El apagón que se la tragó: 13 años después, un dron revela la “cámara secreta” oculta en la vieja textilera de Puebla donde Ámbar dejó su último mensaje

La noche del 14 de agosto de 2010, una tormenta eléctrica brutal azotó el valle de Puebla, dejando a decenas de municipios sin luz. En el pequeño poblado industrial de San Gabriel, el silencio que siguió al trueno fue absoluto. A las 8:50 p.m., las calles quedaron en penumbra, iluminadas solo por los relámpagos esporádicos.

En medio de ese caos atmosférico, Ámbar Nájera, una estudiante de preparatoria de 16 años, caminaba apresurada de regreso a casa. A las 9:07 p.m., envió un mensaje de texto a su madre, Doña Inés: “Ya voy, ma. Está bien oscuro pero ya me falta poco”. Seis minutos después, su celular se apagó. Ámbar nunca cruzó el umbral de su puerta.

Durante trece largos años, su nombre se sumó a la dolorosa lista de desaparecidos que lacera a México. La versión oficial de la Fiscalía local fue la de siempre: “Seguro se fue con el novio”, “ya volverá cuando se le pase el berrinche”. Pero Inés sabía que su hija no era así. Ámbar era tranquila, devota de sus libros y temerosa de preocupar a su familia.

Doña Inés se convirtió en una de tantas madres buscadoras, recorriendo semefos, pegando carteles en los postes de luz y escarbando en terrenos baldíos con la esperanza de encontrar algo, lo que fuera. Sin embargo, nunca miraron hacia el lugar donde la señal del celular murió: la Ex Fábrica Textil San Gabriel.

El imponente edificio de ladrillo rojo, clausurado tras la crisis económica de los 90, era un elefante blanco que el municipio había condenado por riesgo de derrumbe. Nadie entraba ahí, o al menos eso se creía. El caso se enfrió, las carpetas se archivaron y el polvo cubrió el recuerdo de Ámbar en la memoria del pueblo, hasta que la curiosidad de un joven cambió el destino de la investigación en 2024.

Beto Rojas, un creador de contenido dedicado a la exploración urbana (Urbex) y a relatar leyendas locales, decidió volar su dron sobre la vieja textilera para un especial de YouTube. Buscaba fantasmas, pero encontró una evidencia criminal.

Al revisar el material grabado en el ala este —una zona prohibida por su inestabilidad—, notó algo que no encajaba con la decrepitud del lugar: una losa de concreto extrañamente lisa, limpia y sellada, que contrastaba con los techos colapsados y la maquinaria oxidada. Esa anomalía arquitectónica, un parche moderno en un edificio muerto, fue la pista que Inés había esperado por más de una década.

La presión mediática tras la publicación del video obligó a la Fiscalía General del Estado a actuar. Se montó un operativo con peritos y binomios caninos. Al llegar al punto señalado por el dron, los agentes tuvieron que usar rotomartillos para abrir lo que parecía un muro ciego. Lo que descubrieron al otro lado hizo que incluso los policías más curtidos se persignaran.

No era un hueco cualquiera. Era una habitación de tres por cuatro metros, construida con ladrillo y mortero desde el interior de la fábrica. Un cuarto oculto, sin ventanas, diseñado para contener. En el suelo, cubierto por una capa de polvo de años, yacía un colchón podrido, envoltorios de galletas antiguas y, en una esquina, una mochila escolar color rosa desgastado.

Cuando los peritos abrieron la mochila, encontraron una credencial de estudiante con la foto de Ámbar y un cuaderno donde, en la primera página, se leía una frase escrita con pluma azul que retumbó en el silencio del lugar: “Sigo aquí”.

El hallazgo reclasificó el caso de desaparición a privación ilegal de la libertad y homicidio. La escena hablaba de alguien que conocía el lugar como la palma de su mano. Y las sospechas no tardaron en apuntar a un nombre. Cerca de la entrada sellada, medio enterrada en el escombro, apareció una linterna de metal pesado, de esas antiguas que usaban los guardias de seguridad. Al limpiarla en el laboratorio, revelaron un grabado casero en la base: “R. Duarte”.

Raimundo Duarte había sido el velador de la fábrica durante treinta años. Un hombre solitario, conocido en el barrio por ser huraño y “muy religioso” a su manera. Raimundo había fallecido en 2015 por complicaciones de diabetes y alcoholismo, llevándose su secreto a la tumba. Cuando los ministeriales interrogaron a su viuda, una mujer mayor llamada Doña Cata, la verdad comenzó a brotar entre llantos.

Cata confesó que, en los años posteriores al cierre de la fábrica, Raimundo seguía yendo a hacer “rondines” nocturnos, aunque ya nadie le pagaba. Decía que iba a su “lugar de paz”. En sus últimos años, el hombre deliraba, hablando de proteger a las “niñas inocentes” de la maldad del mundo, del ruido y del pecado.

“Él creía que las estaba salvando”, murmuró la viuda, entregando a las autoridades una caja de zapatos que había encontrado en el ropero de su marido y que nunca se atrevió a abrir por miedo.

Dentro de la caja había una cinta de casete. Al ser digitalizada, se escuchó la voz de Ámbar. La grabación, fechada casi dos meses después del apagón de 2010, heló la sangre de los fiscales. Ámbar preguntaba, con voz débil pero clara: “¿Ya regresó la luz? ¿Ya puedo irme?”.

La cinta confirmaba lo impensable: Ámbar no murió la noche de la tormenta. Sobrevivió semanas, quizá meses, encerrada en esa celda de concreto, alimentada por un hombre que justificaba su secuestro como una retorcida forma de protección divina.

La investigación forense concluyó con una teoría desgarradora. Debajo de la habitación sellada, los peritos hallaron un antiguo túnel de desagüe colapsado.

Había marcas de uñas y herramientas improvisadas en la entrada del túnel, junto con rastros biológicos de Ámbar. Ella había intentado escapar cavando. Se cree que el túnel cedió, atrapándola.

Raimundo, al descubrirlo, en lugar de ayudarla o confesar, optó por sellar la habitación con una pared de ladrillo, convirtiendo la prisión en una tumba para ocultar su pecado.

Pero Ámbar se aseguró de no desaparecer del todo. Durante el desmantelamiento final del cuarto para buscar restos óseos —que nunca fueron hallados completos debido al colapso del túnel—, un trabajador encontró un panel de metal detrás del aislamiento térmico.

Allí, grabado con fuerza usando la punta de una llave o un clavo, había un mensaje final.

Las letras eran irregulares, hechas con desesperación pero con firmeza: “Me llamo Ámbar Nájera. Sigo aquí”.

Ese mensaje no era una súplica, era una declaración de identidad. En un país donde los desaparecidos suelen convertirse en cifras anónimas en fosas comunes, Ámbar dejó su nombre escrito en acero. Se negó a que la tierra se la tragara sin dejar rastro.

Hoy, la entrada de la Ex Fábrica Textil San Gabriel ya no tiene cadenas oxidadas. La comunidad, liderada por Doña Inés, ha transformado el sitio en un memorial.

Donde antes había escombros, ahora hay un mural con el rostro de Ámbar y cientos de veladoras que iluminan las noches de Puebla. El caso se cerró legalmente con la identificación del culpable post-mortem, pero la herida sigue abierta en San Gabriel.

Sin embargo, gracias a un dron, a la persistencia de una madre y a la propia valentía de Ámbar, la verdad salió a la luz. Raimundo Duarte creyó que podía esconderla en la oscuridad para siempre, pero subestimó la voluntad de una joven mexicana que, incluso ante la muerte, encontró la forma de decir presente.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2025 News