
En marzo de 2017, la inmensidad de las Montañas Rocosas de Colorado se convirtió en el escenario de una historia que oscila entre la tragedia humana y la resistencia inquebrantable. Derek Pullman, un escalador de 37 años con una década de experiencia conquistando cimas desde Yosemite hasta la Patagonia, se embarcó en una misión solitaria para desafiar la cara norte del Monte Silverton. Era un hombre meticuloso, conocido por su respeto a la montaña y su preparación casi obsesiva. Le dijo a su novia, Jennifer Hail, que regresaría en cuatro días. Sin embargo, el destino tenía otros planes, y lo que sucedió en esa pared de granito quedaría oculto durante tres largos meses hasta que la tecnología moderna arrojó luz sobre un misterio desgarrador.
La llegada de Derek a Granite Falls el 11 de marzo fue la de un hombre con una misión. Se registró en el Alpine Rest Lodge, revisó su equipo y llamó a Jennifer para asegurarle que todo estaba en orden. Esa llamada de once minutos, llena de calma y promesas de un pronto regreso, fue la última vez que ella escuchó su voz en tiempo real. Derek partió antes del amanecer, dejando su camioneta en el inicio del sendero con una nota en el tablero detallando su ruta; un gesto de precaución típico de quien sabe que en la naturaleza no hay garantías.
Los primeros días pasaron según el itinerario, pero pronto el silencio se apoderó de la situación. Cuando Derek no se reportó en la fecha acordada, la preocupación de Jennifer se transformó en acción. Se inició una búsqueda oficial, pero el clima en la montaña es un adversario formidable. Las tormentas de nieve, la visibilidad nula y las temperaturas bajo cero obligaron a suspender los esfuerzos tras una semana. Para el mundo, Derek se había desvanecido. Pero Jennifer no podía aceptar ese final. Se mudó temporalmente al pueblo, pegando carteles y escaneando la montaña con un telescopio, convencida de que él seguía allí.
Fue su intuición y la negativa a rendirse lo que trajo a Aaron Vest a la escena en junio. Aaron, un piloto de drones voluntario, ofreció sus ojos electrónicos para llegar donde los humanos no podían. Lo que el dron capturó en su vuelo sobre la inmensa pared norte heló la sangre de todos los presentes. A unos 250 metros de altura, en una repisa estrecha y casi invisible desde el suelo, había una figura solitaria.
Las imágenes confirmaron lo impensable: Derek había estado allí todo el tiempo, visible para el lente de una cámara, pero inalcanzable para el mundo. Estaba sentado, recostado contra la roca, como si estuviera mirando el valle, esperando.
La operación de recuperación, liderada por voluntarios expertos, fue un desafío técnico monumental. Pero fue lo que encontraron junto a él lo que transformó este accidente en un relato profundamente humano. En su arnés llevaba una pequeña cámara digital. Aunque la lente estaba rota, la tarjeta de memoria había sobrevivido.
El Sheriff Baxter, un veterano endurecido por años de servicio, se encargó de revisar los archivos antes de mostrárselos a Jennifer. Lo que vio no fue solo el registro de una escalada, sino la crónica de una supervivencia agonizante. Las fotos y videos revelaron que Derek no cometió un error imprudente. Fue un fallo mecánico: un anclaje antiguo se rompió, cortando su cuerda y dejándolo atrapado en una trampa de terreno. No podía subir sin equipo, y no tenía suficiente cuerda para bajar.
Los videos mostraban la evolución de su estado de ánimo. Al principio, había frustración y un plan lógico para intentar escapar. “El anclaje cedió… estoy a salvo por el momento, pero la cuerda se cortó”, decía en el primer video, con la voz tensa pero controlada. Pero a medida que pasaban los días, y el frío y la falta de agua hacían estragos, el tono cambiaba. Documentó sus intentos fallidos de pedir ayuda con un espejo y sus gritos al vacío.
Hacia el quinto día, la esperanza comenzó a desvanecerse, dando paso a una aceptación serena que resultaba devastadora de ver. “Si alguien encuentra esto, díganle a Jennifer que lo siento”, susurró en una grabación, con el viento aullando de fondo. Sobrevivió en esa repisa durante al menos ocho días. Su último video era una despedida de amor, una disculpa por no haber podido cumplir su promesa de volver a casa.
Pero hubo un video más, uno que Jennifer encontró semanas después, escondido entre los archivos. En él, Derek filmaba el cielo y un águila que pasaba volando cerca de él. “Ni siquiera me miró”, decía con voz débil. “Simplemente siguió adelante como si yo no estuviera aquí. Me hace pensar que tal vez así es desaparecer. Sigues ahí, pero el mundo se mueve a tu alrededor como si ya te hubieras ido”.
Ese mensaje, filosófico y crudo, le dio a Jennifer una perspectiva diferente. Derek no solo había sufrido; había estado consciente, había reflexionado y había mantenido su esencia hasta el final. No se fue con miedo, se fue siendo él mismo.
La historia de Derek Pullman cambió la comunidad de escaladores. No se le recuerda como una víctima, sino como un hombre que enfrentó un destino imposible con dignidad. Su caso impulsó el uso de drones en rescates, salvando incontables vidas desde entonces. Se creó un fondo en su nombre para ayudar a jóvenes escaladores a recibir entrenamiento de seguridad.
Jennifer finalmente dejó Colorado, buscando sanar en los paisajes abiertos de Nuevo México. No volvió a escalar, pero llevó consigo la cámara y el recuerdo de un hombre que amó la montaña hasta sus últimas consecuencias. La placa en el inicio del sendero resume su vida en una frase: “Escaló con coraje y respeto”. Y aunque la montaña permanece indiferente, aquellos que conocen su historia saben que en esa repisa, un hombre dejó mucho más que su vida; dejó un testimonio de amor y resistencia que nunca será borrado por la nieve.