
El año era 1998. La Ciudad de México, esa metrópolis que nunca duerme, se preparaba para una noche lluviosa de rutina. Sin embargo, para la policía de la capital y la comunidad, esa noche se convertiría en un enigma que duraría más de dos décadas. Dos oficiales, dos compañeras, dos mujeres llenas de vida, Ana Navaro y Clara Moncada, se desvanecieron en el aire. La última llamada de radio fue tranquila, casi casual. La última grabación de su cámara de salpicadero se cortó a mitad de frase. La lluvia, que esa noche caía sin piedad, lavó cualquier rastro. Lo único que quedó fue un silencio ensordecedor que perforaría el corazón de una familia y atormentaría a un departamento de policía.
El caso de las oficiales Navaro y Moncada se convirtió en una leyenda de fantasmas en el mundo de la ley y el orden. Las búsquedas no arrojaron nada. La desesperación se convirtió en resignación. Cada octubre, la familia de Ana se reunía, no para celebrar, sino para recordar. Las velas se encendían y las viejas fotos se desempolvaban, pero la esperanza se desvanecía. Marisol, la hermana menor de Ana, veía cómo cada año se hacía más pesado, cómo la vida de su hermana se reducía a un clip de 30 segundos en las noticias locales. Un clip en blanco y negro que mostraba las dos siluetas moviéndose hacia una camioneta, con la lluvia cayendo y las luces de emergencia parpadeando. Luego, nada.
Pero para el detective Enrique Cruz, el caso nunca estuvo realmente cerrado. Siendo un novato en 1998, presenció de primera mano la desesperación de sus superiores. El sentimiento de impotencia lo siguió a lo largo de su carrera. El caso Navaro-Moncada se convirtió en una carga personal. Cada octubre, sacaba el grueso archivo, lo extendía sobre su escritorio y revisaba cada detalle, cada declaración, cada pista sin resolver. Esta vez, sin embargo, el ritual tomó un giro inesperado. Un sobre de papel manila sin dirección de remitente fue deslizado por debajo de su puerta. Dentro, una sola foto Polaroid de una hacienda abandonada, con el número de la unidad de Ana y Clara, el 47, pintado con pintura roja. El corazón de Cruz dio un vuelco.
Este fue el comienzo de un juego macabro, un juego de gato y ratón con un fantasma del pasado. La hacienda, a 15 millas de donde se vio por última vez a las oficiales, guardaba un secreto escalofriante. Cruz encontró un mensaje grabado en la madera: “Nunca nos fuimos”. Las letras estaban talladas profundamente, como si alguien hubiera querido que el mensaje durara para siempre. Al mismo tiempo, Marisol Navaro recibió un mensaje de texto anónimo que la dirigía a la misma hacienda. Una fuerza inexplicable, una mezcla de terror y esperanza, la llevó a colaborar con el detective Cruz. Juntos, descubrieron una caja de madera enterrada. Dentro, un radio roto, una linterna oxidada y una placa, la de la oficial Clara Moncada. Era la confirmación que la familia había anhelado por dos décadas: sus hermanas habían estado allí. Pero si la placa de Clara estaba ahí, ¿dónde estaba la de Ana?
Las preguntas, los textos anónimos y las pistas crípticas continuaron. “Revisa el maletero otra vez”, susurró una voz anónima en el teléfono de Cruz. Él, impulsado por una intuición que iba más allá de lo profesional, lo hizo. En el maletero de la patrulla, escondido por más de dos décadas, encontró un mensaje tallado en el metal oxidado: las iniciales de Ana Navaro, “AN”. No era un error de fabricación, no era un rasguño. Era un grito de auxilio, una última muestra de valentía y desesperación.
Los mensajes continuaban. Marisol, con el corazón destrozado, recibió un texto que decía: “Una placa encontrada, una aún esperando”. El juego de los secuestradores era claro. Estaban jugando con el dolor de la familia, revelando lentamente sus secretos. Cruz y Marisol revisaron de nuevo los archivos del caso. Encontraron una entrevista ignorada de 1998 con un mecánico, Vicente Pérez. Un hombre que dijo haberle soldado el maletero a la camioneta. Su ADN, encontrado en el maletero, confirmó su historia. Pérez, ahora un anciano con el peso del pasado en su rostro, fue confrontado. No dio respuestas, solo una advertencia sobre “el chico”. La persona que estaba con el hombre que le llevó la camioneta en 1998. El misterioso informante de los mensajes anónimos.
El caso tomó un nuevo giro cuando Pérez desapareció. La única pista que dejó fue un mensaje grabado en su mesa de la cocina: “Pregúntale al chico”. Marisol y Cruz se dieron cuenta de que no estaban lidiando con un simple caso sin resolver, sino con una elaborada venganza orquestada por alguien que había crecido con el secreto. Los archivos les dieron un nombre: Ricardo Carroza Pérez, el hijo de Vicente, que desapareció poco después de las oficiales. Su rastro se borró, pero no sus mensajes.
La búsqueda de Ricardo los llevó a un viejo rancho de la familia. La casa estaba abandonada, pero los neumáticos frescos revelaron que alguien había estado allí recientemente. En la cocina, encontraron una caja de almuerzo de plástico azul. Dentro, no había comida, sino una pila de Polaroids. La primera foto mostraba a Ana Navaro, en uniforme, sonriendo. Pero las fotos siguientes contaban una historia de horror. El secuestro. Las marcas en el maletero. Las dos mujeres en la hacienda.

La última foto en la caja mostraba a Ana y Clara de rodillas, con las manos atadas, frente a una figura oscura. La silueta era reconocible: un hombre alto con un niño a su lado. El niño, la causa de todo este misterio. Era Ricardo, un niño que, por alguna razón, guardaba el secreto del crimen. Él no solo fue testigo, sino que se convirtió en una parte integral del juego.
El caso de las oficiales Ana Navaro y Clara Moncada nunca fue sobre un secuestro fallido. Fue sobre un secreto, una traición y la lenta y calculada venganza de alguien que creció con un trauma. Un trauma que lo obligó a convertirse en el guardián de un horrible misterio. Una historia que finalmente sale a la luz.