Aquí no hay olvido, solo preguntas: La travesía incompleta de Mariana y Alejandro, 20 años después

Julio de 2003. El sol de Cancún golpeaba con fuerza, un calor denso que se pegaba a la piel. En la arena blanca de Playa Delfines, Mariana Ramos Medina y Alejandro López Armenta posaron para una foto. Ella, con un bikini verde de flores blancas; él, con una camiseta sencilla y la mirada de quien aún no domina la pose vacacional. Eran jóvenes, recién egresados de Guadalajara, y ese viaje era su celebración, el prólogo de su vida adulta. Era la primera vez que veían el mar juntos. Esa foto, tomada por unos turistas, se convertiría en la última imagen conocida de la pareja.

Tras ahorrar por más de un año, se hospedaron en un hotel modesto. Durante tres días, vivieron el sueño caribeño: Isla Mujeres, mercados, caminatas por la orilla. Pero Mariana, artista visual, y Alejandro, ingeniero práctico, querían más. Querían la aventura real, lejos de las postales.

En la mañana del 14 de julio, escucharon sobre senderos y cenotes aislados cerca de Puerto Morelos. Una empleada del hotel les advirtió: “No son para turistas”. Alejandro sugirió contratar un guía. Mariana, queriendo ahorrar, lo desestimó. “Regresamos antes del almuerzo”, dijo.

A las 9:30 a.m., Leticia, dueña de una tienda de artesanías en Puerto Morelos, los vio. “Eran jóvenes, reían mucho”, recordaría años después. Preguntaron por senderos menos concurridos. Fue la última vez que alguien los vio con certeza.

Cuando no regresaron esa noche, el recepcionista del hotel no se alarmó de inmediato. El aviso a la policía se dio hasta el día siguiente. Esas 24 horas perdidas se volverían una tortura para las familias.

Los padres de ambos llegaron el 18 de julio. Encontraron la habitación intacta: una cámara con la foto de la playa, galletas abiertas, la libreta de gastos de Alejandro con su última anotación: “Camión a P. Morelos 30”. No había señales de fuga ni de pelea.

La búsqueda oficial comenzó el día 16. Policías, bomberos, voluntarios, drones y perros rastreadores peinaron la densa selva de Quintana Roo. La región, un laberinto de suelo calcáreo, cuevas ocultas y vegetación impenetrable sin cobertura celular, parecía diseñada para ocultar secretos. No encontraron nada. Absolutamente nada.

Las fotos de la pareja en la playa empapelaron la costa. Las familias caminaban por senderos improvisados, mostrando la imagen, pero la selva permanecía en silencio. En Guadalajara, los amigos organizaban misas, pero en los foros de internet, las teorías se descontrolaban: fuga, secuestro, un cártel, un accidente fatal.

Las autoridades, presionadas y sin pistas, comenzaron a reducir los recursos. La búsqueda se enfrió.

Para los padres de Alejandro, Norma y Armando, la impotencia los obligó a regresar a Guadalajara para ejercer presión desde allí. Pero los padres de Mariana, Lourdes y Héctor, se negaron a irse. Alquilaron un cuarto en Puerto Morelos y convirtieron la búsqueda en su vida. Caminaban, repartían volantes y hablaban con cualquiera que quisiera escuchar.

Los meses se convirtieron en años. Los carteles se destiñeron bajo el sol. La historia de Mariana y Alejandro pasó de ser una noticia urgente a una leyenda local, un cuento de advertencia para turistas.

Pero no todos olvidaron. Ernesto Guerra, un exmilitar de 59 años residente de la zona, se sintió frustrado por el caso archivado. “Esos chicos no desaparecieron por arte de magia”, decía. Metódico y solitario, Ernesto comenzó su propia búsqueda voluntaria. Durante cinco años, mapeó senderos, sondeó el terreno y exploró cuevas que ni la policía había tocado.

El verano de 2008 fue inusualmente seco. La selva, normalmente húmeda, se resecó. Ernesto escuchó que un cenote antiguo, ubicado en una propiedad abandonada y de difícil acceso, se había secado por completo.

En agosto, fue a investigar. Al fondo del agujero seco, entre raíces y lodo petrificado, vio algo que no era natural. Apartó las hojas secas y tiró.

Primero salió un sostén de bikini, verde con flores blancas, rasgado. Luego, la parte inferior del conjunto. A un lado, medio enterrada, una camiseta blanca con manchas oscuras. Cerca, un arete de concha y un encendedor verde, oxidado, con el rayón en forma de “A” que solo Alejandro usaba.

Ernesto supo de inmediato qué había encontrado. Llamó a la policía.

El hallazgo fue un terremoto emocional. No se encontraron restos humanos, ni huesos, ni cabello. La pericia forense fue inconclusa; el tiempo y la humedad habían degradado las telas. Los agujeros en la camiseta no podían ser confirmados como puñaladas o desgarros naturales.

La ropa confirmaba su presencia en ese lugar desolado, pero no ofrecía respuestas sobre su final. ¿Fue un accidente? ¿Cayeron? ¿Fueron asesinados y sus cuerpos movidos? El descubrimiento solo multiplicó las preguntas.

Para las familias, sin embargo, fue un punto final. Lourdes, la madre de Mariana, reconoció el bikini que ella misma había mandado a hacer. Armando, el padre de Alejandro, identificó la camiseta. La esperanza de encontrarlos vivos se extinguió en ese cenote seco.

En el borde del agujero, las familias instalaron un pequeño memorial: una cruz de madera simple. El hermano de Alejandro sugirió la frase que se pintaría en ella, una que definiría el caso para siempre: “Aquí no hay olvido, solo preguntas.”

El caso fue formalmente archivado en 2009. La vida de las familias tuvo que reconfigurarse alrededor de ese vacío. Lourdes comenzó a escribir cartas a una Mariana adulta que nunca existiría. Héctor escribía listas de preguntas sin respuesta. Felipe, hermano de Alejandro, canalizó su dolor en acción, creando el “Mapa de Ausencias”, una plataforma digital para documentar a los desaparecidos de México.

La historia no terminó ahí. Como una herida mal cerrada, el caso supuraba pequeñas pistas con los años. En 2013, un documental reavivó el interés. En 2014, Ernesto, antes de morir, encontró extrañas marcas de orientación en árboles cercanos. En 2015, unos estudiantes encontraron un botón oxidado con la inscripción “Ramírez”, reconocido por Lourdes como perteneciente a una camisa de Mariana.

En 2016, un ex policía ambiental, Marco Tulio, contactó a Ernesto. Recordó un informe anónimo de 2003, nunca investigado a fondo, sobre una camioneta blanca estacionada cerca de la propiedad abandonada días después de la desaparición.

Ernesto Guerra murió en 2019, dejando atrás un archivo invaluable de mapas y cuadernos que detallaban sus búsquedas incansables. Su trabajo, integrado al “Mapa de Ausencias”, se convirtió en su testamento.

En 2023, al cumplirse 20 años, el lugar del memorial enfrentó la amenaza de un desarrollo inmobiliario. Felipe y las ONGs locales lograron que el proyecto se suspendiera, consolidando el cenote como un hito de memoria.

En julio de 2024, Lourdes y Héctor regresaron al memorial. Encontraron la cruz rodeada de ofrendas: velas, dibujos, billetes anónimos y una réplica de la camiseta blanca de Alejandro. Felipe les entregó una carta, recibida anónimamente, firmada por “Hotday”, el mismo usuario de un foro de años atrás. “Los vi”, decía. “Entraron por error. Intentaron regresar. Estaban vivos por más tiempo del que piensan. Alguien debió haber hecho algo. Yo no lo hice.”

La carta, vaga y sin pruebas, no reabrió el caso. Para las familias, fue solo una confirmación más de que la verdad completa nunca llegaría.

La historia de Mariana y Alejandro no tiene conclusión. No hay justicia, ni arrestos, ni cuerpos que enterrar. Solo queda una travesía incompleta. Lo que permanece es un bikini verde, un encendedor oxidado y un memorial en la selva que insiste en que, aunque las preguntas superen a las respuestas, el olvido no tiene la última palabra.

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