
El Diario Sellado: Cómo Seis Adolescentes Pagaron con sus Vidas el Secreto de la Sierra de Otontepec 33 Años Después
La mañana del sábado 17 de julio de 1982, el aire en la Sierra de Otontepec, a las afueras de Tuxpan, Veracruz, estaba denso y húmedo, aún cargado por las lluvias recientes. En este entorno boscoso, seis adolescentes, con edades entre 14 y 16 años, participaban en una excursión escolar. Eran estudiantes del bachillerato técnico agropecuario número 13, jóvenes llenos de la curiosidad que es propia de esa edad y con sus futuros atados a mochilas escolares desgastadas. Lo que comenzó como una pausa para el desayuno se convirtió en el inicio de una de las desapariciones más inexplicables y dolorosas en la historia del estado.
Aproximadamente a las 6:23 de la mañana, en un impulso que pudo haber sido solo aventura, los seis muchachos tomaron un desvío no autorizado. Se internaron por una vereda secundaria, casi invisible y cubierta por la maleza, que descendía abruptamente hacia un barranco oculto por helechos y árboles de sombra espesa. Nadie los volvió a ver. La rutina de un campamento confiado impidió que su ausencia fuese notada de inmediato; no fue sino hasta casi media mañana que la falta de los seis recorrió el campamento como una corriente helada.
El Misterio que el Bosque Devoró
Al principio, la reacción fue la de una búsqueda rutinaria, asumiendo que los jóvenes estarían recolectando muestras o tomando notas en otra sección del bosque. Pero al llegar la hora del almuerzo, la inquietud se transformó en alarma. A las 13:40, la coordinación del campamento contactó a Protección Civil, desatando una operación de búsqueda masiva que pronto se tornó caótica. Profesores, guías, voluntarios, y padres de familia se dispersaron por la sierra, gritando nombres que se ahogaban entre la densa vegetación.
Se trajeron perros rastreadores desde Poza Rica y se sumaron helicópteros a la operación, todo en vano. La ausencia de cualquier evidencia tangible era lo más perturbador. No se hallaron huellas, ni restos, ni siquiera una suela extraviada o una prenda de vestir. Era como si Alejandro, Miguel Ángel, Daniel, Jorge Iván, Eduardo y Rubén se hubieran desvanecido entre los árboles. La hipótesis más inmediata, un accidente como una caída fatal o una crecida súbita, se derrumbaba una y otra vez ante la falta absoluta de un indicio probatorio. La Sierra de Otontepec, conocida por su inaccesibilidad, parecía haberlos tragado por completo.
Una semana después de la desaparición, el 24 de julio, una hoja de papel llegó a la dirección del instituto en un sobre cerrado. Sin remitente ni firma, solo contenía una frase escrita a mano que se archivó en el expediente, para luego ser olvidada: “El silencio es lo único que queda cuando se acaba muy hondo.” Con el paso de los meses, las brigadas de búsqueda se apagaron. El campamento fue clausurado y el sendero no autorizado por donde se internaron los jóvenes desapareció bajo la vegetación, como si nunca hubiera existido. El expediente, frío y voluminoso, acumuló polvo en una estantería municipal, un testimonio del abandono oficial.
Treinta Años de Espera y Olvido Institucional
Para las familias —los Robles, los Márquez, los Soto, los Padilla, los Sarmiento y los Vázquez— la incertidumbre se convirtió en un pozo sin fondo. Aunque las búsquedas formales se mantuvieron activas solo hasta principios de octubre de 1982, la realidad era que, sin hallazgos ni pistas confiables, la maquinaria oficial comenzó a frenarse con el desgaste habitual de los casos sin testigos. En Tuxpan, la vida cotidiana prosiguió su curso, pero en las casas de las familias, los relojes se detuvieron.
Los padres insistieron con marchas silenciosas y cartas al gobierno, mientras algunas madres recorrían los caminos con linternas, dejando fotografías plastificadas de sus hijos colgadas en los postes. A partir de diciembre, los periódicos locales dejaron de cubrir el suceso con regularidad. Los rostros de los seis jóvenes fueron desplazándose desde la primera página hacia la sección del olvido. En marzo de 1983, la Procuraduría General del Estado entregó a las familias una actualización escrita, un informe técnico y neutro, desprovisto de consuelo. Aunque formalmente se mantenía abierto, el informe era, en esencia, una despedida burocrática.
Los años siguientes estuvieron marcados por rumores infundados. Se habló de supuestos avistamientos en mercados y bares, e incluso se rumoreó que los jóvenes habían huido para unirse a algún grupo en la sierra. Ninguno de estos relatos superó la mínima prueba de verificación. La esperanza se volvió una forma de lenta tortura. En 1986, las mochilas escolares, uniformes y otras pertenencias de los jóvenes fueron devueltas a sus familias, etiquetadas como objetos recuperados, lo cual solo incrementó la carga emocional. La tragedia personal continuó; en 1991, el señor Marcelino Márquez, padre de Miguel Ángel, sufrió un deceso repentino mientras ofrecía una entrevista de radio sobre la lentitud del proceso judicial. Finalmente, en 1994, la fiscalía clausuró el expediente original, reetiquetándolo como “no resuelto, sin elementos para continuar”, sellando formalmente la herida con cemento frío y archivándolo en la sección de desapariciones históricas.
Sin embargo, el olvido no era universal. En 2013, una estudiante de antropología de la Universidad Veracruzana, investigando el caso para su tesis, encontró una hoja suelta entre los documentos originales. Deteriorada por el tiempo, una frase escrita a lápiz en el reverso captó su atención: “Jorge quiso gritar, pero lo agarraron primero.” Ella entregó una copia en su tesis, sin saber que esta frase, aparentemente aislada, sería la pieza clave dos años más tarde.
33 Años Después: La Tierra Habla
Para agosto de 2015, el caso de los seis adolescentes era ya parte del olvido institucional. Pero en una inspección geológica de rutina, la Sierra de Otontepec decidió revelar su secreto. El 19 de agosto de 2015, una brigada de geólogos del INEGI realizaba un estudio topográfico en una zona remota de la reserva, recientemente reabierta por lluvias intensas que desplazaron rocas y ramas. El ingeniero responsable, Efraín Lugo, detectó una anomalía en la señal magnética de sus instrumentos, un campo de interferencia irregular que no correspondía con ninguna formación natural.
Entonces, vieron lo impensable. En la ladera del barranco, oculta por raíces y vegetación petrificada, emergía una estructura rectangular de concreto liso, sin marcas ni acceso visible. Tenía el tamaño aproximado de una caseta pequeña. Lo perturbador no era solo su forma, sino su ubicación: no había camino, ni sendero, ni registro de edificación alguna en ese sector. A unos pasos, entre la tierra removida, hallaron una mochila escolar en estado avanzado de deterioro. Dentro, una libreta de espiral con páginas húmedas y ennegrecidas llevaba en la portada un nombre apenas legible: R. Vázquez M. El hallazgo detuvo la jornada y se notificó de inmediato a la Procuraduría.
El área fue acordonada. Inspeccionada con cámaras de fibra óptica, el interior de la estructura provocó escalofríos. No era un depósito ni una cisterna, sino una cámara cerrada. Sus paredes internas estaban forradas parcialmente con madera y cobijas. En el centro, había lo que parecían ser fragmentos óseos dispersos entre latas corroídas y zapatos infantiles. Las mochilas, aunque irreconocibles en su mayoría, aún conservaban restos de útiles escolares. Una de ellas contenía un boleto de autobús fechado en julio de 1982. Habían permanecido allí más de tres décadas.
El Testimonio del Encierro y el Nombre Grabado
La noticia se filtró a la prensa. En Tuxpan, el recuerdo de los seis jóvenes regresó con la fuerza de un trueno ahogado. Los familiares, ya envejecidos, recibieron la llamada con una mezcla de incredulidad, rabia y profundo desconsuelo. Los trabajos para abrir la estructura duraron dos semanas, utilizando herramientas manuales para preservar cualquier rastro. El hedor contenido al retirar las losas superiores fue descrito como un acto violento, como si el destino trágico de los jóvenes hubiese estado esperando su turno para hablar.
El forense confirmó que se trataba de restos humanos de al menos cuatro personas, todos menores al momento del deceso. El ADN sería cotejado con las familias. En el fondo del refugio, pegada a una de las paredes, se halló la pieza más importante: una libreta con varias hojas intactas en el centro. Escritas a lápiz con caligrafía irregular, las entradas narraban los días dentro del confinamiento.
Los fragmentos, estremecedores, revelaron la verdad sobre el suceso: “Nos escondieron porque vimos la excavación oculta. Jorge quiso gritar, pero lo agarraron primero. No hay luz, solo silencio.” La escritura se volvía más caótica conforme avanzaban las páginas, relatando la desesperada rutina: turnos para empujar la puerta, rezos nocturnos, el deterioro físico de algunos. En una esquina de una tabla resquebrajada, alguien había escrito varias veces con letra temblorosa un nombre: Crescencio.
Los peritos no tardaron en asociar el refugio con un intento desesperado de protección. La estructura no tenía ventilación ni espacio adecuado. No parecía una prisión formal, sino una improvisación. Las pruebas de ADN en noviembre y diciembre de 2015 confirmaron que los restos pertenecían a Rubén Vázquez Maldonado, Jorge Iván Padilla León y Eduardo Sarmiento Castillo, y aunque la degradación complicaba el análisis completo, los expertos aseguraron que los seis adolescentes habían estado juntos y compartieron el mismo destino dentro de aquella cámara sellada.
La Confesión de un Guardián del Secreto
El nombre “Crescencio” se convirtió en el primer rastro concreto. No figuraba en los informes oficiales, pero al rastrillar archivos laborales antiguos de la Secretaría de Medio Ambiente, los investigadores hallaron que en 1982 un hombre llamado Crescencio Barradas Tejeda trabajaba como guardabosques auxiliar en la zona de Otontepec. Su nombre desaparecía de los registros laborales poco después de julio de 1982.
Tras una orden de localización emitida por la Fiscalía Especializada en Delitos del Pasado, Barradas fue ubicado en una comunidad cercana a Papantla. Había continuado su vida, trabajando como encargado de una bodega agrícola. Fue citado a declarar el 26 de enero de 2016. Inicialmente, negó todo, pero cuando le mostraron las fotografías de la estructura subterránea y la libreta con su nombre escrito, se cubrió el rostro y repitió: “Yo no los toqué. No los toqué.”
Durante ocho horas, Crescencio Barradas confesó. Relató que en julio de 1982, él trabajaba bajo órdenes de dos hombres —conocidos como ‘el licenciado’ y ‘Don Oyo’— quienes utilizaban ciertas zonas de la sierra para ocultar operaciones ilícitas. Una mañana, mientras transportaban bultos sospechosos que él intuía que contenían restos humanos hacia una excavación oculta en una grieta natural, fueron sorprendidos por los seis adolescentes.
Los jóvenes, testigos involuntarios de una escena atroz, fueron alcanzados mientras intentaban huir. La orden fue clara: confinarlos en el ‘cuarto viejo’, una estructura olvidada. Barradas obedeció, llevó cobijas, latas de conserva y agua. Los jóvenes suplicaron, uno de ellos pidiéndole que avisara a su madre. Él no supo qué responder. Cubrió la entrada con piedras, tierra y láminas. Les dijo que volvería pronto, pero no regresó. Durante más de 30 años guardó el secreto, a cambio de una suma de dinero y su traslado de zona. En sus propias palabras, lo hizo por miedo: “Si decías algo, eras el siguiente en esa excavación oculta.”
La Justicia sin Consuelo
Los dos hombres mencionados por Barradas estaban ya fallecidos. No podían ser juzgados, pero Barradas sí. El 14 de marzo de 2016 se le dictó prisión preventiva. Las madres de los jóvenes, sentadas en primera fila durante la audiencia, lo miraron sin gritos ni lágrimas, solo con una firmeza silenciosa. El 28 de junio, un juez lo sentenció a 33 años de prisión por complicidad en un suceso trágico con resultado de fatalidad, privación ilegal de la libertad y ocultamiento agravado de restos humanos. Un año por cada año de silencio impuesto a las familias.
La reapertura del caso, impulsada por la opinión pública y la presión mediática, generó consecuencias más allá del tribunal. La Fiscalía General del Estado anunció una iniciativa para revisar al menos 18 expedientes de desapariciones similares en áreas protegidas de la región entre 1975 y 1990. El caso de los seis adolescentes abrió una puerta que muchos preferían cerrada, revelando un patrón de jóvenes que vieron demasiado, salieron a explorar y fueron silenciados.
El 7 de agosto de 2016, en el claro donde fue hallada la estructura, las familias regresaron para una ceremonia silenciosa. Dejaron los fragmentados restos de sus hijos donde fueron encontrados, en ese refugio convertido ahora en altar. Allí, colocaron una cruz de hierro oxidado y una placa de latón: “Aquí descansan los que vieron demasiado. Que el silencio no los cubra otra vez.”
La hermana menor de Rubén leyó en voz baja un fragmento del diario, un murmullo persistente en el viento: “nos escondieron porque vimos la excavación oculta.” La memoria de Alejandro, Miguel Ángel, Daniel, Jorge Iván, Eduardo y Rubén no regresó como consigna política, sino como una historia ineludible. Aunque la justicia llegó sin júbilo y sin ofrecer el consuelo de una verdad plena, al menos confirmó una cosa: existieron, vieron un secreto que no debían ver, y el olvido ya no podrá cubrirlos. El sitio, ahora un Memorial Juvenil de Otontepec, permanece como un recordatorio de que el silencio no es inocente, sino una condena que debe ser resistida.