En el apacible y sereno barrio de una colonia de Tijuana, donde la vida transcurre con la predecible lentitud de una película antigua, una tragedia se cocinaba a fuego lento, oculta tras una puerta que, al final, no pudo contener el hedor ni el secreto que guardaba. El 10 de enero de 2021, la tranquilidad se hizo pedazos cuando la policía, armada con una orden y el pavor de los vecinos, forzó la entrada del departamento número 48 en la calle Goal. Dentro, en medio de un silencio que gritaba desolación, se encontró el cuerpo de Luisa, una mujer de 34 años, cuyo rostro, desfigurado por el abandono, era un espejo del caos que la rodeaba.
La escena en el dormitorio era un retrato de un profundo abandono. Luisa yacía en un lecho destrozado, en condiciones insalubres que hablaban de meses, no de días, de negligencia. El departamento, una vez un hogar, ahora era una guarida de suciedad y desorden, un reflejo de una vida que se había desvanecido. Botellas de plástico vacías, periódicos viejos y paquetes de comida caducada formaban un mosaico de ruina. La nevera, casi vacía, albergaba solo un mendrugo de pan y media botella de agua. Las facturas sin pagar se amontonaban en una mesa, un monumento al olvido y la desesperación.
Pero el verdadero enigma no era el abandono, sino la presencia de un hombre en la habitación contigua. Daniel, de 39 años, el esposo de Luisa, se encontraba en un estado de shock y confusión, con la mirada perdida y las manos temblorosas. Cuando la policía le preguntó por qué no había pedido ayuda antes, su respuesta fue un eco de incredulidad. Afirmó que acababa de descubrir el estado de su esposa y que el shock lo había paralizado. Sin embargo, el olor y el estado del departamento contaban una historia diferente, una que no cuadraba con un único día de abandono.
Mientras la policía forense examinaba la escena, los vecinos aportaron un dato crucial. Cada mes, un misterioso “trabajador de la salud” visitaba a Luisa. Venía y se iba sin dejar rastro, sin que nadie supiera su nombre o sus características. Esta revelación sembró una semilla de duda en la mente de los investigadores. ¿Quién era este hombre? ¿Y por qué su ayuda era tan esporádica? La primera hipótesis de la policía, un trágico accidente debido a una enfermedad crónica, se tambaleaba. Los detalles, pequeños e inusuales, no encajaban en el rompecabezas. La falta de medicinas, el estado de abandono y, sobre todo, la extraña reacción del esposo, sugerían algo mucho más siniestro.
La verdad, sin embargo, era mucho más retorcida de lo que cualquiera podría haber imaginado. El informe preliminar del forense fue un golpe directo al corazón de la investigación. El experto, con una sobriedad escalofriante, informó que Luisa había estado en un estado de abandono durante al menos tres semanas, no un solo día, como Daniel había afirmado. Esta revelación no solo refutó la versión del esposo, sino que cambió por completo el curso de la investigación. El foco se desplazó de un trágico accidente a un sospechoso. Toda la atención de la policía se centró en Daniel.
El primer paso de la investigación fue el análisis de las cuentas bancarias de la pareja. Y lo que se descubrió fue, a la vez, predecible y desconcertante. Durante los últimos seis meses, el beneficio social por discapacidad de Luisa, una suma modesta de 15,000 pesos mensuales, había sido retirada con regularidad. Los retiros se hacían siempre en el mismo cajero automático, a solo unos minutos de la casa, y siempre por la noche. Las grabaciones de las cámaras de seguridad no dejaban lugar a dudas: la figura que retiraba el dinero era Daniel. Sin embargo, el dinero no se destinaba ni a pagar las facturas ni a comprar comida o medicinas. Entonces, ¿adónde iba?
Cuando los investigadores confrontaron a Daniel con la evidencia, él se mantuvo impasible. Afirmó que el dinero se utilizaba para pagar a un cuidador personal, una mujer que, según él, visitaba a Luisa con regularidad. Sin embargo, no pudo aportar ninguna prueba: ni un contrato, ni un recibo, ni siquiera un número de teléfono. Su explicación de un acuerdo de confianza y pagos en efectivo sonó hueca. El hecho de que ninguno de los vecinos hubiera visto a una mujer, aparte del misterioso “trabajador de la salud”, entrar y salir del departamento, hacía que su coartada se desmoronara. La policía consideró entonces la versión del fraude financiero como el principal motivo del crimen.
Sin embargo, en medio de esta aparente verdad, la investigación dio un giro inesperado. Un vecino, que había evitado a la policía hasta ese momento, entregó una fotografía que contradecía todo lo que se sabía. La imagen, tomada en marzo de 2020, mostraba a una Luisa sonriente y aparentemente sana, de la mano de la misteriosa cuidadora. La foto, que databa de nueve meses antes de la tragedia, planteaba una pregunta inquietante: ¿qué había pasado entre la fecha de esa foto y la muerte de Luisa? Y, ¿por qué la mujer de la foto, si era la cuidadora, había desaparecido sin dejar rastro?
La respuesta a estas preguntas nos llevó a un punto de partida diferente: un accidente automovilístico. El 10 de febrero de 2020, Luisa había sufrido un grave accidente. Su viejo Ford Focus se estrelló contra un poste a gran velocidad en una carretera solitaria. El examen forense confirmó que Luisa estaba sobria. Sin embargo, un detalle no cuadraba. ¿Por qué una mujer saldría a comprar comida al súper a la 1:45 de la mañana? Los supermercados cercanos llevaban horas cerrados. La versión de los padres, de que fue a comprar, se desvaneció al revisar las cámaras de seguridad. El coche de Luisa pasó por delante de las tiendas cerradas sin siquiera frenar. A su vez, el testimonio de Daniel, que afirmaba que estaba durmiendo y que no sabía nada del viaje nocturno, parecía coincidir con el de los vecinos.
Pero un detalle en el informe policial del accidente captó la atención de los investigadores: una llamada de un número desconocido, solo cinco minutos antes del choque. La llamada, que quedó sin respuesta, fue la única esa noche. ¿Quién era esa persona y por qué llamó en un momento tan crucial? El teléfono, la clave del misterio, había desaparecido sin dejar rastro. Ni en el coche, ni en el hospital, ni en la casa. La policía se dio cuenta de que no se trataba de un simple accidente, sino de algo mucho más oscuro y premeditado.
El caso parecía estar en un punto muerto, hasta que el destino intervino. El 15 de enero de 2021, un plomero que trabajaba en el sótano del edificio de la pareja hizo un hallazgo inusual: un viejo smartphone Samsung Galaxy A50 cubierto de lodo. Para su sorpresa, el teléfono estaba intacto. El dispositivo fue entregado a la policía y pronto se confirmó lo que sospechaban. La tarjeta SIM pertenecía a Luisa. Lo que se encontró en el teléfono fue la pieza que faltaba en el rompecabezas. Los registros de llamadas revelaron que en la noche del 15 de agosto de 2020, Luisa había intentado llamar a su esposo cinco veces. Cada llamada duró solo unos segundos y nunca fue contestada. Fue a partir de esa fecha que los contactos de Luisa con el mundo exterior cesaron por completo.
Cuando los investigadores le mostraron el teléfono a Daniel, su reacción fue inquietante. Se limitó a decir: “No sabía que habían encontrado el teléfono”. No mostró sorpresa, ni hizo preguntas. Era como si ya supiera que el teléfono estaba allí. Su indiferencia y calma extrema levantaron las sospechas de la policía. Se barajó la posibilidad de que alguien, tal vez el mismo Daniel, hubiera tirado el teléfono para ocultar evidencia.
El contenido del teléfono desveló más secretos. Entre los archivos recuperados, se encontraron fotografías fechadas el 10 de diciembre de 2020. Las imágenes, tomadas con prisa y con poca luz, mostraban sábanas manchadas de sangre. Aunque las manos que tomaron la foto eran visibles, no se pudo determinar a quién pertenecían. La escena de las fotos coincidía con la habitación de Luisa y Daniel. Los investigadores se dieron cuenta de que se habían perdido una pieza crucial del rompecabezas. La sangre.
En un giro del destino, la policía descubrió que Daniel había dejado su trabajo como ingeniero, un puesto estable que había mantenido por más de ocho años, justo una semana antes de la muerte de Luisa. Sus colegas confirmaron que en los últimos meses, Daniel había estado bajo una enorme presión financiera, con deudas que superaban los 700,000 pesos. Sin embargo, su salida fue abrupta y sin explicación. Cuando se le preguntó al respecto, simplemente dijo: “Me cansé”.
Los registros de Internet de la pareja revelaron otro hecho desconcertante. Después de dejar su trabajo, Daniel no salía de casa. Pasaba más de diez horas al día jugando a un juego en línea. Su presencia en casa coincidía con el período de abandono de Luisa, un abandono que se confirmó con el análisis forense de la habitación. Las sábanas de la cama de Luisa no se habían cambiado en al menos cuatro meses. El polvo y la suciedad contaban una historia de negligencia absoluta. El dinero, el móvil, el accidente, las fotos con sangre… nada parecía encajar, ni siquiera el motivo financiero, pues el dinero retirado no había sido gastado.
La investigación se estancó hasta que una vecina, Carmen, rompió el silencio. La mujer reveló que en agosto de 2020, había escuchado gritos provenientes del departamento de la pareja. Su correspondencia en WhatsApp con una amiga confirmó que los gritos eran de una mujer, de Luisa. Cuando la policía confrontó a Daniel con esta nueva evidencia, él lo atribuyó a sus “emociones” mientras jugaba. Pero Carmen estaba segura: “Esos no eran gritos de juegos. Era Luisa”. La posibilidad de que hubiera ocurrido violencia física en el departamento se convirtió en una nueva e inquietante hipótesis. Dos días después, se descubrió que un vecino del piso de abajo había reportado una fuga de agua desde el balcón de la pareja en agosto de 2020. El incidente, que coincidía con la fecha de los gritos reportados, levantó la sospecha de que la fuga pudo haber sido un intento de ocultar o disimular el ruido de una agresión.
Todo se volvió aún más oscuro cuando se supo que Daniel había estado comprando suministros médicos para pacientes postrados en cama, pero los enviaba a una dirección diferente. El mensajero confirmó que el destinatario era una anciana, no Daniel. ¿Quién era esta mujer? ¿Y por qué Daniel enviaba los suministros a su casa? La respuesta a este misterio aún no se ha revelado. Lo que se creía que era una simple tragedia o un caso de fraude se ha convertido en una pesadilla enredada, donde cada nueva pista abre una puerta a una verdad aún más escalofriante. El caso del apartamento 48 no es solo un misterio, es un recordatorio de que los secretos más oscuros a veces se esconden en el lugar más inesperado: un hogar.