
En el otoño de 2017, dos escaladores que ascendían la colosal cara de El Gigante, en el corazón de la Barranca de Cobre en Chihuahua, hicieron un descubrimiento que detendría el corazón de cualquiera. Suspendidas a cientos de metros sobre el suelo, congeladas en el tiempo, había dos tiendas colgantes, conocidas como portal edges.
Sus telas estaban desgarradas por años de viento y sol abrasador. Dentro de cada tienda había un saco de dormir. Y dentro de esos sacos estaban los restos de dos personas que, cuatro años antes, simplemente se habían desvanecido. El hallazgo revelaría un misterio mucho más profundo y desgarrador de lo que nadie había imaginado.
La historia comienza el 15 de octubre de 2013. Diego Morales, un ingeniero civil de 28 años originario de la Ciudad de México, y su novia, Sofía Torres, una estudiante de medicina de 26 años de la UNAM, partieron de Creel, Chihuahua.
Su plan: una ambiciosa escalada de cinco días por la intimidante pared de El Gigante. Llevaban tres años escalando juntos y eran conocidos en su comunidad por ser cautelosos, experimentados y estar meticulosamente preparados.
Diego trabajaba para una firma de construcción en CDMX y Sofía estaba en su último año de residencia. Habían ahorrado durante meses para este viaje, programándolo en el único descanso de Sofía ese otoño.
“Don Miguel”, el dueño de una tienda de abarrotes y equipo de montaña en Creel, recordó que la pareja pasó más de una hora revisando su equipo dos días antes.
Compraron pastillas potabilizadoras adicionales, barras energéticas y una linterna frontal de repuesto. Diego parecía particularmente enfocado en el pronóstico del tiempo.
La mañana del 16 de octubre, dejaron la pequeña posada donde se habían quedado. La dueña, “Doña Rosa”, recordó que se fueron temprano, alrededor de las 5:30 a.m., cargados con mochilas enormes.
Diego le dijo que regresarían el 21 de octubre a más tardar. Pagó la habitación por adelantado y dejó el número de su hermano. Su camioneta fue encontrada más tarde en el inicio del sendero, cerrada y sin alteraciones. Dentro, una nota manuscrita detallaba su ruta, contactos de emergencia y fechas. Todo estaba en orden.
Esa tarde, unos rancheros locales vieron a dos personas comenzando el ascenso. Sus descripciones coincidían con Diego y Sofía. Fue el último avistamiento confirmado de ellos con vida.
El 22 de octubre, al no regresar, el hermano de Diego, Javier Morales, viajó a Chihuahua y contactó a Protección Civil del estado. De inmediato se activó una operación de búsqueda y rescate. Quince personas, guardaparques, escaladores voluntarios y dos helicópteros peinaron la pared de granito de casi 900 metros.
Los helicópteros volaron pegados a la roca, buscando cualquier señal: ropa de colores brillantes, equipo, movimiento. No encontraron nada. Los equipos de tierra buscaron en la base. Al tercer día, localizaron un solo anclaje de escalada nuevo a unos 100 metros de altura. Pero no había cuerdas, ni señales de caída. Era como si hubieran empezado a escalar y se hubieran disuelto en la propia roca.
La búsqueda continuó durante dos semanas agonizantes. Rastrearon la base buscando cualquier indicio de una caída. Los helicópteros regresaron una y otra vez. Los voluntarios revisaron cada grieta y repisa. No encontraron nada. Ni ropa, ni mochilas, ni cuerdas. El 5 de noviembre de 2013, la búsqueda oficial fue suspendida.
El caso se enfrió. Las teorías se arremolinaban: una caída de rocas, un error de ruta, una caída nocturna. Pero ninguna teoría explicaba la ausencia total y absoluta de pruebas. Las familias quedaron en un limbo insoportable. La madre de Sofía, Elena Torres, mantenía viva la esperanza, pidiendo información a cualquiera que viajara a la sierra. El padre de Diego visitaba la barranca dos veces al año, sentándose durante horas a mirar la pared donde su hijo fue visto por última vez. Sin cuerpos, no podían despedirse.
Los años pasaron lentamente. Para 2016, la mayoría había aceptado que Diego y Sofía se habían perdido para siempre en la inmensidad de la Sierra Tarahumara.
Entonces, el 8 de septiembre de 2017, Mateo Herrera y Luis Fernández, dos escaladores de Guadalajara, comenzaron su propio ascenso por la misma ruta. No conocían la historia de la desaparición. A media tarde, a unos 200 metros de altura, Mateo vio algo inusual 60 metros más arriba. Al principio pensó que era una sombra, pero al acercarse, vio tela gris ondeando al viento.
Les tomó casi una hora atravesar la pared para investigar. Lo que encontraron los dejó helados. Dos portal edges colgaban uno al lado del otro. La tela estaba desgarrada, descolorida por el sol. Mateo se acercó al primero y miró dentro. Parcialmente visible a través de un saco de dormir abierto, había un cráneo humano. El resto del esqueleto estaba dentro del saco, como si la persona simplemente se hubiera dormido para no despertar jamás.
Con manos temblorosas, Mateo llamó a Luis, quien miró en la segunda tienda. Encontró otra escena idéntica. Ambos cuerpos aún vestían ropa de escalada. No había signos de trauma, ni heridas visibles, ni indicios de lucha o caída. Parecían haber fallecido mientras descansaban. Mateo y Luis se retiraron a una repisa inferior y llamaron pidiendo ayuda con un teléfono satelital.
La recuperación fue compleja. La pared era demasiado empinada para un helicóptero. Un equipo especializado de Servicios Periciales tuvo que escalar al día siguiente. El investigador principal, el Dr. Pablo Campos, documentó la escena. Ambas tiendas estaban perfectamente ancladas. Los sacos de dormir, de alta calidad, estaban cerrados desde adentro.
En la primera tienda, junto al esqueleto, había una botella de agua vacía y un pequeño cuaderno con un bolígrafo. En la segunda, una barra energética a medio comer y un par de guantes. El equipo de escalada estaba ordenado: cuerdas enrolladas, mosquetones organizados. El Dr. Campos señaló que no había signos de pánico. Todo estaba en orden, casi en paz.
Los registros dentales confirmaron lo que todos sospechaban: eran Diego Morales y Sofía Torres. La noticia dio la vuelta al país. El misterio de cómo desaparecieron se había resuelto, pero ahora surgía una pregunta más inquietante: ¿Qué había sucedido allí arriba?
El Dr. Ricardo Solís, del Servicio Médico Forense (SEMEFO), dirigió la investigación. Su informe fue claro: los esqueletos no mostraban signos de trauma. No había huesos rotos ni fracturas. Era imposible realizar pruebas de toxicología estándar, pero el análisis de la médula ósea encontró rastros de analgésicos de venta libre, en concentraciones que sugerían una cantidad significativa.
Pero la clave no estaba en los huesos, sino en el pequeño cuaderno impermeable recuperado de la tienda de Diego. Los investigadores lo abrieron y encontraron un diario de la escalada.
La primera entrada, del 16 de octubre de 2013, era optimista: “Día uno. Clima despejado, buen progreso… Sintiéndome fuerte, Sofía está feliz”. El día 17 fue similar: “Día dos. Continuamos subiendo… Todo según el plan”.
El 18 de octubre, el tono cambió. “Día tres. Sofía se despertó con dolor de cabeza. Le di ibuprofeno. Dice que es solo la altitud. Nos movemos más lento”.
El 19 de octubre, la letra era menos firme. “Día cuatro. Sofía está peor. Dice que le martillea la cabeza, náuseas, mareos. No creo que sea altitud. No estamos tan alto. Le di más medicamentos. Está descansando. Si no mejora, tendremos que descender”.
El 20 de octubre, la desesperación era palpable. “Día cinco. Sofía no puede escalar. Está demasiado débil. Vomita, no retiene el agua. Tengo miedo. Intenté con el teléfono satelital. Sin señal. Estamos demasiado pegados a la pared. Intentaré bajarla, pero no puede moverse. Sigue diciendo que lo siente”.
La entrada final, del 21 de octubre, estaba escrita con un trazo tembloroso, casi ilegible.
“Ella no