El 24 de octubre de 1986, una persistente llovizna cubría el empedrado de Cuetzalán del Progreso, un municipio de la sierra de Puebla. Aquella mañana, el aire olía a tierra mojada y a café recién colado. Era una jornada como cualquier otra, pero para 15 familias, se convertiría en la última vez que verían a sus hijos cruzar la puerta de su hogar. Ese día, un autobús escolar color crema, con franjas verdes, partió rumbo a una excursión cultural. A bordo iban 15 estudiantes, de entre 10 y 12 años, la profesora interina Magdalena Ruiz y un chofer externo. El destino: una zona arqueológica a unos pocos kilómetros de distancia. La ruta estaba planificada, las autorizaciones firmadas. Todo, en apariencia, estaba en orden. Sin embargo, ese autobús nunca llegó a su destino. Y tampoco regresó.

Las horas se transformaron en un silencio ensordecedor. La inquietud de los padres se materializó en una espera ansiosa frente a la escuela primaria Benito Juárez. La confusión inicial dio paso al terror cuando, al caer la noche, la primera patrulla enviada a buscar el vehículo regresó sin rastro de él. El pueblo entero se volcó en una búsqueda frenética, explorando cada cañada, cada camino rural, cada recoveco de la sierra. Pero era como si el autobús se hubiera desvanecido en el aire húmedo de la montaña. No había huellas de neumáticos, no había restos de accidente, no había llamadas ni notas de rescate. Solo un vacío que desde ese día se incrustó en el alma de Cuetzalán.

 

Los años de la espera muda

 

La historia de los 15 niños de Cuetzalán no fue un misterio que se resolviera con el tiempo; fue un dolor que se volvió crónico. Los medios nacionales cubrieron el suceso con fervor durante una semana, pero la vorágine de las noticias avanzó, y el caso desapareció de los titulares, relegado al abismo del olvido institucional. Las familias, empujadas a una espera muda y perpetua, se negaron a renunciar. Fundaron el comité ciudadano “Voces de Octubre”, una trinchera de la memoria desde donde cada año organizaban caminatas de silencio. Portaban pancartas con las fotos de sus hijos, nombres leídos en voz alta, como una plegaria para que la tierra no los tragara por completo. La esperanza, a pesar de todo, se mantuvo viva.

No faltaron las falsas alarmas que, como una broma macabra, alimentaban una frustración profunda. En 1993, un sacerdote afirmó haber visto el autobús. En 2001, un periódico aseguró que uno de los niños había sido localizado en Monterrey. En 2009, una llamada anónima decía que el vehículo estaba en el fondo de un canal agrícola. Todas fueron pistas falsas. El caso fue oficialmente cerrado en 1998, a pesar de las inconsistencias en los expedientes y la falta de respuestas. El único adulto contratado de forma externa, el chofer Lázaro Rosales, resultó tener un expediente irregular y una dirección falsa, desapareciendo del mapa junto con el autobús. La profesora, Magdalena Ruiz, no conocía la zona arqueológica, lo que contradecía el itinerario oficial. Los archivos estaban incompletos, y las versiones, contradictorias. El caso parecía condenado a la nada.

 

Un hallazgo que rompe el silencio

 

El tiempo siguió su curso. La mayoría de los padres originales de los niños fallecieron o se mudaron, incapaces de seguir conviviendo con la sombra de lo que se llevaron. El comité “Voces de Octubre” se redujo a un puñado de valientes. Pero la historia, como un eco persistente, se negó a morir. Y el suelo, que durante 33 años había guardado el secreto, finalmente decidió revelarlo.

La mañana del 3 de marzo de 2019, en una ladera boscosa cerca de Teteles de Ávila Castillo, a 7 kilómetros de la ruta original, tres operarios de una empresa de telecomunicaciones realizaban excavaciones para instalar una torre. El terreno, virgen y cubierto de maleza, era conocido por los lugareños con leyendas que decían que “allí se hundían los machetes sin eco y el agua sabía a hierro”. De repente, la retroexcavadora golpeó algo metálico. Un ruido sordo, como un golpe a un objeto olvidado. Al remover la tierra, emergió un fragmento de una defensa oxidada. Y luego, una placa blanca. La matrícula, doblada y cubierta de óxido, coincidía con la del autobús escolar de 1986.

El forense de Teziutlán, el Dr. José Heredia, fue quien confirmó la magnitud del descubrimiento. El autobús escolar desaparecido estaba allí, semienterrado, con el chasis deformado y las ventanillas rotas. Dentro, entre el lodo y los restos de los asientos, encontraron mochilas descompuestas, un zapato infantil, crayones y fichas escolares con los nombres visibles. Al excavar bajo el chasis, los forenses hallaron una caja metálica oxidada, escondida deliberadamente. En su interior, bajo varias capas de plástico, había documentos escolares sellados, recibos, un mapa doblado con rutas subrayadas y una hoja con correcciones manuscritas que revelaba un destino no oficial: Rancho El Sensontle. El sobre de los documentos pertenecía a una fundación educativa desconocida.

 

Un engranaje de corrupción y engaño

 

El hallazgo del autobús no fue el final del misterio; fue el comienzo de una investigación que desenterraría una red de complicidad y corrupción. El análisis de los documentos reveló que el rancho “El Sensontle”, a nombre de un empresario ya fallecido, Eugenio Bársenas Revilla, era el destino real. Los forenses encontraron en el lugar restos óseos, 11 de los 15 cráneos infantiles, lo que confirmaba lo que el pueblo siempre temió: la excursión fue un engaño para el tráfico de menores.

La libreta de uno de los niños, parcialmente destruida, contenía una frase que serviría como pieza clave para la investigación: “El maestro no viene. Vamos a otro lado. Dicen que hay una cabaña”. Esta anotación, escrita con la inocencia de un niño, revelaba que no solo el destino era diferente, sino que el plan se desvió de su curso. El hallazgo de ropa de adulto, una libreta de calificaciones y un cinturón con rastros de sangre seca en una fosa cercana al autobús sugirió que la profesora, Magdalena Ruiz, pudo haber intentado escapar con algunos niños, siendo asesinada en el proceso.

Los hallazgos no se detuvieron allí. A 300 metros del autobús, en un agujero cubierto de ramas, se encontraron dos uniformes escolares y una cartulina blanca que decía: “Gracias por traernos, profe”. El descubrimiento de tres carretes fotográficos sin revelar en una botella plástica, a 15 metros del autobús, reveló imágenes de los niños sonriendo frente a una cabaña de madera, con un letrero que se podía distinguir parcialmente: “Rancho El Sensontle”. Estas pruebas, visuales y documentales, confirmaron que la excursión tenía un objetivo siniestro. Un ex-colaborador de Bársenas, Jesús Castañeda, confesó que el rancho funcionó durante años como un centro de captación de menores y que los alcaldes locales estaban enterados. Afirmó que “algo salió mal” en el traslado de los niños.

 

Una verdad con nombres y memoria

 

La noticia del hallazgo y las revelaciones de la investigación sacudieron a México. Después de 33 años de silencio, la impunidad tenía un nombre, un rostro y un lugar. El gobierno estatal, bajo presión mediática, creó una Unidad Especial de Investigación para casos históricos de desaparición infantil. En un acto íntimo y doloroso, se entregaron las urnas con los restos identificados a las familias. En Cuetzalán, se erigió una cruz de madera en el lugar del hallazgo. A su alrededor, las familias encendieron 15 veladoras, una por cada niño. Ningún discurso oficial se pronunció. Solo el silencio, un silencio que ya no era de olvido, sino de memoria.

El caso de Cuetzalán, a pesar de no haber culminado con justicia plena, rompió el muro de la impunidad. La sociedad mexicana escuchó, por primera vez en décadas, los nombres de aquellos niños. Los detalles de la trama, la complicidad de las autoridades, el destino oculto del rancho, todo salió a la luz. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos reconoció la negligencia institucional y la complicidad pasiva.

El 2 de noviembre de 2019, en la Plaza de Cuetzalán, las familias realizaron una ceremonia austera. No había discursos, solo un altar con ofrendas que representaban a cada niño: un trompo de cuerda, una regla de madera, una lonchera abollada. Un alumno de la escuela Benito Juárez leyó una carta a los 15 desaparecidos: “No los conocí, pero hoy los nombro”. La herida, aunque no sanó, adquirió un contorno, una forma. El silencio, que fue la peor de las condenas, por fin había empezado a hablar, dejando al descubierto una verdad que, aunque fragmentada y dolorosa, era al fin una memoria incorruptible.

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