El caso Ajusco: El asesino fue capturado, pero la identidad del remitente de la “piedra con coordenadas” sigue siendo el mayor misterio.

Septiembre de 2016. El Parque Nacional Cumbres del Ajusco, el imponente pulmón verde al sur de la Ciudad de México, estaba siendo azotado por una tormenta atípica. Vientos feroces y lluvias torrenciales arrancaban oyameles centenarios de raíz como si fueran cerillos. Entre el caos, un brigadista comunitario, David Montero, evaluaba los daños cerca del arroyo Eslava. Mientras limpiaba un sendero bloqueado, algo llamó su atención en el tocón partido de un árbol caído. No era resina. Era una roca oscura y lisa, del tamaño de la palma de una mano, meticulosamente envuelta en tiras de cinta de aislar descolorida.

Lo que encontró debajo heló la sangre de la capital y reabrió una de las heridas más profundas de la Ciudad de México. Era un trozo de papel plastificado con un conjunto de coordenadas, grabadas con una precisión inquietante. Montero aún no lo sabía, but sostenía en sus manos la clave que desvelaría el destino de Julián Solís y Elena Robles, desaparecidos seis años atrás en un caso que se había enfriado hasta convertirse en una dolorosa leyenda urbana.

El Día que el Bosque Guardó Silencio

 

Para entender la magnitud del hallazgo, debemos retroceder al 23 de mayo de 2010. El clima en el Ajusco era la antítesis de la tormenta de 2016. Era un domingo de primavera perfecto, con cielos despejados y el aire limpio. Julián Solís, de 24 años, un ingeniero de software en Santa Fe, y su novia, Elena Robles, de 22, diseñadora gráfica en la colonia Condesa, eran jóvenes, vibrantes y senderistas experimentados. Dejaron su Jetta plateado en el estacionamiento de la “Y” del Circuito Ajusco, firmaron el registro de visitantes a las 9 de la mañana y charlaron brevemente con otro excursionista, Miguel Reeves.

Reeves recordaría más tarde que parecían confiados y bien equipados. “Julián bromeó diciendo que si no llovía por la noche, sería una victoria”, testificó. Su plan era una caminata de tres días hasta la zona de la “Laguna Escondida”. Nunca regresaron.

La alarma sonó la mañana del 26 de mayo. Julián no se presentó a su trabajo. Elena estaba ilocalizable. Cuando elementos de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC) y guardabosques encontraron el Jetta plateado exactamente donde lo habían dejado, cerrado y sin signos de violencia, se desató una de las operaciones de búsqueda más grandes que la capital recordaba.

Durante más de dos semanas, cientos de voluntarios de la UNAM, elementos de la Guardia Nacional y helicópteros del agrupamiento “Cóndores” peinaron el denso terreno. Revisaron barrancos, cuevas y cada centímetro del bosque de pinos y abetos. No encontraron nada. Ni sus mochilas, ni su tienda de campaña color verde brillante, ni una sola bota. Era como si el Ajusco, conocido por sus misterios, se los hubiera tragado. A finales de junio, la búsqueda activa se suspendió. El caso se convirtió en un fantasma, un “caso frío” que atormentaba a sus familias y desconcertaba a las autoridades.

La Tormenta que Rompió el Sello

 

Seis años después, esa piedra encontrada por David Montero cambió las reglas del juego. La tormenta, al derribar ese oyamel específico a kilómetros del sendero original, había revelado un mensaje oculto. La Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México (FGJ-CDMX) tomó la custodia del hallazgo. El análisis fue rápido: no había huellas dactilares. Las coordenadas, tan nítidamente marcadas, parecían estampadas con un punzón, no escritas.

Los números apuntaban a un lugar remoto, en los límites de Tlalpan y el Estado de México: una gravera abandonada conocida como “La Sombra”. El lugar había estado inactivo desde 2008, un páramo de bloques de hormigón cubiertos de musgo y fosas llenas de tezontle. Un lugar perfecto para esconder un secreto.

El equipo de investigación, liderado por la Detective Sofía Campos —quien, irónicamente, había sido una joven oficial en la búsqueda de 2010—, llegó al lugar. Las coordenadas señalaban un terreno que parecía “antinaturalmente nivelado”. El radar de penetración terrestre confirmó sus peores temores: detectó anomalías bajo la superficie.

Trajeron maquinaria pesada y un equipo del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO). El trabajo fue lento y metódico. El tercer día, un perito levantó la mano. Habían encontrado un trozo de tela de un color naranja brillante. Pocos minutos después, la pala golpeó algo duro. Cambiaron a herramientas manuales. Desde la tierra compactada, emergió la parte superior de un cráneo humano.

A dos metros de profundidad, encontraron lo que quedaba de Julián Solís y Elena Robles. Los dos esqueletos estaban en una posición caótica, “como si hubieran sido arrojados con prisa”. Junto a ellos, restos de una mochila de nylon desgarrada y una linterna rota. Los registros dentales confirmaron sus identidades. El caso de personas desaparecidas se cerró y se abrió una investigación por doble homicidio.

El Diario del Ermitaño

 

La detective Campos ahora tenía cuerpos, pero necesitaba un asesino. El examen forense pintó una imagen brutal. Julián había muerto por un golpe devastador en la nuca con un objeto contundente y pesado. Elena había sido estrangulada; sus vértebras cervicales estaban fracturadas.

Campos volvió a los archivos de 2010, buscando algo que hubieran pasado por alto. Y lo encontró. Múltiples informes de excursionistas de esa misma semana de mayo de 2010. Todos mencionaban a un hombre agresivo, de barba gris, vestido con ropa desgastada, que les gritaba que estaban en “su tierra”.

Los informes de los guardabosques de 2009 y 2010 identificaron a este hombre: Mateo “El Ermitaño” Vargas, un ex-velador de la gravera conocido por su comportamiento errático y territorial. La policía obtuvo una orden para registrar su cabaña improvisada cerca de la zona. Allí, en medio del desorden, encontraron el eslabón perdido: un diario.

Las páginas de finales de mayo de 2010 eran escalofriantes. Vargas se quejaba de “dos fresas” (término despectivo para jóvenes de clase alta) que deambulaban por “su lugar”. Escribió: “No se dan cuenta de que esto no es un parque y no es su tierra”.

Luego, las líneas que sellaron su destino: “Instalaron un campamento en mi tramo. Creen que el bosque es de todos. Nunca ha sido así”. Y finalmente: “Tuvimos que tomar medidas… La vieja mina sabe muchos secretos. La tierra lavará los pecados”.

El círculo se cerró. Los registros de la gravera “La Sombra” confirmaron que Mateo Vargas había trabajado allí hasta su cierre en 2008. Él era una de las pocas personas que conocía cada pozo y túnel de ese lugar abandonado.

La Fría Confesión

 

El arresto de Mateo Vargas fue tranquilo. En la sala de interrogatorios de la Fiscalía, frente a la detective Campos, negó todo. Estuvo en silencio hasta que ella deslizó sobre la mesa las fotocopias de su diario.

El cambio fue inmediato. Vargas, reconociendo su propia letra, comenzó a hablar. Su voz era monótona, desprovista de emoción. Describió cómo encontró el campamento de Julián y Elena. “Se comportaban con demasiada libertad”, dijo. Se enfrentó a ellos, exigiéndoles que se fueran.

Según su confesión, Julián se interpuso entre él y Elena y comenzó a discutir. Vargas, que llevaba una “herramienta de metal” (probablemente una llave de cruz), lo golpeó una vez en la nuca. “Estaba de metiche”, fue su única justificación. Cuando Elena intentó huir, la persiguió, la atrapó y la estranguló. “Me di cuenta de que tenía que terminar el trabajo”, dijo.

Usando su conocimiento íntimo de la gravera, transportó los cuerpos, los arrojó a la fosa y los cubrió con tezontle y basura, convencido de que “la tierra se lo traga todo si lo pones bien”. No mostró arrepentimiento. Para él, no fue un asesinato; fue la ejecución de dos intrusos que violaron las reglas de su mundo.

El Último Secreto del Bosque

 

El juicio de Mateo Vargas en 2017 fue rápido. Con el diario, la confesión y las pruebas forenses, el jurado lo declaró culpable. Fue sentenciado a prisión vitalicia en el Reclusorio Norte.

Las familias de Julián y Elena finalmente pudieron darles un entierro adecuado en el Panteón Francés. La madre de Elena dijo que, por primera vez en años, sintieron una sensación de cierre, aunque fuera doloroso.

El caso estaba oficialmente cerrado. Pero una pregunta, la más importante, seguía flotando en el aire, sin respuesta.

¿Quién dejó la piedra?

Los investigadores confirmaron que no fue Vargas. La cinta de aislar no coincidía con nada en su cabaña. Las coordenadas estaban estampadas, no escritas a mano. La piedra en sí no era típica de esa zona del bosque. El análisis del árbol mostró que la piedra había sido colocada allí mucho después de los asesinatos, pero antes de la tormenta de 2016.

Alguien más sabía. Alguien conocía el secreto de Vargas y la ubicación de la tumba. Alguien esperó años y luego, usando un método anónimo e ingenioso, confió en que la naturaleza, o el destino, eventualmente derribaría ese árbol y revelaría la verdad.

El asesino está tras las rejas, pero el misterioso “mensajero” que guio a la policía hacia la justicia sigue siendo un fantasma. El Ajusco entregó a Julián y Elena, pero se aferró a su último secreto.

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