“Zombie” encontrado en un sótano de hormigón: El siniestro plan de un nuevo conocido en el bar

En la vibrante ciudad de Monterrey, Nuevo León, donde el trabajo duro y la camaradería son ley, la confianza se gana rápido, a veces demasiado rápido. Es una ciudad donde las amistades se sellan con un apretón de manos y una carne asada. Pero en la primavera de 2018, esa confianza regiomontana fue traicionada de la forma más vil posible. Esta es la historia de Daniel Flores, un joven trabajador cuyo único pecado fue confiar en el “compadre” equivocado, y de cómo una escapada a la majestuosa Sierra Madre Oriental se transformó en un descenso al infierno.

El Encuentro en el Barrio Antiguo

Todo comenzó en marzo, en una cantina popular del Barrio Antiguo, punto de reunión para los jóvenes después de la maquila o la oficina. Daniel Flores, de 21 años, era un chavo tranquilo, repartidor, que ahorraba cada peso para poner su propio negocio de autopartes. Allí conoció a Javier Méndez, un tipo de 23 años con mucha labia y pinta de “mirrey” aventurero. Javier siempre traía efectivo, invitaba las rondas y contaba historias de viajes por todo México, aunque nadie sabía bien a qué se dedicaba.

Para Daniel, cuya vida era rutina y esfuerzo, Javier era el amigo emocionante que le faltaba. Durante tres meses, se hicieron inseparables, unidos por el gusto al senderismo y la naturaleza. No era una amistad de años, pero sí lo suficiente para planear una ruta por los picos de La Huasteca, lejos del bullicio de la ciudad.

La Desaparición y el WhatsApp Mentiroso

El 15 de mayo, las cámaras de una tienda de conveniencia OXXO los captaron comprando agua y botana, listos para subir a la montaña. Fue la última vez que se vio a Daniel. Días después, cuando no llegó a trabajar, la angustia invadió a su familia. La única señal de vida fue un mensaje de WhatsApp desde el celular de Daniel: “Ya me harté de todo, me voy al norte un tiempo, no me busquen”.

Para las autoridades locales, saturadas de expedientes, el caso olía a “desaparición voluntaria”. Le dijeron a los padres lo que a tantos otros: “Seguro se fue con una muchacha” o “A lo mejor andaba en líos y se peló”. Dieron carpetazo preliminar. Pero los padres de Daniel no compraron esa historia. Su hijo, un joven de familia y responsable, jamás se iría sin despedirse ni abandonaría sus sueños así nada más. Pero sin cuerpo ni pruebas de violencia, sus denuncias se quedaron en el archivo.

El Hallazgo en la Mina Abandonada

Un mes después, la suerte —o un milagro— intervino. Una tormenta eléctrica azotó la zona de García, en las afueras del área metropolitana, obligando a tres adolescentes a buscar refugio en una vieja pedrera (cantera) abandonada, un lugar prohibido lleno de maquinaria oxidada. Entre la maleza, vieron una tapa de metal extraña. Al moverla, un olor fétido y el sonido de cadenas golpeando metal salieron del agujero.

Bajaron con las linternas de sus celulares por una escalera podrida. A cuatro metros bajo tierra, encontraron una escena de pesadilla: un cuarto de concreto, y en el centro, una jaula de hierro soldada profesionalmente. Adentro, encadenado, estaba Daniel.

Estaba irreconocible. En los puros huesos, pálido como un fantasma, rodeado de botellas de agua vacías. Su captor le daba lo mínimo para que no muriera, pero nada más. La jaula no era improvisada; estaba anclada al suelo, con candados de alta seguridad. Era una prisión hecha a medida para que nadie lo escuchara gritar.

El “Administrador de Bienes”

Mientras Daniel se consumía en la oscuridad, su “amigo” Javier Méndez se daba la gran vida en San Pedro Garza García. No solo lo había secuestrado; le había robado la identidad. Usando el celular de Daniel y sus identificaciones, Javier vació las cuentas de ahorro, sacó créditos en tiendas departamentales y pidió préstamos rápidos por aplicaciones, todo validado porque los sistemas reconocían el celular de Daniel como “seguro”.

Los agentes descubrieron que Javier veía a Daniel no como un amigo, sino como un “activo financiero”. La frialdad era absoluta. Iba a la mina una vez por semana, de noche, solo para darle agua y mantenerlo vivo el tiempo suficiente para seguir exprimiendo su crédito. Si Daniel intentaba hablar, Javier lo castigaba dejándolo a oscuras días enteros.

El Error: “Jefa” vs “Mamá”

El plan de Javier parecía perfecto. Mantenía a la familia tranquila con mensajes esporádicos. Pero cometió un error fatal por no conocer los modismos de la familia.

En un intento de calmar a la señora Flores, envió un mensaje que decía: “No te preocupes, Jefa, estoy bien”. La madre de Daniel sintió un escalofrío. Su hijo jamás le decía “Jefa”; siempre, sin falta, le decía “Mamá” o “Ma”. Ese pequeño detalle, esa palabra fuera de lugar, fue la prueba que la familia necesitaba para exigir acción. Esta vez, con la presión encima, la policía cibernética rastreó el teléfono.

La Cacería

El rastro del dinero reveló la verdad. Las tarjetas de Daniel se usaban en ferreterías y tiendas de construcción, no en viajes. Las cámaras mostraron a “Javier” comprando cemento y cadenas, los mismos materiales de la prisión subterránea.

Se descubrió que “Javier Méndez” era una identidad falsa. El verdadero nombre del criminal era Roberto Lagos, un estafador buscado en varios estados de la república por fraudes similares. Lagos era un camaleón que vivía de destruir a otros.

Fue detenido en un motel de paso saliendo hacia Saltillo, intentando huir. Al ser arrestado, no mostró arrepentimiento; solo se quejó de que la “inversión” se le había caído.

Justicia a la Mexicana

Roberto Lagos fue sentenciado a la pena máxima por secuestro agravado. Daniel sobrevivió, pero las secuelas son profundas. Aunque recuperó su peso, la confianza en la gente se rompió para siempre. Su historia sacudió a Monterrey y a todo México, recordándonos que el peligro no siempre es un comando armado; a veces, es ese “nuevo amigo” que te invita una cerveza, se gana tu confianza y te roba la vida, un mensaje de WhatsApp a la vez.

Una lección dura para estos tiempos: cuidemos a quién le abrimos la puerta de nuestra vida, porque las caras vemos, pero las intenciones —y las jaulas que construyen— no las sabemos.

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