El aterrador viaje de tres chicas mexicanas. Una aventura aparentemente inocente terminó en tragedia y un secreto enterrado durante 15 años.

El aire de octubre en San Pedro, enclavado en la Sierra Madre Oriental, es frío y agudo, cortando la piel como una navaja. Para Pablo el Ermitaño, que ha pasado los últimos ocho años viviendo en la serenidad y el aislamiento de los densos bosques de la sierra, el frío es un viejo amigo. Conoce cada sendero, cada arroyo y cada rastro en un radio de diez kilómetros de su humilde choza. Pero en esta tarde de otoño de 2009, la familiaridad de los bosques le trajo una revelación espeluznante.

Pablo estaba recogiendo leña cuando su linterna se deslizó sobre algo que no encajaba: una tienda de campaña medio podrida, oculta por un manto de follaje. Lo primero que notó fue la cuerda. Era una cuerda de nailon sintético, de un naranja brillante y nuevo, contrastando con el estado descompuesto de la tienda. En ella colgaban unas prendas desgastadas por el tiempo, pero aún reconocibles: una chaqueta de mezclilla con el nombre bordado de “Mariana“, un suéter de venados, tres pares de calcetines y un reproductor de casetes Sony Walkman, un modelo que había dejado de fabricarse más de dos décadas atrás. Un escalofrío, más profundo que el aire helado, le recorrió la columna vertebral. “Híjole, Dios santo”, susurró, y su aliento se convirtió en un pequeño vapor blanco.

El macabro hallazgo de Pablo se conectó inmediatamente con un caso de desaparición que había asolado a San Pedro por más de una década y media. A solo tres semanas de este evento, el 2 de octubre de 2009, la sargento Gabriela de la Cruz, una mujer de 70 años, había llamado a la estación de policía local para preguntar por el caso de su hija Mariana y sus dos amigas, desaparecidas en 1994. “Han pasado 15 años, y todavía las espero”, dijo con voz temblorosa. El oficial de turno, el Sargento Castillo, le respondió que no había nueva información. El caso había sido cerrado. Pero la historia de la familia de la Cruz no era la única que esperaba un milagro.

El destino tenía otros planes. Pablo corrió hacia la estación del guarda del parque, donde se encontró con Miguel Valdés. Con un físico robusto y un rostro curtido por los vientos, Valdés era un hombre de acción. “¡No toques nada!“, gritó a Pablo, que se había quedado a unos tres metros de la tienda, paralizado por el miedo. “Yo las recuerdo“, murmuró Valdés, con la mirada fija en la tela descolorida de la carpa. “Eran tres chavas de la ciudad: Mariana de la Cruz, Sofía Ocampo y Alejandra Vargas. Fue en julio del 94. Yo acababa de empezar a trabajar como ayudante de guarda”.

El interior de la carpa era una cápsula del tiempo. Además de las prendas de la cuerda, había tres sacos de dormir cuidadosamente enrollados, unas mochilas en la parte trasera cubiertas de moho, y un compás con una aguja que giraba salvajemente. La escena se volvió aún más extraña con el descubrimiento de unas fotos Polaroid esparcidas por el suelo. En ellas, se veían a tres jóvenes sonriendo, posando frente a un lago. Una de las fotos, sin embargo, era diferente. La imagen estaba rasgada en el borde, pero mostraba cuatro personas. La mano de alguien con un reloj de hombre descansaba en el hombro de Mariana. “Quizás alguien estaba con ellas”, sugirió Pablo. “O quizás no”, respondió Valdés sombríamente.

A mediodía, un equipo de policías y el joven y ambicioso investigador Antonio Campos, se presentó en el lugar. Campos asumió inmediatamente el control del caso. “¿Por qué no se encontró la tienda de campaña en el 94?”, preguntó a Valdés. “Porque no la buscamos aquí”, respondió el guarda del parque. “Su ruta planificada era hacia el Lago Blanco. Pero esto… esto es la ladera occidental. No se suponía que estuvieran aquí, pero aquí están”, señaló Campos.

Horas después, apareció Ricardo Gómez, un hombre de 48 años con una apariencia juvenil y costosa ropa deportiva. “Escuché en la radio”, dijo con la voz entrecortada. “¿Es cierto? ¿Encontraron sus cosas?” Campos le preguntó quién era. “Yo era el novio de Mariana“, respondió Ricardo con la voz temblorosa. “Nos veíamos desde hacía dos años. Íbamos a casarnos después de que se graduara”. Recordó el escándalo que montó cuando se detuvo la búsqueda. “¡Claro que lo hice! Se rindieron después de dos semanas, pero yo busqué por un mes entero”, dijo Ricardo. “Pero no encontré nada. Era como si nunca hubieran existido”. De su bolsillo, sacó una vieja foto: las tres amigas, y una cuarta, cuya cara estaba borrosa. “Ella es Elena Salas“, explicó. “La cuarta amiga. Ella debía ir, pero a último momento se enfermó”. El investigador preguntó dónde estaba Elena ahora. “Aquí en San Pedro, trabaja como psicóloga. Nunca se recuperó”.

Ese mismo día, Elena Salas llegó al lugar con un grupo de voluntarios. Parecía tranquila y profesional. “Debí haber estado con ellas“, le dijo a Campos con voz firme. “Planeamos el viaje durante seis meses. La noche anterior, me dio fiebre. 39 grados. Mi mamá no me dejó ir”. Campos le preguntó si recordaba algo extraño antes del viaje. “Mariana estaba nerviosa. Ella y Ricardo tuvieron una discusión la noche anterior. Algo sobre la ruta. Él quería que fueran por el Lago Blanco porque era más seguro, pero ella insistía en ir al Lago Negro porque era más bonito”.

Campos regresó a la tienda de campaña. Dentro de una de las mochilas, encontró un diario de cuero. “5 de julio, segundo día”, leyó en voz alta. “Llegamos a la bifurcación. Valdés se apareció de nuevo, dice que está vigilando para que no nos perdamos. Mariana está muy nerviosa, dice que es raro”. “¡Las protegía!“, interrumpió Valdés, furioso. “Esas chavas de la ciudad no sabían lo peligroso que es el bosque”. El investigador continuó leyendo: “6 de julio. Decidimos cambiar la ruta. Iremos por el paso occidental hasta el Lago Negro. Mariana dice que Valdés no se dará cuenta. Sofía tiene miedo, pero Alejandra la apoya”. Valdés murmuró, “Me mintieron. Me dijeron que iban al Lago Blanco, pero…”

La última entrada del diario fue la más inquietante: “7 de julio. Valdés está aquí de nuevo. Mariana está llorando. Dice que la había estado siguiendo desde la ciudad. Sofía quiere volver. Mañana nos vamos de este campamento, si algo nos pasa…” El texto terminaba abruptamente. Todos se quedaron mirando a Valdés. “¡No manches! ¡Es una locura!“, siseó, “Estaba en la tala de árboles, a 50 kilómetros de aquí. Tengo documentos”. Pero en su voz, la incertidumbre ya estaba sembrada. Ricardo, que trabajaba con documentos, rápidamente apuntó a que los papeles de Valdés eran una falsificación. “Trabajo con documentos desde hace 20 años”, afirmó. “Esa tinta es nueva”. El guarda se puso rojo de furia.

En la estación, un compás con las iniciales M.V. (Miguel Valdés) fue encontrado entre las pertenencias de las chicas. Valdés lo reconoció como suyo. “Se lo di a Mariana en la bifurcación para que no se perdieran”, dijo. “Pero en el diario dice que Mariana te tenía miedo”, señaló Campos. Valdés, furioso, golpeó la mesa. “Ella lo malinterpretó. La advertí que si se desviaban, se lo diría a la policía. Por eso estaba tan alterada”.

En un giro inesperado, Elena Salas, la cuarta amiga, pidió hablar. “Puedo mostrarte algo”. Sacó un diario de su bolso. “Es mi diario de ese verano”. Leyó una entrada del 2 de julio: “Mariana me llamó llorando. Ricardo volvió a golpearla. Tenía un moretón en el hombro. Quería ir de excursión para pensar las cosas”. Ricardo saltó de su asiento. “¡Es una mentira! ¡Yo nunca…!” Pero las sospechas estaban sembradas.

Un anciano vecino de Ricardo, de setenta años, recordó que Ricardo había tomado prestado un bidón de gasolina el 7 de julio, diciendo que iba a la casa de un amigo. Pero el amigo no recordaba su visita.

La investigación de las pertenencias de la carpa arrojó otro misterio. La cuerda donde colgaban la ropa fue fabricada después de 2005. Alguien había colgado las cosas recientemente. Un joven detective, David, sugirió que quizás el asesino había regresado para crear una escena mística. Elena Salas, en cambio, comentó que “quizás el verdadero culpable teme que las nuevas tecnologías lo atrapen, por lo que ha creado pistas falsas”.

Una antigua coartada de Valdés y los registros de una tala de árboles, donde supuestamente trabajó, resultaron ser falsos. A pesar de esto, se descubrió que él había estado siguiendo a las chicas, pero por una razón que parecía inocente: protegerlas de los osos. Mientras las pruebas contra Valdés crecían, un hallazgo inesperado lo exoneró. Pablo, el ermitaño, encontró una vieja cámara de fotos enterrada por su perro a dos kilómetros de la carpa. La película se había salvado.

Las imágenes en la película, sin embargo, revelaron algo que cambió todo. Se veían a las tres amigas en un campamento diferente, en las orillas del Lago Negro. La última foto era una figura borrosa, que las fotografiaba desde la orilla. Una figura con ropa clara y el cabello recogido en una cola de caballo, como Elena solía llevarlo en 1994. Las declaraciones de la enfermera de Elena, que había trabajado con ella en la clínica, confirmaron que Elena había pedido aspirinas en grandes dosis para subir su temperatura. Las pruebas forenses de su viejo coche, un viejo carro que le había dejado su padre, revelaron un mapa de la ruta al Lago Negro y rastros de sangre de una de las chicas. La sangre estaba en el asiento del conductor.

Finalmente, Elena confesó. En una historia macabra de amor y obsesión, admitió que había seguido a las chicas esa noche. “Yo la amaba, güey”, confesó entre lágrimas. “Mariana me veía como una amiga, pero se veía con Ricardo, permitía que la maltratara”. Esa noche, Mariana la descubrió y la confrontó. “Gritó que estaba loca, que era una pervertida, que necesitaba ayuda. La empujé, no fuerte, solo para que se callara. Pero ella estaba en el borde, cayó. Sofía se lanzó a ayudarla y también cayó. Alejandra intentó detener a Sofía y se fue con ella. Sucedió tan rápido”.

Elena relató que Alejandra, con la columna vertebral rota, le rogó que la matara para acabar con su sufrimiento. “Le puse una inyección de morfina que llevaba conmigo desde el laboratorio”. Quince años después, regresó al lugar y colgó las ropas en una cuerda nueva para crear un misterio.

Justo antes de su arresto, le dijo a Ricardo, “La neta, Mariana iba a dejarte después de ese viaje. Escribió en su diario que había conocido a otra persona… a Valdés. El guarda del parque”. A pesar de que el diario había sido destruido, la revelación dejó a Ricardo sin palabras. Los cuerpos de las tres amigas fueron encontrados donde Elena lo había dicho, al fondo de un barranco. Junto a los restos de Mariana había un medallón con la fotografía de un joven Miguel Valdés. Elena Salas fue condenada a 15 años por triple homicidio. “La amaba más que a mi vida“, dijo en el juicio. “Pero hay amores que no deberían existir”.

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