
En el tranquilo municipio de San Mateo, Estado de México, un lugar donde la vida transcurría sin sobresaltos y los vecinos se daban los “buenos días”, el año 2005 marcó un antes y un después. Fue el año en que la familia Pérez —Arturo, su esposa Isabel, y sus dos hijos pequeños, Mateo y Lucía— desapareció de la faz de la tierra. Su hogar, una encantadora casa de ladrillo en una calle cerrada, se convirtió en un monumento al silencio y al miedo. Durante diez años, la pregunta “¿Qué pasó con los Pérez?” fue una herida abierta en la comunidad. Nadie imaginó que la respuesta, macabra y sorprendente, siempre había estado allí, oculta a plena vista, dentro de las paredes de su propia casa.
Todo comenzó una fría noche de otoño, el 17 de octubre de 2005. A las 23:18, una llamada angustiada entró al servicio de emergencias 911. La voz, apenas un susurro tembloroso, era la de Isabel Pérez. “Hay alguien en la casa”, dijo, “por favor, dense prisa. Estamos escondidos en el armario del sótano”.
La patrulla del agente Ramírez llegó en menos de seis minutos. Encontraron la puerta principal ligeramente entreabierta, pero no forzada. La casa estaba en un silencio sepulcral. Las luces de la sala de estar estaban encendidas y una película infantil seguía en pausa en la televisión. Había tazas de chocolate a medio beber sobre la mesa de café. En la cocina, la cena estaba preparada, pero intacta. Era como si la familia se hubiera evaporado en mitad de una frase.
Los oficiales registraron la casa, habitación por habitación. El sótano estaba vacío. El armario donde Isabel dijo que se escondían estaba abierto, sin señales de lucha. Del intruso, ni rastro. El auto familiar, un sedán azul, estaba estacionado en la cochera. Las carteras, llaves y teléfonos móviles de Arturo e Isabel estaban en la mesita de noche de su habitación. No se habían llevado nada. Simplemente, se habían ido.
La investigación inicial fue frenética. Cientos de voluntarios de San Mateo y municipios vecinos peinaron los bosques y barrancas circundantes. Los detectives interrogaron a todos los conocidos de la familia. Los Pérez eran descritos como personas amables, sin enemigos conocidos, una familia modelo. Arturo era ingeniero en una fábrica cercana e Isabel era maestra de primaria. No tenían deudas de juego, ni problemas financieros, ni vínculos sospechosos.
La teoría del “intruso” era la única pista. ¿Había sido una interrupción de un robo que salió terriblemente mal? La policía investigó a cada delincuente conocido en la región, pero no encontró ninguna conexión. La ausencia de violencia o lucha en la casa era desconcertante. Para los investigadores, era un rompecabezas imposible.
Con el paso de los meses, el caso se enfrió. La prensa nacional, que al principio había acampado frente a la casa, se marchó en busca de nuevas tragedias. El caso Pérez se convirtió en una leyenda urbana de San Mateo, una historia de fantasmas que los padres usaban para asustar a sus hijos. La casa fue tapiada, sus jardines se llenaron de maleza y el polvo se acumuló sobre los recuerdos de una vida feliz.
Diez años pasaron. Una década de silencio.
En 2015, un nuevo detective, David Morales, fue asignado a la unidad de casos fríos de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México (FGJEM). Morales era joven, meticuloso y estaba obsesionado con los detalles que otros habían pasado por alto. El décimo aniversario de la desaparición se acercaba, y él decidió que el caso Pérez merecía una última mirada. Obtuvo permiso para reabrir la casa, ahora en mal estado y propiedad del banco, para un barrido forense completo con tecnología que no estaba disponible en 2005.
El equipo de Morales pasó días en la casa, catalogando cada fibra y cada mancha. Pero fue el propio Morales quien notó la anomalía. Estaba en la sala de estar, mirando la imponente chimenea de ladrillo rojo que ocupaba toda una pared. Era una estructura hermosa, pero algo no cuadraba.
“El ladrillo aquí, en la base… es diferente”, le dijo a su equipo. El mortero era de un color ligeramente más pálido y la textura del ladrillo no coincidía perfectamente con el resto de la estructura. Parecía un trabajo de reparación, pero no había registro de ningún daño en la casa antes de la desaparición.
Armados con una orden judicial y un presentimiento sombrío, trajeron equipo pesado. El aire se volvió denso cuando el primer golpe del mazo rompió el silencio de la casa. Los agentes comenzaron a desmantelar la base de la chimenea, ladrillo por ladrillo.
Primero, fue el olor. Un olor que helaba los huesos y hacía que los veteranos forenses retrocedieran. Luego, detrás de la falsa pared de ladrillos, en un espacio hueco que no debería haber existido, encontraron la respuesta.
No fue un hallazgo rápido. Fue un descubrimiento meticuloso y desgarrador. Ocultos dentro de la estructura de la chimenea, los investigadores encontraron la sombría evidencia que ponía fin a una década de misterio. Allí estaban los restos de la familia Pérez. Su trágico final había ocurrido allí mismo, en su propio hogar.
La conmoción en San Mateo fue total. El pueblo, que había mantenido una extraña esperanza de que la familia hubiera huido para comenzar una nueva vida, ahora se enfrentaba a una realidad mucho más oscura.
La investigación cambió de un caso de personas desaparecidas a un complejo caso de un crimen atroz. El “intruso” que Isabel Pérez había reportado no era una alucinación. Había sido real. El análisis forense determinó que la familia había sido coaccionada y su desenlace fue rápido. El perpetrador, o perpetradores, habían utilizado la chimenea como un lugar de ocultamiento, sellándola expertamente para ocultar su acto.
Este descubrimiento convirtió el caso en la prioridad número uno del estado. ¿Quién tenía tal conocimiento de la casa? ¿Quién era el intruso? La evidencia apuntaba a alguien con habilidades de construcción, alguien que quizás conocía a la familia o había trabajado en la casa. La Fiscalía reabrió viejas listas de contratistas y trabajadores que habían hecho remodelaciones en el vecindario.
El misterio de “qué pasó” finalmente se resolvió, pero fue reemplazado por las preguntas tortuosas de “quién” y “por qué”. La chimenea, que una vez fue el corazón cálido del hogar de los Pérez, había guardado su secreto más frío durante diez años.
La casa de la cerrada ya no es un monumento al misterio; ahora es un monumento a una tragedia inimaginable. Para los habitantes de San Mateo, la desaparición de los Pérez ya no es una historia de fantasmas. Es un recordatorio devastador de que, a veces, el verdadero horror no está en lo desconocido, sino oculto dolorosamente cerca, justo en casa. La investigación de la FGJEM sigue activa.