El geofísico que descubrió un secreto milenario en el desierto de Sonora y sobrevivió para contarlo: La verdad que las élites no quieren que sepas

El año era 2011, y el lugar, el desierto de Sonora. A una distancia de 100 millas de la estación de investigación de Hermosillo, un equipo de científicos inició lo que parecía ser una misión de investigación trivial. La historia oficial era estudiar las capas de roca, los sedimentos y buscar posibles yacimientos minerales. No había nada especial en esta expedición. Al menos, eso era lo que se nos dijo.

Mi nombre es Daniel Hart, y soy geofísico. Mi trabajo consiste en analizar muestras de roca y manejar georadares. En diciembre de 2011, yo fui uno de los pocos elegidos para esta expedición en el remoto desierto de Sonora. Recuerdo el calor sofocante y el silencio absoluto que envolvía el campamento. Lo que no sabía, era que ese silencio estaba a punto de romperse de una manera que me dejaría marcado de por vida.

Al cabo de una semana, la verdad de la misión se hizo evidente. Nos reunieron en una tienda apartada. El Dr. Matthew Randolf, el jefe de la expedición, nos miró a todos con ojos serios. “Estamos buscando estructuras que no deberían estar aquí”, dijo con voz firme y sin dar más detalles. Nos hizo firmar documentos de confidencialidad y la mayoría lo hizo sin dudar. Yo también firmé. No imaginaba que ese simple acto sellaría un destino que nadie había previsto.

El hallazgo bajo el desierto

Tres días después, los georradaristas del grupo detectaron las primeras anomalías. A tres kilómetros de profundidad, el radar mostró contornos nítidos. En el corazón de la roca se divisaba un arco perfectamente plano. La altura era de unos 60 pies. Se veía que la base se adentraba en un macizo de piedra negra. Las líneas eran tan perfectamente rectas que resultaba imposible que se tratara de un fenómeno natural. Repetimos las mediciones una y otra vez, desde diferentes puntos. No había margen de error.

El radar mostraba algo más que un simple arco; detrás de él, había un vasto espacio, una sala o una red de salas, cuyo tamaño era comparable al de una pequeña ciudad. Aquella noche, el sueño se escapó de mis ojos. El viento aullaba, la tienda temblaba, y en mi cabeza resonaba la misma pregunta: ¿Quién, o qué, podría haber construido algo así?

Al día siguiente, nos adentramos en una mina vertical que se había estado preparando un mes antes de nuestra llegada. Era un túnel estrecho de más de 250 pies de profundidad, equipado con un ascensor y un sistema de ventilación. Bajamos tres de nosotros: yo, el ingeniero Kevin Slone y la geóloga Sara Mitell. Abajo, las paredes de roca brillaban bajo la luz de las potentes lámparas, y en el centro de la plataforma había un paso hacia la roca negra, demasiado liso para ser natural. Me di cuenta de inmediato: era el comienzo del arco que habíamos visto en el radar.

Al acercarnos, nuestros instrumentos enloquecieron. El radar portátil mostraba un vacío detrás de la roca, pero con cada escaneo, los contornos cambiaban, como si alguien estuviera moviendo la pared. Randolf se puso pálido. A las pocas horas, parte del grupo fue evacuado, con la excusa de “complicaciones médicas”. Los que nos quedamos, supimos que la investigación continuaría en un modo diferente, uno que se parecía mucho a una operación militar.

La desaparición de Freeman

Personas vestidas con uniformes negros y sin insignias, con máscaras oscuras, aparecieron en el campamento. No decían nada; solo observaban. Y entonces, ocurrió algo que no puedo olvidar. El Dr. Leonard Freeman, especialista en microbiología, se encontraba parado frente al arco, cuando de pronto, se llevó las manos a los oídos y comenzó a gritar. Aseguraba que oía un zumbido grave que nadie más podía escuchar. Se lo llevaron a la tienda médica, y al anochecer, regresó con las orejas vendadas. Se veían manchas oscuras en las vendas. Más tarde, supe que sangraba por los oídos cada noche sin razón aparente.

Creí que era una coincidencia, pero dos días después, el Dr. Freeman desapareció. Su cama estaba cuidadosamente hecha, y sus cosas personales, recogidas. Nos dijeron que lo habían evacuado por motivos de salud, pero nadie vio un helicóptero. En ese momento, lo entendí: no habíamos encontrado una puerta, habíamos encontrado la entrada a algo que no debería existir bajo el desierto de Sonora.

Volvimos al arco. El aire era más denso, y sentía una presión en el pecho. Los militares bajaron tres enormes generadores e instalaron luces. Cuando la luz iluminó la superficie del arco, vimos que la roca negra no solo estaba tallada, sino pulida, y reflejaba la luz como si fuera metal. No había grietas ni rastros de herramientas. El Dr. Randolf ordenó perforar la pared lateral, pero el taladro no avanzó ni un centímetro. Las brocas se rompieron, y la superficie permaneció lisa.

El despertar de lo que no debería existir

Esa tarde, llegó otro grupo. Eran personas vestidas con trajes grises de pies a cabeza. Instalaron un georradar reforzado, y en la pantalla, detrás del arco, apareció una enorme sala con un techo de más de 60 pies de altura. En el centro, había un objeto de forma irregular. La señal temblaba, como si el dispositivo no pudiera manejarlo. Le pregunté a Randolf qué significaba. “Lo que vinimos a buscar”, respondió secamente.

La noche anterior a la entrada, no pude dormir. Al día siguiente, los militares abrieron el arco. Instalaron un bloque rectangular con cables que iban a los generadores. Cuando lo encendieron, la superficie del arco comenzó a vibrar. Los dientes me castañeteaban. De repente, una línea delgada apareció justo en el centro, se expandió y ante nosotros se abrió un pasillo. No había polvo en el interior, solo un pasillo oscuro y liso. El aire era seco, sin olor, pero demasiado cálido para tal profundidad.

El pasillo descendía y nos llevó a una sala inmensa, tan grande que nuestras linternas solo iluminaban una parte. El techo se perdía en la oscuridad. En el centro, a unos 100 metros, se alzaba una estructura que parecía una columna, pero no era sólida. Desde su interior se escuchaba un zumbido grave y monótono. Sara se acercó, tocó la superficie y su piel se puso blanca. Los militares la apartaron. “¡Nadie toque la columna!”, gritaron.

Fue en ese momento que del techo comenzaron a caer pequeños fragmentos de roca. El pasillo crujió. “¡Fuera de aquí, inmediatamente!”, gritó Randolf. Retrocedimos. El pasillo se estrechaba detrás de nosotros, y logramos salir justo a tiempo. El arco se cerró de nuevo, quedando intacto. Nadie dijo una palabra. Uno de los militares le dijo a Randolf: “Ahora sabemos que funciona”. Esa noche, mis manos temblaban tanto que no podía sostener la taza de té.

Señales de vida y desapariciones en cadena

A la mañana siguiente, el campamento estaba lleno de tensión. Regresamos al arco. Había nuevos equipos, pesados cables, cajas metálicas. Los trajes grises se movían con precisión. Los militares abrieron el paso y entramos por segunda vez. Las linternas revelaron nuevos detalles. En las paredes, había símbolos que parecían hendiduras o un alfabeto desconocido, dispuestos en filas que se perdían en la oscuridad. Eran líneas rectas y ángulos, talladas con una precisión aterradora.

Los soldados rodearon la columna. El zumbido se intensificó. De repente, la luz de una linterna iluminó el suelo cerca de la columna. Yacía algo que parecía un hueso. No era humano ni animal. Era demasiado grueso, con una superficie lisa, incrustado en el suelo junto a un trozo de tela gruesa y negra. “Alguien ha estado aquí antes que nosotros”, me susurró Kevin. Nadie parecía sorprendido, pero Randolf nos empujó lejos del hallazgo. Nos hicieron jurar silencio. Esa noche, oí a Sara llorar en su tienda: “No es una piedra, no es una piedra”.

Las desapariciones continuaron. Primero el Dr. Freeman, luego Kevin. Lo presencié con mis propios ojos. A las 2 a.m., lo seguí hasta el túnel, la curiosidad y la desesperación en su mirada. Él quería pruebas. Abrió la cámara y grabó, pero de repente, la columna emitió un sonido. Las luces se apagaron, y un fuerte estallido resonó en la oscuridad. Cuando las luces parpadearon de nuevo, Kevin ya no estaba. La cámara, con el lente roto, yacía en el suelo. La recogí y huí, mientras el pasillo se cerraba a mis espaldas. Me llevaron a una tienda y me ordenaron guardar silencio. Al día siguiente, el nombre de Kevin fue borrado de la lista, igual que el de Freeman.

A partir de entonces, las cosas se pusieron más extrañas. No solo desaparecían personas, sino también datos. Los archivos de escáneres, los registros de temperatura, las notas de Sara. Todo se borraba de la faz de la tierra. Un día, un guante de Kevin apareció en el pasillo, pero un soldado me empujó, y cuando volví a mirar, el guante ya no estaba. Comprendí que nos estaban usando, que éramos testigos que podían eliminar en cualquier momento.

El momento de la verdad

Tres días después de encontrar el guante de Kevin, nos llevaron de nuevo al arco. Un nuevo equipo estaba allí. La columna comenzó a girar, abriéndose lentamente. Desde su interior, se vislumbró una luz tenue. Los focos revelaron una cámara circular, y en el centro, había algo. Era un objeto macizo, parecido a un capullo o un sarcófago. Medía unos 4 metros y medio de altura, con una superficie lisa y líneas que pulsaban como si tuvieran energía. Randolf susurró: “No es un mineral, es un contenedor”.

Un hombre de traje gris apuntó al sarcófago con un dispositivo. La pantalla parpadeó en rojo. Se oyó un sonido incomprensible. Una grieta apareció en la superficie del capullo, estrecha, fina, pero se extendía. “¡Ya estamos demasiado lejos!”, murmuró Randolf. Y entonces, un sonido que nunca olvidaré: un enorme suspiro.

Las luces se apagaron. Oscuridad total. El único sonido era mi corazón latiendo en mis oídos. Entonces, lo oímos. Un paso pesado, sordo. La silueta de una figura alta, más alta que cualquier persona, se paró junto al capullo roto. Sus contornos eran difusos. Parecía que su cuerpo estaba cubierto de placas óseas. Un soldado disparó, pero el sonido se apagó rápidamente, como si las balas se hubieran perdido en el vacío. La criatura dio otro paso, y un sonido grave, entrecortado, resonó en la sala. Era un jadeo, pero había algo coherente en él. Sentí que el sonido se metía directamente en mi cerebro. Sara gritó. Los militares intentaron bloquear el paso, pero era tarde. La criatura se acercó. A la luz de la única linterna parpadeante, vi una mano larga con dedos delgados y protuberancias afiladas. El cuerpo de un soldado salió volando.

Quería huir, pero mis piernas no respondían. La criatura emitió otro sonido, más agudo. Las lámparas se encendieron de nuevo, y al abrir los ojos, ya estaba en el centro de la sala. “No estaba muerto, lo tenían aquí”, susurró Randolf. Entonces lo entendí: no habíamos hecho un descubrimiento. Habíamos abierto una celda.

“¡Libre!”, resonó un sonido gutural que mi cerebro entendió. Y las luces se apagaron por completo. Oí un grito, y un silencio repentino. Cuando las luces de emergencia se encendieron, la mitad del grupo había desaparecido. Randolf ordenó retirarse. Salimos del pasillo, mientras se cerraba detrás de nosotros.

La criatura no nos persiguió. Se quedó en el centro de la sala, como si solo quisiera ver su “hogar”. Salimos al pozo. Randolf ordenó volar el ascensor para sellar el paso. La carga explotó. El pozo se derrumbó. Pero en ese momento, cuando todo temblaba, oí un rugido procedente de abajo. Era más fuerte que antes. La criatura no había quedado encerrada, se movía. Salimos a la superficie hacia el mediodía. El viento del desierto azotaba la llanura con arena y la visibilidad era de apenas unos metros. Éramos menos de la mitad del grupo original. Nadie hablaba. Todos entendían lo que había sucedido abajo, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta.

Dos horas después de la explosión comenzaron a suceder cosas inexplicables en el campamento. Primero se cortó la comunicación. Los teléfonos satelitales mostraban señal, pero las llamadas no se conectaban. Las radios solo captaban un ruido sordo, como si el aire estuviera lleno de interferencias. Los militares intentaron comunicarse con Hermosillo, pero no obtuvieron respuesta.

Luego comenzaron a desaparecer cosas de las tiendas de campaña. Al principio cosas pequeñas, linternas, pilas, termos, después cajas enteras con equipos. Revisábamos el almacén cada 10 minutos, pero por la mañana lo encontrábamos medio vacío. Al anochecer desapareció la primera persona. Un ingeniero llamado John Meer salió de las tiendas para revisar los cables del generador y no volvió. Sus huellas se perdían a 50 pies del campamento. El viento no podía haber borrado las huellas, simplemente se interrumpían. Lo buscamos durante 3 horas. Cuando regresamos, vimos que había unas líneas ralladas en la pared de una de las tiendas, las mismas que habíamos visto en la sala, en la columna. Sara dijo, “Ha salido, deja marcas”. Por la noche comenzó un rugido, no abajo, sino justo debajo del campamento. La tierra temblaba, las tiendas vibraban, los hombres de trajes grises permanecían en silencio. Solo apretaban con más fuerza sus armas. Hacia el amanecer, el viento amainó y entonces oímos pasos pesados, lentos, sobre la roca. Se acercaban. Los soldados formaron un perímetro. Yo estaba sentado en la tienda con un termo vacío en las manos escuchando cómo hablaban. Luego se oyó un grito, uno solo, breve, entrecortado. Un minuto después, otro. Salimos corriendo. En la arena había huellas profundas, pero no eran humanas. Huellas enormes, alargadas, con largas marcas de dedos. Se alejaban del campamento hacia la cordillera. Nunca encontraron los cuerpos de los soldados. Solo rifles retorcidos como si hubieran apretado el metal con el puño. Randolf ordenó preparar la evacuación, pero los helicópteros nunca llegaron. Sara me dijo en voz baja, no se dirige hacia la cordillera, está rodeándola. Y comprendí que tenía razón. La criatura no se había ido. Estaba dando vueltas alrededor del campamento. Al tercer día después de la explosión, el campamento se convirtió en una trampa. No había comunicación. Las provisiones desaparecían más rápido de lo que las consumíamos. Los generadores funcionaban a trompicones, como si alguien les estuviera quitando la energía. Vivíamos con miedo. Nadie se alejaba de las tiendas más de 20 pies. Incluso allí solo íbamos en parejas, pero eso no servía de nada. Por la noche desaparecieron otros dos, el técnico Oliver y el geólogo Frank. Sus camas estaban cuidadosamente hechas y sus cosas estaban en su sitio. Parecía como si los hubieran borrado de la realidad.

El final del camino

Sara no durmió esa noche. La oí susurrar. Está eligiendo primero uno por uno. Por la mañana encontramos nuevas marcas. Ahora no solo estaban en las tiendas, sino también en la arena. Líneas rectas y ángulos, arañados como con garras formaban una cadena que se adentraba hacia el centro del campamento. Por la noche, los militares decidieron poner centinelas. Colocaron a ocho hombres en círculo, cada uno con una radio, pero a medianoche se perdió la comunicación con ellos uno tras otro. Solo oímos gritos a través de los dos primeros. Luego quedó el silencio. Cuando fuimos a comprobarlo, no había ni cadáveres ni armas, solo huellas en la arena. El rugido bajo tierra se hacía más fuerte. A veces la tierra temblaba tanto que las tiendas se cubrían de arena. Temía que la roca se derrumbara bajo nosotros y volviéramos a encontrarnos abajo junto a la columna. Al cuarto día, todas las personas vestidas con trajes grises habían desaparecido. Sus tiendas estaban vacías, cuidadosamente recogidas.

No sé cómo salí de allí. Tampoco sé qué pasó con Sara o los demás. Sé que estoy aquí, escribiendo esta historia, porque sé que es la única manera de que el mundo sepa lo que está a punto de ocurrir. Ellos lo sabían. Siempre lo supieron. Y en lugar de detenerlo, lo despertaron. El desierto esconde más de lo que imaginamos, y a veces, la verdad es mucho más aterradora que cualquier leyenda.

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