Con sus últimos vestigios de control, marcó. “Elena”, logró articular. “Ayúdame. La casa. Ibarra… está en mí”.

La voz de Elena cambió, volviéndose firme. “Manuel, escúchame. ¿Estás en la casona? Quédate ahí. Voy en camino. ¡Resiste! Sé cómo detenerlo”.

Ibarra se rio. “¿Crees que una simple notaria puede ayudarte?”. Su cuerpo comenzó a levantarse, a caminar de vuelta al ritual.

En un acto final de desafío, Manuel se arrojó contra una columna del patio. El dolor agudo le dio un segundo de claridad. Corrió a un cuarto lateral, agarró un martillo olvidado y regresó a la sala.

“Si no puedo expulsarte”, gritó, “¡destruiré lo que te mantiene aquí!”

Antes de que Ibarra retomara el control, Manuel empezó a golpear los restos. Un aullido inhumano estalló en su mente. Destrozó los cráneos, pulverizó los huesos rituales. Cuando su martillo golpeó y quebró la reliquia de plata, una onda de energía lo lanzó contra la pared opuesta.

Silencio. Absoluto. Dentro y fuera de su cabeza. La presencia se había ido.

Momentos después, Elena Cortés entró, acompañada por un hombre mayor vestido de sacerdote. “¿Manuel?”, preguntó ella. “Creo que sí”, respondió él, exhausto.

El hombre, el Padre Joaquín, explicó la verdad. Elena no era solo una notaria; su familia era parte de un grupo de guardianes que documentaban lo oculto en Zacatecas. Ibarra había sido un brujo poderoso que anclaba su alma a objetos.

“Tuviste suerte”, dijo el sacerdote. “Pocos logran liberarse”.

Pasaron la siguiente hora purificando la casa con agua bendita, sal y rezos en latín y náhuatl. Al amanecer, el trabajo estaba hecho.

“Llama a las autoridades”, le aconsejó Elena. “Diles la verdad. Que encontraste restos y, en un ataque de pánico, los dañaste. No serías el primero”.

Mientras se despedían, Manuel miró la casona. “¿Crees que volverá?”, preguntó.

“Los espíritus como Ibarra nunca desaparecen”, respondió Elena con seriedad. “Simplemente esperan. Pero ahora sabemos que está activo. Estaremos vigilantes”.

Manuel llamó a Raúl. “Contacta a las autoridades”, le dijo. “Y después… voy a poner la propiedad en venta”.

Mientras se alejaba, sintió el sol de la mañana en su rostro, sintiéndose él mismo por primera vez en días. No se atrevió a mirar atrás. Si lo hubiera hecho, quizás habría visto, en uno de los balcones superiores, una silueta formada por sombras, observándolo con dos distantes puntos de luz dorada. El horror en Zacatecas no había terminado; simplemente, estaba buscando un nuevo hogar.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2025 News