El aire en Creel, Chihuahua, tiene una cualidad inconfundible. Es un aliento frío de pino y montaña, un aroma que se cuela en los huesos y se mezcla con el calor reconfortante del humo de leña que se escapa de las chimeneas. Es un lugar donde el tiempo parece fluir al ritmo de los amaneceres y atardeceres sobre los cañones, un refugio para aquellos que buscan la armonía en la naturaleza. Pero hace siete años, ese ritmo tranquilo se rompió por completo. El 15 de marzo de 2014, el pueblo se vio envuelto en un misterio que lo ha atormentado desde entonces: la inexplicable desaparición de Roberto Mendoza y su hija, Sofía.
Roberto, un hombre de 42 años con la piel curtida por el sol y una sonrisa que tranquilizaba incluso a los turistas más nerviosos, era una figura indispensable en la comunidad. Como guía turístico, no solo conocía los senderos de la Sierra Tarahumara como la palma de su mano, sino que su pasión por la naturaleza era contagiosa. Sofía, su hija de 14 años, era una digna heredera de esa pasión. La llamaban cariñosamente la “pequeña exploradora”. Con su cabello negro trenzado y una curiosidad insaciable, soñaba con estudiar biología y regresar a la sierra para trabajar en su conservación. La profunda conexión entre padre e hija se había fortalecido aún más desde la trágica muerte de la madre de Sofía, María Elena, tres años antes. Para Roberto, su hija era el ancla que lo mantenía a flote, y para Sofía, su padre era un universo de conocimiento y seguridad.
Ese fatídico sábado, padre e hija partieron para una de sus expediciones de exploración, esas caminatas que hacían cuando no tenían clientes, adentrándose en las áreas más remotas y desafiantes de la sierra. Su objetivo: encontrar un grupo de cuevas Raramuri abandonadas, un hallazgo que Roberto esperaba añadir a su catálogo de rutas. El plan era sencillo y, para un guía tan experimentado como él, casi rutinario: salir a las 7 de la mañana y estar de vuelta en casa a las 6 de la tarde. En el camino, Roberto envió un mensaje de texto a su hermano, Carlos, un simple y tranquilizador “Regreso tarde. No se preocupen”. Fue el último contacto que el mundo exterior tuvo con ellos.
Cuando las 8 de la noche llegaron sin noticias, la preocupación de Carlos se convirtió en angustia. A las 10, con las llamadas al celular de Roberto yendo directamente al buzón de voz, la realidad golpeó con una fuerza innegable. Habían desaparecido. El pánico se apoderó de Creel. El lunes por la mañana, la búsqueda se intensificó. Un equipo de rescate de la Policía Estatal de Chihuahua, helicópteros y perros rastreadores se unieron a los esfuerzos de la policía local y a un grupo de voluntarios liderado por el propio Carlos. La desaparición de Roberto, un hombre que vivía y respiraba la sierra, era un enigma que nadie podía descifrar. La camioneta Ford de Roberto fue encontrada exactamente donde la había dejado, en un claro a 8 km de Creel. Las huellas de sus botas y un envoltorio de barra energética, que Sofía solía llevar, fueron las primeras y últimas pistas sólidas encontradas.
La búsqueda se centró en una vasta área de 50 kilómetros cuadrados, un laberinto de cañones, mesetas y formaciones rocosas. El terreno era traicionero, y la esperanza se desvanecía con cada día que pasaba. La única pista adicional fue un pedazo de tela azul, identificado como parte de la chaqueta de Sofía, encontrado enganchado en una rama a 3 km de la última ubicación conocida. A pesar de los esfuerzos, los perros rastreadores no pudieron seguir el rastro más allá de ese punto. La búsqueda oficial se suspendió una semana después, dejando a la comunidad con más preguntas que respuestas. La familia Mendoza, destrozada, se vio obligada a vivir en un limbo de dolor y especulación. ¿Sufrieron un accidente? ¿Se perdieron y encontraron refugio en alguna cueva oculta? ¿Fueron víctimas de un crimen? El caso, sin pruebas concretas y sin un cuerpo, se convirtió en uno de los mayores misterios de la región. El tiempo pasó, los años se convirtieron en un recuerdo borroso y la esperanza se desvaneció, dejando a un pueblo entero con un doloroso vacío.
Pero el destino, o la propia naturaleza, a veces guarda secretos por un tiempo, esperando el momento adecuado para revelarlos. Siete años después de la desaparición, la verdad emergió de la manera más inesperada. En el verano de 2021, un leñador local, un hombre de 68 años llamado Juan, se adentró en una zona de la sierra conocida por sus árboles caídos y su densa vegetación. Mientras buscaba troncos para cortar, se tropezó con algo que parecía una rama enterrada en un área de tierra removida. Al desenterrarla, se dio cuenta de que no era una rama, sino un trozo de madera de un color inusual. Juan, un hombre curioso, continuó excavando y encontró un pedazo de tela gruesa y deteriorada que parecía ser el resto de una mochila. El hallazgo no le pareció de gran importancia en ese momento, pero la curiosidad lo llevó a buscar más. Lo que encontró lo dejó paralizado.
A unos metros de la mochila, entre dos rocas enormes, Juan encontró un cuaderno de cuero. Estaba parcialmente enterrado, pero el cuero había resistido la prueba del tiempo. Abrió el cuaderno con cuidado, con la esperanza de encontrar un nombre o una pista, y encontró algo mucho más valioso: un diario de rutas escrito meticulosamente. Las primeras páginas detallaban rutas de senderismo en la Sierra Tarahumara, descripciones de flora y fauna, y la letra, aunque desvanecida, era clara y ordenada. En las últimas páginas, la escritura cambiaba, tornándose más apurada. Una de las últimas entradas, con fecha 15 de marzo de 2014, decía: “Subida más dura de lo que pensamos. La meseta no es la que nos dijo Don Aurelio. Sofía dice que vio algo…”. En ese momento, Juan se dio cuenta de que estaba ante una evidencia crucial. Había oído las historias de la desaparición de Roberto y Sofía Mendoza, un misterio que se había vuelto parte del folclore local, y su corazón dio un vuelco.
Con manos temblorosas, Juan revisó las últimas páginas, encontrando una serie de coordenadas GPS anotadas, una dirección hacia el este y una nota final que decía: “Vamos a intentar un desvío, Sofía cree que las cuevas están al sur”. Juan supo entonces que tenía en sus manos la clave de un misterio que había atormentado a un pueblo por siete años. Salió de la sierra y se dirigió a la estación de policía de Creel, donde entregó el cuaderno. El comandante Herrera, el mismo oficial que había participado en la búsqueda original, recibió la evidencia con una mezcla de asombro y esperanza. Inmediatamente, se organizó un nuevo equipo de búsqueda, esta vez con la información precisa de las coordenadas y notas de Roberto. El lunes por la mañana, un grupo de rescate, liderado por el comandante Herrera y Carlos Mendoza, se adentró en la sierra, siguiendo la ruta descrita en el cuaderno de Roberto.
Las coordenadas de la última anotación de Roberto los llevaron a un barranco remoto, un lugar que no había sido explorado a fondo en la búsqueda inicial debido a su difícil acceso. Era un área tan densa y rocosa que el helicóptero no podía volar a baja altura y los perros no podían seguir un rastro continuo. En la base del barranco, bajo un saliente rocoso, el equipo hizo el hallazgo que puso fin a siete años de incertidumbre. Encontraron los restos de Roberto y Sofía Mendoza, junto con sus mochilas, su equipo de primeros auxilios y una cámara de fotos. La escena no mostraba signos de lucha, solo la triste evidencia de un accidente. El informe forense posterior confirmó la causa de la muerte como hipotermia, concluyendo que quedaron atrapados en el barranco sin forma de escalar y expuestos a las inclemencias del tiempo. El leñador Juan había encontrado el cuaderno de Roberto, que había quedado parcialmente enterrado por un pequeño deslizamiento de tierra.
La verdad, aunque dolorosa, trajo un cierre tan necesario a la familia Mendoza y al pueblo de Creel. Roberto, en su último acto, había dejado una nota de despedida en su diario, un mensaje para Carlos, donde explicaba que Sofía había sufrido una caída que le había impedido continuar. En sus últimas líneas, le pedía perdón a su hermano por no haber sido más cuidadoso, pero en realidad, su único error fue subestimar la naturaleza traicionera de la sierra. Sofía y Roberto, la guía y la pequeña exploradora, habían encontrado su destino en el corazón de la tierra que tanto amaban. El entierro, aunque un evento doloroso, fue un momento de paz para la familia y la comunidad. El leñador Juan fue honrado en una ceremonia privada, y el cuaderno de Roberto, la evidencia que lo cambió todo, fue devuelto a Carlos, quien lo atesora como un recordatorio del último acto de amor de su hermano, dejando un rastro para que la verdad saliera a la luz.
El misterio de la desaparición de Roberto y Sofía Mendoza ha sido resuelto. El eco de sus pasos, perdido por siete años en las montañas, finalmente ha sido escuchado. La sierra, que a veces es tan indomable, mantuvo el secreto de su destino y ahora, de una manera humilde y silenciosa, ha devuelto a Creel la paz que tanto necesitaba.