
Era la noche del 23 de marzo de 2013 en Aracaju, Brasil. Tres amigas, unidas por una amistad forjada en los pasillos del instituto en 2004, decidieron reunirse para celebrar. Mariana cumplía 31 años ese día. Ella, junto a Júlia, de 26, y Camila, de 24, eligieron el restaurante Mirante do Mar, un conocido local en la Orla de Atalaia, para festejar.
Llegaron puntuales a las 21:00 horas. Las cámaras del estacionamiento registraron su llegada a las 20:58, descendiendo del Corolla sedán plateado de Mariana. Vestían ropa casual, sonreían. Nada en su comportamiento sugería la tragedia que estaba a punto de desatarse.
Dentro, la noche transcurrió con la normalidad de una celebración entre amigas cercanas. Pidieron camarones, arroz de polvo y dos botellas de vino blanco. Un mesero, Fábio, que atendió su mesa, declararía más tarde a la policía que conversaron animadamente durante toda la comida. No hubo discusiones, ni incidentes. Nadie se acercó a ellas de forma sospechosa.
A las 23:47, Camila, la más joven del trío, subió una foto a sus historias de Instagram. La imagen capturaba el momento: las tres levantando sus copas de vino, sonriendo a la cámara. La leyenda era sencilla y alegre: “Mejores amigas, mejor noche”.
Fue la última publicación. La última señal de vida.
Cinco minutos después, a las 23:52, Mariana pagó la cuenta de R$ 283 con su tarjeta de débito. La transacción fue aprobada sin problemas. A las 23:56, las cámaras del estacionamiento grabaron al Corolla plateado saliendo del local. El auto giró a la derecha en la Avenida Santos Dumont, en dirección al barrio 13 de Julho, donde vivía Mariana.
Y entonces, desaparecieron. La noche se las tragó.
A la 1:15 de la madrugada, Sônia, la madre de Júlia, comenzó a preocuparse. Llamó a su hija. No hubo respuesta. Volvió a llamar a las 2:00. El teléfono saltó directo al buzón de voz. A las 2:30, los mensajes que enviaba ya no mostraban ni una sola marca de “leído”. Presa del pánico, Sônia llamó a Mariana y a Camila. El mismo silencio sepulcral.
A las 3:00 de la mañana, Sônia y su esposo condujeron hasta el apartamento de Mariana. Tocaron el timbre, golpearon la puerta. Nadie respondió. A las 4:10, Sônia entró en la comisaría de guardia y denunció la desaparición de las tres mujeres.
La Policía Civil de Sergipe, bajo el mando del delegado Augusto, actuó con rapidez. Lo primero fue solicitar el rastreo de los teléfonos. La operadora confirmó el peor temor: los tres móviles habían sido apagados casi simultáneamente, en un corto intervalo entre las 00:10 y las 00:20. La última localización registrada fue en la Avenida Barão de Maruim, a unos 6 kilómetros del restaurante, en una ruta plausible hacia la casa de Mariana.
Las patrullas recorrieron las calles esa misma madrugada. No había rastro del Corolla.
Pasaron 48 horas de angustia. El domingo por la mañana, la policía solicitó las imágenes de las cámaras de seguridad de la Avenida Santos Dumont y las calles adyacentes para trazar la ruta del vehículo. La respuesta que recibieron transformó un caso de desaparición preocupante en un enigma aterrador.
Siete cámaras de seguridad clave, pertenecientes a la concesionaria responsable de la vía, habían presentado “fallos técnicos” precisamente entre las 20:40 y las 00:30 de aquella noche. Un técnico confirmó más tarde que no fue un fallo: el sistema había sido desconectado remotamente. Alguien, con acceso y conocimientos avanzados, había creado un punto ciego digital exactamente en el momento y lugar en que las tres amigas debían pasar. La policía abrió una investigación por sabotaje que nunca llegó a ninguna conclusión.
El lunes 25 de marzo, a las 7:40, un residente de São Conrado, una zona rural a 12 kilómetros del centro, encontró el Corolla. Estaba estacionado en un camino de tierra, junto a una zona de mata densa.
La escena dentro del vehículo era surrealista. Las puertas estaban cerradas con llave. La llave estaba puesta en el contacto. El interior estaba limpio, ordenado, sin el más mínimo signo de violencia o lucha. No había sangre, no había huellas dactilares desconocidas. En el asiento trasero estaban los bolsos de las tres. Dentro, sus carteras, documentos, llaves de casa. Nada había sido robado.
Solo faltaban tres cosas: Mariana, Júlia y Camila. Y sus tres teléfonos celulares.
La policía científica y los bomberos peinaron la mata circundante durante dos días con perros rastreadores. No encontraron absolutamente nada.
El delegado Augusto comenzó a investigar las vidas de las víctimas, buscando un motivo. Pero no había ninguno. Mariana, administradora, tenía una relación estable de dos años con un ingeniero civil llamado Rafael. Júlia, diseñadora gráfica, estaba soltera y enfocada en su carrera. Camila, estudiante de pedagogía, había terminado un noviazgo de ocho meses tres semanas antes, pero la ruptura había sido tranquila.
Tanto Rafael, el novio de Mariana, como Bruno, el exnovio de Camila, fueron interrogados exhaustivamente. Ambos tenían coartadas sólidas. Rafael estaba en una barbacoa con ocho amigos que confirmaron su presencia. Bruno estaba en una fiesta, confirmado por 17 testigos. No había enemigos conocidos, ni deudas, ni vínculos con actividades ilícitas.
Las pistas eran escasas y confusas. Una llamada anónima con voz distorsionada afirmó haber visto a las mujeres subiendo a un vehículo oscuro en la Avenida Barão de Maruim, coincidiendo con el último ping de los celulares. Un conductor de aplicación vio un SUV oscuro parado allí. Una vigilante nocturno, Paulo, vio dos coches parados, uno claro y otro oscuro, pero no le dio importancia.
El caso se enfrió. Las familias organizaron vigilias, protestas y campañas en redes sociales. Sônia, la madre de Júlia, creó una página que acumuló 17.000 seguidores. “No sabemos si están vivas o muertas. No tenemos respuestas. No tenemos paz”, declaró Denise, madre de Camila, a la prensa.
Pasaron los meses. Luego, los años. El delegado Augusto fue transferido. La delegada Patrícia asumió el caso en 2014. Revisó todo, ordenó nuevas pericias al coche, exploró nuevas áreas. Nada. El caso de las tres amigas de Aracaju se convirtió en un fantasma, una herida abierta en la ciudad.
El 17 de abril de 2016, tres años y un mes después de la desaparición, la verdad, o al menos una parte de ella, emergió de la tierra.
En Santa Maria, un barrio alejado del litoral, operarios de la constructora Alvorada preparaban un terreno abandonado para un nuevo condominio. A las 10:30 de la mañana, el operador de una retroexcavadora, Marcos, detuvo la máquina. Había golpeado algo a un metro y medio de profundidad. Pensó que eran huesos de animal. Al mirar más de cerca, supo que estaba equivocado.
La policía acordonó la zona. Los peritos forenses comenzaron una exhumación cuidadosa. Encontraron tres conjuntos de restos óseos, dispuestos uno al lado del otro en una cova rasa (fosa superficial). No había ataúdes, ni restos de ropa, ni objetos personales.
Se tomaron muestras de ADN de las familias, que ya estaban en la base de datos de desaparecidos. Cinco días después, el resultado fue positivo. Eran Mariana, Júlia y Camila.
El hallazgo fue un golpe devastador para las familias, que pasaron del tormento de la esperanza a la agonía del luto. Pero para la policía, era la primera pista real en tres años. Ahora sabían dónde. Comenzaron a investigar el “quién” y el “por qué”.
El terreno donde fueron encontradas había pertenecido a una empresa llamada Parque Verde Empreendimentos, que había dejado el lote abandonado y sin vigilancia desde 2011. Era accesible para cualquiera.
La nueva investigación, ahora dirigida por la delegada Patrícia y un grupo de trabajo, fue tan frustrante como la primera. El estado de los huesos impidió determinar la causa exacta de la muerte. Se identificaron fracturas en las costillas de Júlia y Camila, pero era imposible saber si ocurrieron antes o después de la muerte. No había signos de balas o cuchillos.
Se investigó a los empleados de la constructora, a los antiguos vigilantes del terreno. Nada. Se rastrearon registros de compra de palas y herramientas en la ciudad. Nada.
La policía volvió a centrarse en Rafael y Bruno. Sus coartadas se mantuvieron firmes incluso tres años después. Bruno se negó a someterse a una prueba de polígrafo, pero su negativa no era una prueba de culpabilidad.
El caso era un rompecabezas con las piezas más cruciales desaparecidas. Quienquiera que las haya matado, había planeado meticulosamente cada paso.
Primero, el sabotaje de las cámaras de seguridad, un acto que requería conocimientos técnicos avanzados. Segundo, la intercepción en la Avenida Barão de Maruim. Tercero, el traslado del coche de Mariana a un punto (São Conrado), dejándolo limpio y cerrado para confundir. Cuarto, el transporte de los tres cuerpos 18 kilómetros en otra dirección (Santa Maria) para enterrarlos en un lugar abandonado, todo sin dejar un solo rastro forense.
Era un crimen de una sofisticación aterradora.
En octubre de 2016, seis meses después de encontrar los cuerpos, la delegada Patrícia admitió públicamente que la investigación estaba estancada. “Hemos agotado todas las líneas de investigación”, declaró. “No tenemos sospechosos. No tenemos testigos fiables. No tenemos pruebas materiales suficientes”.
Hoy, más de una década después, el caso sigue oficialmente abierto, pero sin solución. Es el mayor enigma criminal en la historia de Sergipe. El restaurante Mirante do Mar cerró en 2018. La constructora Parque Verde quebró en 2019, y el terreno donde Mariana, Júlia y Camila fueron encontradas sigue abandonado, cubierto por la maleza.
Los celulares y la ropa que llevaban esa noche nunca fueron encontrados. Las preguntas siguen resonando: ¿Quién las mató? ¿Por qué? ¿Y cómo lograron ejecutar un crimen tan perfecto? La verdad sobre lo que sucedió en esa corta noche de marzo de 2013 sigue enterrada, tan profundamente como los secretos que los asesinos se llevaron consigo.