
En agosto de 2015, el vibrante caos de la Ciudad de México era el hogar de Mateo y Ana Valdés. Él, un arquitecto de 31 años, detallista y apreciado en su firma; ella, una enóloga de 29 años, cuyo talento la acababa de colocar en un puesto de ensueño en los prestigiosos “Viñedos del Marqués”, en el próspero estado de Querétaro. Para celebrar su aniversario y el nuevo trabajo de Ana, planearon una última aventura antes de la mudanza: un viaje de tres días a la mágica Huasteca Potosina. Dejaron a su hija de cinco años, Sofía, con los abuelos en la capital, empacaron sus mochilas y su cámara, y se dirigieron hacia las cascadas turquesas y la selva esmeralda.
El 27 de agosto, las cámaras de una gasolinera en la salida a Querétaro capturaron sus últimos momentos conocidos: Mateo llenando el tanque de su camioneta, Ana comprando café y agua. Horas después, se registraron en una pequeña posada cerca de Ciudad Valles. El plan era sencillo: tres días de senderismo, kayak y desconexión total.
Fueron vistos por última vez esa tarde por un guía local cerca del río Tampaón. Intercambiaron un saludo y se adentraron en un sendero. Luego, el silencio.
Cuando la pareja no regresó el 30 de agosto, la preocupación se transformó en angustia. El 31 de agosto, su camioneta fue localizada en el estacionamiento de un embarcadero, cerrada y sin signos de violencia. Dentro, unas gafas de sol y un mapa de la región. Las llaves no estaban.
El 1 de septiembre de 2015, la Fiscalía General del Estado (FGE) de San Luis Potosí, apoyada por Protección Civil y guías locales, lanzó una operación de búsqueda masiva. Liderados por la experimentada inspectora Sofía Ríos, más de 30 personas, perros de rastreo y lanchas peinaron el área. Pronto encontraron un campamento improvisado a un par de kilómetros del sendero principal: una tienda de campaña, sacos de dormir y mochilas. Las pertenencias estaban en desorden, como si hubieran huido de algo. En una de las mochilas, con las pertenencias de Ana, había una foto de su hija Sofía.
Los perros siguieron un rastro hasta la orilla del río, donde encontraron una bota de senderismo de hombre y un termo metálico. El rastro luego se desvanecía en el agua. El 4 de septiembre, encontraron una gorra con las iniciales “MV”. Fue lo último.
El 6 de septiembre, la operación se suspendió. La conclusión oficial fue un golpe devastador para la familia, pero común en la región: “Desaparición probable como resultado de un accidente en el río o caída en una zona de difícil acceso. Cuerpos no recuperados”. El caso de los Valdés se archivó, sumándose a los misterios no resueltos de la sierra.
El Macabro Hallazgo
Octubre de 2023. Ocho años después. Un campesino local, Leonel Pérez, buscaba a un animal perdido en una zona densa y poco transitada, a varios kilómetros de donde la pareja fue vista por última vez. Su perro comenzó a escarbar cerca de unas raíces expuestas, desenterrando un hueso blanquecino. Leonel pensó que era de un animal, hasta que vio la forma inconfundible de un cráneo humano.
La FGE de San Luis Potosí acordonó la escena. El área era remota y de difícil acceso. Junto al cráneo, los peritos encontraron más restos óseos esparcidos, probablemente por la fauna local, y jirones de una chaqueta de senderismo. Pero fue un objeto metálico el que capturó la atención de todos: un descorchador oxidado, de diseño artesanal. El mango, aunque corroído, mostraba un grabado distintivo: un racimo de uvas estilizado.
El análisis dental confirmó la peor de las sospechas: los restos pertenecían a Mateo Valdés. Pero el examen forense reveló lo que la búsqueda de 2015 no pudo: no fue un accidente. El cráneo de Mateo presentaba una fractura severa en la parte parietal, producto de un traumatismo contundente. El informe fue claro: “La naturaleza de la lesión no es compatible con una caída. Fue infligida por un tercero”.
Mateo Valdés había sido asesinado. Y el descorchador artesanal era ahora la pista clave.
La inspectora Sofía Ríos, ahora jefa de la unidad de homicidios, reabrió el caso. El lugar del hallazgo estaba a kilómetros del campamento original. El descorchador se convirtió en la pieza central. Los expertos determinaron que era un artículo de recuerdo de alta calidad, hecho en un lote limitado para una bodega específica.
La investigación los llevó directamente de la selva potosina a los viñedos de Querétaro, a “Viñedos del Marqués”, la bodega donde Ana Valdés iba a comenzar a trabajar.
La Conexión de Querétaro
La inspectora Ríos desempolvó los archivos de la bodega. Descubrió que Ana, en junio de 2015, había tenido un conflicto con un colega durante su proceso de inducción: Julián Garza, el asistente de enología. Los registros mencionaban una “conducta inapropiada” y “acoso” por parte de Garza, que fue minimizado por la gerencia. Entrevistas con antiguos empleados confirmaron la obsesión. Julián le mostraba una “atención excesiva”, le enviaba mensajes y regalos.
Lo más alarmante: los registros de personal mostraron que Julián Garza se tomó tres semanas de “licencia personal” justo después de la desaparición de los Valdés. Y los registros de las casetas de cobro de la autopista Querétaro-San Luis Potosí revelaron algo escalofriante: un auto registrado a nombre de Garza cruzó hacia San Luis Potosí el 28 de agosto de 2015 y regresó a Querétaro el 29 de agosto, en las fechas exactas de la desaparición.
En enero de 2024, la inspectora Ríos viajó a Querétaro, haciéndose pasar por una periodista de una revista de vinos. Julián Garza era ahora el enólogo jefe, un hombre de unos 40 años, impecable y profesional. Habló con pasión sobre las barricas y la fermentación, pero cuando Ríos mencionó el nombre de Ana Valdés, su mirada se endureció.
“Sí, la recuerdo. Una tragedia terrible”, dijo con frialdad. Cuando se le preguntó por el descorchador grabado, respondió demasiado rápido: “Claro, los dábamos a clientes VIP. No es raro que estén por ahí”.
Pero la visita de Ríos dio frutos. Un técnico de mantenimiento veterano, Pedro Colmenero, se le acercó discretamente. “Julián no siempre fue tan tranquilo”, le dijo en voz baja. “Después de que Ana desapareció, él se esfumó. Cuando regresó, era otra persona. Distante, frío”. Colmenero confirmó haberlos escuchado discutir semanas antes del viaje. Escuchó a Julián gritar: “Si no eres mía, no serás de nadie”.
El Horror en la Cava
Con el testimonio de Colmenero y los registros de las casetas, Ríos obtuvo una orden de cateo para la bodega “Viñedos del Marqués”. El 11 de febrero de 2024, un convoy de la Fiscalía y peritos forenses interrumpió la calma del viñedo. A Julián Garza se le notificó a las 9:05 a.m. Se mantuvo impasible, preguntando solo si era “por un asunto administrativo”.
La búsqueda se centró en una antigua cava de concreto, detrás de la sala principal de fermentación: la “Sección de Reserva Privada”. El acceso estaba restringido; solo Julián tenía la llave.
Tras forzar la cerradura, encontraron escaleras que descendían a un sótano húmedo. El aire olía a vino añejo y a algo más, algo metálico y rancio. Al fondo, una sala iluminada por tenues lámparas contenía hileras de barricas. En el centro, separadas del resto, había tres barricas cubiertas con una lona.
Una de ellas tenía una marca de tiza blanca: “AV 2015”.
Los forenses la abrieron. Un olor nauseabundo a vino picado y descomposición llenó el aire. Dentro no había líquido, sino una masa oscura y viscosa. Cuando comenzaron a drenar el sedimento, algo emergió.
Era un esqueleto humano parcial, acurrucado en el fondo de la barrica.
El cuerpo había estado sumergido en el vino durante años. Junto a los restos, encontraron un trozo de tela que coincidía con la ropa de Ana y un pequeño pendiente de plata.
Cuatro días después, el análisis de ADN confirmó lo que la inspectora Ríos ya temía. Los restos pertenecían a Ana Valdés.
Confesión de una Mente Enferma
Julián Garza fue arrestado por el doble homicidio. Durante horas, negó todo. Pero la evidencia era irrefutable. Las partículas de tierra de la Huasteca en la camioneta que usó en 2015, el ADN.
Bajo la presión, finalmente colapsó. “Ella no quería entenderme”, dijo. “Tenía que estar conmigo”.
La confesión detallada heló la sangre de los agentes. En agosto de 2015, cegado por la obsesión, se enteró del viaje de aniversario. Los siguió desde Querétaro hasta la Huasteca. Esperó a que estuvieran en un sendero remoto y confrontó a Ana. Cuando Mateo intervino, se desató una pelea. Julián, que llevaba una herramienta de metal, golpeó a Mateo hasta matarlo.
Luego, amenazó a Ana, aterrorizada, y la obligó a ir con él. La asesinó en un lugar apartado. Condujo el cuerpo de Ana de regreso a Querétaro en su camioneta, mientras Mateo yacía en la selva potosina. Escondió el cuerpo de Ana en la cava de la bodega, sumergiéndolo en la barrica.
Cuando se le preguntó por qué, Garza respondió sin emoción: “El vino necesita tiempo. Se transforma. Quería que ella se quedara conmigo, que fuera parte de mi creación”.
En abril de 2024, Julián Garza fue declarado culpable de ambos homicidios calificados y sentenciado a prisión vitalicia.
Para la familia Valdés, y para Sofía, ahora una adolescente que creció marcada por la tragedia, fue un final tardío y aterrador para ocho años de incertidumbre. La bodega “Viñedos del Marqués” fue clausurada. El caso de los “desaparecidos de la Huasteca” se cerró, no como un accidente, sino como el acto final de una obsesión que convirtió el vino en una tumba.