El Eco del Hielo: El misterio de 7 años de Mateo Rojas, el adolescente que desapareció en el Pico de Orizaba y el escalofriante mensaje que dejó tallado en la roca

En México, el viento en las alturas es diferente. No es el viento suave de la costa, es un viento que corta, un viento que arrastra el olor a azufre y hielo. Es un viento que lleva susurros, advertencias y, a veces, las últimas señales de alguien que nunca debió marcharse.

Mateo Rojas tenía 17 años cuando se propuso escalar en solitario el Pico de Orizaba, el Citlaltépetl, la “Montaña de la Estrella”. Era el 14 de julio de 2016, y el cielo sobre Veracruz estaba inusualmente despejado. No había alertas de “Norte”, ni banderas rojas, solo un adolescente, una mochila y la montaña más alta de México.

Nunca regresó.

Su ruta prevista era modesta para un alpinista experimentado como él: un ascenso de dos días comenzando desde el refugio de Tlachichuca, rodeando el Glaciar de Jamapa y regresando por una ruta favorecida por excursionistas que buscaban el silencio. Mateo no se reportó con nadie; lo prefería así. Independiente, curioso y conocido por desaparecer en las montañas los fines de semana.

Su ausencia no encendió las alarmas hasta el tercer día. Cuando no respondió a los mensajes de su madre, perdió una llamada programada con su hermano y no regresó al pequeño hostal que había pagado por adelantado, sus padres llamaron a Protección Civil. Los equipos de búsqueda comenzaron a peinar la zona en cuestión de horas.

Helicópteros sobrevolaron las crestas rocosas, perros entrenados rastrearon los senderos volcánicos y voluntarios encendieron luces de bengala por si él respondía desde las laderas. Lo que encontraron fue extraño.

Cerca del borde de una cresta estrecha, con vistas a una caída glacial pronunciada, una mochila descansaba en posición vertical, intacta por el viento o los animales. El nombre de Mateo estaba escrito en tinta negra desvaída en una etiqueta interior. Las cremalleras estaban cerradas.

El contenido: un diario, un mapa de la ruta, una botella de agua medio vacía, barras de proteína, su teléfono muerto. Pero ni rastro de Mateo. Sin huellas que se alejaran, sin sangre, sin marcas de arrastre. Solo la mochila y la persistente sensación de que algo no estaba bien.

Lo llamaron un accidente. Quizás una caída, quizás hipotermia y confusión. Pero nunca se encontró un cuerpo y nadie escuchó un grito de auxilio. El caso se enfrió en pocas semanas.

Y en los años que siguieron, Mateo Rojas se convirtió en algo más. No era solo un adolescente desaparecido. Se convirtió en una historia contada en voz baja por los alpinistas que pasaban por allí. Un fantasma del Citlaltépetl. Un chico que caminó hacia la montaña y nunca salió.

Pero siete años después, el hielo comenzaría a derretirse. Y con él, el silencio.

Para entender lo que se perdió, hay que saber quién era Mateo Rojas. No era un adolescente problemático. No era imprudente. Mateo era callado, de esa manera que hacía que la gente se inclinara cuando hablaba. Prefería los libros a las fiestas, los volcanes a las calles de Orizaba y los mapas topográficos a los mensajes de texto.

Nacido en Orizaba, Veracruz, creció con el Pico cosido al telón de fondo de cada recuerdo. Su madre los llamaba su “catedral”. Los trataba con reverencia, incluso de niño. A los 17 años, Mateo ya era una especie de prodigio de la soledad. Escalaba solo, a menudo, siempre preparado, siempre planificado. Los profesores decían que tenía la disciplina de alguien que le doblaba la edad.

Estaba ahorrando para un año sabático: un viaje sin estructuras antes de la universidad, lleno de ascensos en solitario a las cumbres más remotas de América Latina. No quería Wi-Fi ni hostales. Quería aire tan fino que doliera, lugares donde el silencio significara algo.

Los amigos lo recuerdan de manera diferente, más gentilmente. Dicen que podía ser divertido si lo escuchabas el tiempo suficiente. Que hacía bromas extrañas sobre perderse a propósito, que creía que todavía había lugares en el mundo donde podías desaparecer y empezar de nuevo.

Llenaba cuadernos con dibujos de crestas montañosas, rosas de los vientos, coordenadas que nadie nunca verificó. Una vez dio una presentación en clase susurrando porque dijo: “A las montañas no les gusta la gente ruidosa”.

Su habitación era escasa. Mapas topográficos en las paredes, equipo meticulosamente organizado por función, una estantería de libros de bolsillo desgastados. Su sueño no era ser famoso o rico. Quería quietud. Quería caminar por rutas que no estaban en los mapas. Quería demostrar que no necesitabas ser encontrado para estar completo.

Cuando partió hacia Tlachichuca esa mañana de verano, sus padres no se preocuparon. Besó a su madre en la mejilla, prometió llamar en dos días y subió al autobús sin mirar atrás. Estaba preparado, tranquilo y feliz. Esa fue la última vez que alguien vio a Mateo Rojas con vida.

Lo que sucedió después se convertiría en un misterio tallado en hielo volcánico. Y siete años después, la montaña finalmente hablaría.

La mañana comenzó como cualquier otra, con el aire fresco bajando de la montaña. Mateo Rojas salió de casa con las botas de montaña bien atadas, la mochila ajustada y la calma de alguien que entra en un mundo que entiende mejor que el que deja atrás.

Las cámaras de seguridad de la estación de autobuses de Orizaba lo captaron poco después de las 6:00 a.m. A las 8:47 a.m. había transbordado a un servicio regional más pequeño con destino al pueblo de Tlachichuca, en Puebla, el punto de partida para el Pico.

El conductor del autobús lo recordó más tarde, dijo que parecía educado, asintió en agradecimiento, nunca miró su teléfono. A las 9:22 a.m., Mateo descendió en Tlachichuca, un lugar donde la señal de celular se desvanece y el tiempo se desliza.

Un comerciante local lo recordó comprando una barra de chocolate y señalando un tablero meteorológico. “¿Está estable allá arriba?”, preguntó. La mujer asintió. “Por ahora”.

A las 10:06 a.m., Mateo pasó el último puesto de control, un registro de Protección Civil para rastrear la actividad de los alpinistas. Fue registrado entrando en la “Ruta Sur”. Una cámara instalada justo después del puesto de control captó su silueta subiendo, con los piolet en la mano, a un ritmo constante.

Ese sería el último avistamiento confirmado de Mateo Rojas.

Lo que nadie podía saber entonces, lo que los datos satelitales mostrarían más tarde, era que el cielo había comenzado a cambiar. Vientos en altura ya estaban girando. La presión estaba cayendo, y en menos de cuatro horas, todo cambiaría.

En el Pico de Orizaba, el clima no llega; erupciona. A las 2:11 p.m. del 14 de julio de 2016, los sensores atmosféricos comenzaron a registrar caídas repentinas de la presión y picos abruptos en la velocidad del viento.

En minutos, la niebla se derramó sobre el glaciar como una ola de leche. La lluvia se convirtió en aguanieve. Las temperaturas cayeron casi 15 grados en menos de una hora.

Los escaladores locales lo llaman “el velo blanco”, un fenómeno donde la vista desaparece, el sonido se distorsiona e incluso el montañero más experimentado puede perder la dirección en cuestión de pasos. No hubo advertencias, ni alertas de tormenta enviadas a los teléfonos civiles. El cielo había estado en calma esa mañana. Su silencio, un engaño.

Si Mateo todavía estaba en la ruta, si aún no había llegado al descenso sur, habría sido atrapado en la “zona muerta”, una sección de la ruta con cobertura limitada, crestas expuestas y sin refugio por kilómetros.

No se registró ninguna llamada de SOS. Su teléfono, encontrado más tarde en su mochila, estaba apagado, con la batería agotada. Los expertos en búsqueda y rescate especularon más tarde que Mateo podría haber intentado esperar, encontrar un afloramiento de rocas o un pliegue del glaciar y refugiarse. Otros creían que podría haber seguido adelante, pensando que podría ganarle al clima.

Para cuando la tormenta amainó en la madrugada del 15 de julio, cinco excursionistas habían emitido llamadas de rescate. Tres fueron evacuados en helicóptero. Dos fueron encontrados acurrucados en una cueva de hielo cerca del refugio, sufriendo de exposición. Pero de Mateo Rojas, no había nada.

Ni una sola huella, ni un objeto caído, solo silencio.

La mañana siguiente, el cielo volvió a un azul burlón en su calma, y Mateo se había ido.

A la 1:37 p.m., el teléfono de Mateo Rojas hizo ping en una torre de telefonía celular en lo alto del valle. La señal era débil, pero marcó su última ubicación conocida: una cresta por encima de los 4,500 metros, cerca de un afloramiento que los excursionistas usan como punto de referencia.

Después de ese breve contacto con la red, el teléfono de Mateo se oscureció. Los analistas forenses encontraron más tarde una pantalla de inicio simple, sin fotos recientes, ni videos, ni redes sociales. Su último mensaje, enviado a su hermano dos noches antes, simplemente decía: “La señal podría ser mala. Hablamos pronto”.

Ese ping no fue solo un punto de datos. Fue un latido digital. Y se detuvo a mitad de camino.

Al anochecer, Orizaba seguía disfrutando de la luz dorada del verano, sin saber que algo ya había salido terriblemente mal. En un modesto apartamento, Maryanne Rojas ponía la mesa para la cena.

Miró su teléfono, esperando un mensaje de Mateo. Nada. Su esposo, Daniel, lo desestimó al principio. “Probablemente esté por encima de la línea de árboles”, dijo. “Zonas muertas allá arriba”.

Pero cuando dieron las 9 p.m. y seguía sin haber nada, los dedos comenzaron a temblar sobre el botón de llamada. A la medianoche, había dejado tres mensajes de voz. A las 3 a.m., Daniel revisaba los registros de autobuses, tratando de convencerse de que Mateo había regresado temprano. Pero el apartamento estaba en silencio, su habitación intacta.

Cuando amaneció el 15 de julio, la familia Rojas llamó a Protección Civil. La voz del despachador fue tranquila, clínica. “No podemos reportarlo como desaparecido hasta que hayan pasado 24 horas completas”.

Para el mediodía, Daniel y Maryanne estaban en Tlachichuca. Un oficial del parque los acompañó al inicio del sendero. Mateo no había firmado su salida. Nadie lo había visto desde la mañana anterior. La realización llegó de golpe: estaba realmente desaparecido.

En cuestión de horas, los equipos de rescate de montaña fueron alertados. Helicópteros despachados, perros desatados. Y aun así, lo único que tenían era ese último ping frío de un teléfono muerto.

Desde la distancia, el Pico de Orizaba parece majestuoso, una postal perfecta. Pero de cerca, es otra cosa: implacable, antiguo, indiferente a la presencia humana.

El terreno en el que Mateo Rojas había entrado no solo era hermoso; era letal. La “Ruta Sur” bordeaba caídas abruptas, cornisas estrechas y bifurcaciones sin marcar. Debajo de la superficie yacían peligros ocultos: grietas enmascaradas por delgados puentes de nieve, caras de roca inestables.

Los equipos de rescate enfrentaron todo eso. El 15 de julio, los primeros helicópteros sobrevolaron la región. La niebla se movía como algo vivo, tragándose los senderos, amortiguando el sonido.

Los equipos de tierra informaron que avanzaban apenas 30 metros por hora. Los perros captaban olores y los perdían con la misma rapidez.

Para el tercer día, incluso los guías de montaña más curtidos comenzaron a desviar la mirada cuando se les preguntaba si Mateo podría seguir vivo. No porque no les importara, sino porque habían visto esto antes. En el Citlaltépetl, no tienes que caer para morir. Solo tienes que dudar.

Al cuarto día de la búsqueda, Marc Herzel, un veterano rescatista voluntario, encontró la mochila. Estaba metida cerca del borde de una meseta, descansando contra un grupo de piedras volcánicas como si la hubieran colocado allí a propósito. Azul, desgastada, pero intacta. Seca.

No había huellas de botas. Ni marcas de arrastre. Solo la mochila, perfectamente inmóvil.

Dentro, todo estaba allí. Un mapa, barras de proteína, un botiquín, una manta de emergencia doblada y un diario con su nombre. Su teléfono, agotado pero intacto. Sin sangre. Sin signos de lucha.

Estaba mal. Los rescatistas están acostumbrados al caos: mochilas rasgadas, equipo esparcido, señales de pánico. Esto era lo contrario. Organizado. Como si Mateo se hubiera detenido, hubiera dejado su mochila y luego se hubiera desvanecido.

El lugar estaba ligeramente fuera de la ruta, en una cornisa que requería un movimiento deliberado para alcanzarla. No era un lugar en el que alguien tropezaría. Era un lugar que elegías.

La mochila fue la primera pista real. Y de alguna manera, solo hizo que el misterio fuera más profundo.

Buscaron durante 10 días. 10 días de botas raspando roca volcánica, de rotores cortando el aire de la montaña. Los perros reaccionaron a algo el sexto día, aullando cerca de una grieta al oeste del Glaciar de Jamapa, pero los buzos solo encontraron agua de deshielo.

Para el décimo día, el estado de ánimo cambió. No quedaban pistas que seguir. Las autoridades anunciaron la suspensión de la búsqueda activa de Mateo Rojas el 24 de julio. El viento fue el único sonido en la cresta esa tarde.

La montaña había ganado de nuevo.

Orizaba no es el tipo de ciudad que olvida fácilmente. Cuando Mateo Rojas no regresó a casa, la ciudad contuvo la respiración. Los carteles de “desaparecido” se arrugaron en los postes telefónicos.

Las velas parpadearon en la ventana de la familia Rojas. En la plaza del pueblo, los vecinos comenzaron a dejar piedras, cada una grabada con el nombre de Mateo. No flores; piedras. Permanentes, inmóviles, como la propia montaña.

La preparatoria guardó un minuto de silencio. Y, sin embargo, no hubo memorial, ni funeral. Maryanne Rojas se negó. “No sin un cuerpo”, dijo. “No hasta que yo misma entierre a mi hijo”.

Todos los días leía su diario. Todas las noches revisaba los informes meteorológicos del Pico. Daniel, su esposo, se volvió más callado. Se encerró en su taller de carpintería. No estaban en negación. Estaban en espera.

“Él no es una historia de fantasmas”, dijo Maryanne una vez. “Solo está perdido. Hay una diferencia”.

Para la mayoría, Mateo era solo un adolescente que amaba las montañas. Pero para quienes realmente lo conocían, era algo más. Un buscador, un estudiante de caminos olvidados.

“No estaba obsesionado con el senderismo”, dijo Jonas Kohler, el mejor amigo de Mateo. “Estaba obsesionado con la idea de estar solo. Realmente solo”.

Las estanterías de Mateo estaban llenas no solo de guías alpinas, sino de antiguos diarios de expedición, manuales de supervivencia militar y relatos de viajes oscuros.

Trazaba antiguos senderos del Imperio Azteca y destacaba rutas comerciales prehistóricas en mapas desgastados. Su libro favorito trataba sobre la psicología de los ermitaños.

Luego estaba el cuaderno. Jonas lo encontró en el dormitorio de Mateo semanas después de que terminara la búsqueda, enterrado bajo una pila de listas de equipo.

Sus páginas estaban cubiertas de una letra densa, bocetos de senderos con fechas que no coincidían con ningún evento conocido y símbolos que parecían más un código que un idioma.

“El silencio entre los ecos”. “La altitud no perdona la duda”.

Un dibujo mostraba una silueta de pie al borde de un glaciar, con los brazos levantados, rodeada de círculos concéntricos. “Solía decir que el Citlaltépetl estaba vivo”, recordó otro amigo. “Que no solo se llevaba a la gente, sino que la llamaba”.

Mateo no estaba planeando solo un año sabático. Había estado mapeando algo, siguiendo algo. O tal vez, tratando de desaparecer de una manera que nadie esperaría.

Pasaron los años. El rastro se enfrió. Pero los Alpes… no, el Pico de Orizaba, antiguo e inmóvil, siguió guardando silencio.

Luego vino la teoría, susurrada entre los guías de montaña: Mateo Rojas probablemente había caído en una grieta, una oculta por la nieve. Tenía sentido. La “Ruta Sur” corría peligrosamente cerca de varias fisuras profundas en el Glaciar de Jamapa.

Los expertos explicaron cómo un cuerpo podía permanecer sepultado en el hielo durante décadas, momificado por el frío, inalcanzable. Los glaciares se mueven, pero lentamente. A veces guardan sus secretos durante vidas enteras, y a veces los devuelven.

En 2015, unos alpinistas encontraron los cuerpos momificados de dos escaladores que habían desaparecido en 1959, preservados como estatuas. La montaña es una biblioteca de los perdidos. Para Mateo, esta se convirtió en la teoría más aceptada.

Pero no explicaba la posición de la mochila. No explicaba la falta de angustia, ni el diario, ni el último mensaje que dejó: “La cumbre no está arriba, está adentro”.

Internet, por supuesto, inventó sus propias respuestas. Un hilo de Reddit titulado “El chico que se desvaneció en el Pico de la Estrella” apareció seis meses después. Los usuarios diseccionaron su ruta. “Demasiado limpio”, escribió un usuario, “como si alguien lo hubiera escenificado”.

Pronto, otras teorías se acumularon. Informes de viejos búnkeres militares. Imágenes satelitales que mostraban entradas a túneles irregulares. El Citlaltépetl ha atraído secretos durante mucho tiempo.

Historias de ermitaños, de cultos, de nahuales (cambiaformas). El perfil de Mateo, su aislamiento, su obsesión con los senderos antiguos, encajaba demasiado bien. ¿Estaba buscando algo? ¿O lo había encontrado?

Durante mucho tiempo, Jonas Rojas, el hermano mayor, no dijo nada. Había estado junto a sus padres durante la búsqueda. No fue hasta un año después que finalmente pronunció las palabras que habían estado arañando su pecho.

“Peleamos”, dijo. “La noche antes de que se fuera, le dije que no fuera”.

Jonas era dos años mayor, el práctico. Mientras Mateo leía sobre cuevas de hielo y senderos antiguos, Jonas aprendía a conducir y ahorraba para la universidad. Esa noche, 13 de julio, estaban en el balcón. Mateo estaba inquieto. “¿De verdad vas a ir solo?”, preguntó Jonas. Mateo asintió.

“El clima está cambiando. Ni siquiera tienes un rastreador. ¿Qué pasa si algo sucede?”

Mateo sonrió, pero con distancia. “Si te preparas para cada peligro, nunca escuchas nada más que tu propio miedo”.

Las palabras dolieron. Jonas se levantó de un portazo. “Como quieras”, murmuró. “No esperes que vaya a buscarte si desapareces”.

A la mañana siguiente, Mateo se había ido antes del amanecer.

Después de la desaparición, Jonas se culpó a sí mismo. “Le dije que no fuera”, susurró una vez en el escritorio vacío de Mateo, “y aun así lo hizo”.

Nunca se lo dijo a su madre. No hasta que el diario salió a la superficie y las teorías se oscurecieron. Porque Jonas no solo había perdido a un hermano; lo había empujado hacia el silencio.

Incluso en un lugar tan arraigado en la geología como el Pico de Orizaba, hay historias que se niegan a morir. Mucho antes de que Mateo desapareciera, los escaladores hablaban en voz baja sobre la región del Glaciar de Jamapa.

En 2002, un guía veterano afirmó haber visto una figura al atardecer, de pie sola cerca del borde del glaciar, encapuchada, inmóvil. “Demasiado alto para un turista”, dijo. “Demasiado tranquilo para alguien perdido”. Cuando gritó, la figura se dio la vuelta y se desvaneció en la niebla.

Años después, otro excursionista describió haber escuchado silbidos distantes. No el viento. Un patrón. Tres notas, luego silencio.

Cuando Mateo desapareció, esas viejas historias volvieron a salir a la luz. Su mochila colocada con tanta precisión. Las entradas del diario, los símbolos. “La cumbre no está arriba, está adentro”. Algunos comenzaron a preguntarse si Mateo había cruzado algo más que un sendero oculto.

Mateo Rojas no fue el primero. Un oficial subalterno que revisaba los registros de desapariciones en el estado de Veracruz notó algo inquietante. Tres casos, todos excursionistas, todos solos, todos desaparecidos en un radio de 15 km de donde Mateo fue visto por última vez.

La primera fue en 1986. Elena Ruthlessberger, una bióloga de 26 años de Puebla, desapareció mientras realizaba estudios glaciares. Su equipo fue encontrado junto a un arroyo.

Sus notas terminaban a mitad de frase. Luego, Benoît Marot en 1997, un filósofo francés. Su última entrada en el diario mencionaba “una llamada en el hielo”. Finalmente, un adolescente, Kai Meer, desaparecido en 2009.

Un joven de 17 años de Zurich visto por última vez caminando solo por encima de Tlachichuca. Como Mateo, dejó atrás una mochila perfectamente empacada. Como Mateo, nunca fue encontrado.

No era una prueba, pero era un patrón. Y en el mundo de los misterios de montaña, los patrones son raros y aterradores.

El verano de 2023 fue el más caluroso registrado. El Pico de Orizaba ya no era lo que había sido. El hielo estaba cambiando más rápido de lo que nadie había predicho. El retroceso del Glaciar de Jamapa era una noticia nacional. Donde antes había nieve firme, ahora había riachuelos y grietas bostezantes.

Ese julio, un equipo de alpinistas de la Ciudad de México estaba en la montaña, documentando el deshielo. Estaban en una ruta oriental menos utilizada, ajustando su curso después de que una serie de desprendimientos de rocas cerrara el acceso estándar.

Estaban en lo profundo del campo de hielo, atados con cuerdas, cuando uno de ellos, Étienne Leduc, lo notó.

Solo un destello de color bajo la superficie. Algo erróneo contra el blanco azulado. Al principio, pensó que era un truco de la luz. Pero cuando se acercó, lo vio de nuevo. Tela, rasgada, desteñida, pero innegablemente hecha por el hombre.

Se detuvieron. Cavaron con cuidado con piolets y manos enguantadas. El hielo se resistió, pero no por mucho tiempo. Lo que emergió no fue solo tela. Fue una manga, luego un hombro. Luego, inconfundiblemente, el contorno de una forma humana, acurrucada como si se protegiera del frío.

Etienne llamó por radio pidiendo ayuda. No un rescate. Una recuperación.

El 1 de agosto de 2023, la familia Rojas cenaba cuando sonó el teléfono. Maryanne respondió. La voz al otro lado era cuidadosa. Era de Protección Civil de Puebla. “Creemos que hemos encontrado a Mateo”.

En una cuenca congelada al este del Glaciar de Jamapa, bajo apenas centímetros de hielo adelgazado, un equipo de escalada había descubierto restos humanos. Parcialmente momificado, ropa aún intacta, preservado en el silencio eterno del glaciar. Una chaqueta azul, un parche cerca de la muñeca con una letra “M” cosida.

El equipo de recuperación se movió con reverencia. El cuerpo de Mateo no estaba destrozado. Estaba mayormente entero, acurrucado de lado, un brazo recogido como si simplemente se hubiera acostado y se hubiera quedado dormido.

Cerca de su cuerpo, con cremallera en un bolsillo de la chaqueta desgastada, había un mapa de senderos laminado, una brújula rota y un pequeño cuaderno negro, el mismo que había llevado a las montañas.

Los registros dentales lo confirmaron. El ADN no fue necesario. Maryanne ya lo sabía.

Dijeron que el hielo debió ceder bajo él, que se había deslizado en una grieta poco profunda, ahora visible solo debido al derretimiento acelerado. Dijeron que probablemente había sobrevivido a la caída, al menos brevemente.

Cuando Daniel vio los artículos recuperados sobre la mesa de pruebas, el diario de Mateo, sus guantes, la mochila que había elegido con tanto cuidado, no lloró. Simplemente asintió y susurró: “Estaba justo donde dijo que estaría”.

El Pico de Orizaba había guardado a Mateo más tiempo del que nadie debería ser guardado. Pero ahora, finalmente, la montaña lo había soltado.

El equipo de recuperación comenzó al amanecer. El cuerpo ya estaba medio expuesto por el deshielo. El frío había actuado como bóveda y guardián.

Dentro del bolsillo de su abrigo había una hoja de papel doblada y sellada en una bolsa de plástico. Estaba deformada por el agua, pero la tinta permanecía. La letra era temblorosa, apretada, pero inconfundiblemente de Mateo.

“El aire es delgado. El tiempo se siente más lento. No estoy perdido, solo no estoy donde está la gente”.

No encontraron signos de trauma masivo, ni huesos rotos importantes… al principio. Su cuerpo mostraba los primeros signos de hipotermia, pero algo más.

La primera cosa que notó el equipo de recuperación fueron las coordenadas. Mateo había sido encontrado a casi 3.4 kilómetros de su última señal de GPS conocida. Pero no era la distancia lo que los asombró. Era la elevación.

Mateo no había caído. Había ascendido.

Según los mapas topográficos, había escalado más allá de la “Ruta Sur”, más allá de cualquier camino oficial. Había cruzado un campo de rocas considerado intransitable sin cuerda, luego escaló una cresta glacial que los guías locales llamaban simplemente “El Muro”. Era empinado, brutal, no apto para aficionados, ni siquiera para viajes en solitario.

No había sendero, ni marcadores, ni razón. Y, sin embargo, lo había hecho.

Las autoridades de rescate revisaron las imágenes de drones y los escaneos térmicos de la búsqueda original de 2016. Nada de eso había cubierto esa altitud. Se había descartado como inalcanzable. Pero Mateo lo había alcanzado.

Jonas se paró en el mirador cerca del sitio. El viento era agudo. “Siguió subiendo”, dijo suavemente. “No se quedó atrás. Se adelantó”.

En el campamento base, el cuaderno recuperado, una vez anegado, ahora secándose cuidadosamente bajo luces de laboratorio, ofrecía más información. Las entradas finales no eran frenéticas. Eran tranquilas, enfocadas, filosóficas.

“No creo que esté escapando. Creo que estoy llegando”. “Todo lo ruidoso ha desaparecido. Cuanto más alto voy, más veo lo que siempre ha estado aquí”.

El equipo forense reevaluó su suposición. Mateo no había entrado en pánico. Había escalado con propósito. Algunos sugirieron mal de montaña, alucinaciones.

Pero otros, especialmente aquellos que habían leído su diario de la primera búsqueda, no estaban tan seguros. Había escrito sobre una “puerta sobre el glaciar”. Ahora, parecía que había ido a buscarla.

No fue visible al principio. La pared de roca cerca del sitio de recuperación estaba marcada por siglos de abrasión glacial. Pero mientras el equipo forense empacaba las pertenencias de Mateo, un técnico hizo una pausa. Justo encima de la cornisa, medio oculto detrás de una losa de hielo que ahora se derretía rápidamente, algo captó la luz.

Marcas. No naturales.

Rasparon el hielo delgado. Debajo, talladas en el granito vivo con lo que parecía ser la punta de un cuchillo o una roca dentada, había cinco palabras. Desiguales, temblorosas, deliberadas.

“ESPERÉ. NADIE VINO.”

(I waited. No one came.)

La inscripción era poco profunda, gastada en los bordes, como si hubiera sido grabada con desesperación. Todos guardaron silencio. La implicación era inconfundible.

Mateo no había muerto instantáneamente. Había sobrevivido. El tiempo suficiente para estar consciente. El tiempo suficiente para entender que podría no ser encontrado. Y el tiempo suficiente para dejar un último mensaje. Un mensaje no enterrado en un cuaderno, sino marcado en la tierra misma.

“Esperé. Nadie vino”.

El líder de rescate, un hombre que había pasado décadas recuperando a los perdidos, dijo más tarde que nunca había visto nada igual. “La mayoría de la gente no tiene la fuerza”, dijo a la prensa en voz baja. “Sostener un bolígrafo a esa altitud es difícil. Tallar en piedra… ese es un tipo de voluntad que la mayoría de la gente nunca tiene”.

La evidencia recuperada del cuerpo de Mateo contó una historia que nadie esperaba. Los forenses creen que sobrevivió al menos 48 horas después de su último ping de GPS.

Metidos dentro de su chaqueta, entre las capas de aislamiento, había fragmentos de nieve derretida almacenados en una bolsa de plástico resellable. Primitivo pero efectivo. Había hecho su propia agua.

La bolsa de raciones encontrada a su lado había sido abierta limpiamente, contenido parcialmente consumido. Los analistas estimaron que había estirado una sola barra de proteína y un puñado de fruta seca durante dos días. La precisión de Mateo nunca lo abandonó, incluso cerca del final.

Más revelador fue su teléfono. Su botón de encendido estaba roto, la pantalla estrellada, como si se hubiera caído o aplastado durante una caída.

La batería se había agotado hacía mucho tiempo, pero los técnicos forenses pudieron extraer sus últimos registros de registro. Varios intentos fallidos de activar la función GPS, espaciados durante horas, no minutos. Había intentado localizarse repetidamente, no frenético, solo metódico.

La línea de tiempo se formó: Mateo había ascendido, quedó atrapado por el empeoramiento del tiempo, probablemente resbaló o pisó una plataforma de nieve blanda cerca de la cresta, sobrevivió a la caída.

Y luego esperó.

Estaba metida dentro de una solapa oculta en la mochila de Mateo. Una pequeña GoPro dañada por el clima. Su carcasa estaba rota. Al principio, nadie creía que se pudiera salvar algo. Siete años en hielo tienden a borrar la mayoría de las cosas.

Pero el hielo, resulta, preserva más que solo cuerpos.

Cuando el equipo de datos extrajo la tarjeta de memoria, solo quedaba un archivo parcialmente intacto. Miniaturas corruptas, clips rotos. Excepto uno.

Una imagen fija.

Fecha: 14 de julio de 2016, 2:27 p.m.

Era Mateo, de pie en una estrecha cresta de hielo, el Glaciar de Jamapa extendiéndose detrás de él como un mar helado. El atardecer se derramaba sobre los picos en colores fundidos, azules dando paso a dorados, el tipo de luz que solo se ve por encima de los 5,000 metros. Estaba abrigado, con la capucha echada hacia atrás, el viento tirando de su cabello. Sus mejillas estaban rojas por el frío, su aliento visible.

Y estaba sonriendo.

No forzado, ni en pánico. Una sonrisa suave, tranquila, firme. Un chico que sabía que estaba lejos de casa y estaba bien con ello.

La foto envió una onda de choque a través de la familia Rojas. Maryanne la miró durante horas. “No tenía miedo”, susurró. “No entonces”.

Con el cuerpo de Mateo recuperado y la foto publicada, la narrativa oficial debería haber sido clara. Pero en cambio, se fracturó.

Las entradas finales en el cuaderno de Mateo, los extraños bocetos de mapas, el ascenso deliberado a una cresta no rastreada… no encajaban con el comportamiento de un adolescente perdido o confundido. Apuntaban a algo más: una elección.

Psicólogos y expertos en supervivencia fueron consultados. Y lentamente, una nueva teoría tomó forma: Mateo Rojas había orquestado su propia desaparición, no como un suicidio, sino como una peregrinación, un viaje espiritual, un retiro deliberado del mundo.

Se alineaba con las frases de su diario. Explicaba los códigos crípticos. Coincidía con la calma en su fotografía final. No estaba perdido. Había seguido un camino de su propia creación.

“Él entendía más de lo que le dábamos crédito”, dijo Jonas en una rara entrevista. “No quería ser encontrado. Quería desaparecer en algo más grande que él mismo”.

Pero la montaña tenía otros planes. Tal vez Mateo tenía la intención de regresar. Pero el clima cambió y el frío llegó rápido.

La autopsia llegó dos semanas después. Causa de la muerte: hipotermia.

Trauma secundario: una fractura limpia del tobillo izquierdo, probablemente sufrida durante una caída cerca del momento de su última ubicación conocida. Habría hecho que el movimiento fuera insoportable.

Eso lo cambió todo. No había seguido ascendiendo solo por pura voluntad. Probablemente se había caído. Lo suficiente como para torcer el hueso, para reducir la velocidad a un rastreo. La cresta que alcanzó, es posible que se haya arrastrado hasta allí.

La inscripción final: “Esperé. Nadie vino”. Ya no era solo emocional. Era literal.

Había esperado. Atrapado, herido, consciente.

Los rescatistas habían estado buscando solo kilómetros más abajo. Los helicópteros habían sobrevolado. Pero él había escalado fuera de su alcance. O tal vez nunca pensaron en mirar tan alto.

El frío no lo mató instantáneamente. Se deslizó lentamente. Confusión, fatiga, sueño. Mateo lo habría sabido. Había estudiado la supervivencia. No había señales de que hubiera intentado construir un refugio, ni fuego, solo el mensaje en la roca.

Había conservado su energía, creyendo hasta el final que alguien vendría. Y cuando nadie lo hizo, dejó atrás no el caos, sino un registro.

El funeral se celebró en una mañana gris a principios de octubre. El lago en Orizaba estaba quieto, las montañas distantes y veladas por las nubes, como si estuvieran observando. Sin equipos de televisión, solo la familia, viejos amigos y los restos de una ciudad que había aprendido a llorar en silencio.

La familia Rojas había esperado siete años para enterrar a su hijo. Ahora el nombre de Mateo estaba grabado en una simple piedra: “MATEO ROJAS 1999-2016. ESCALÓ MÁS ALLÁ DEL RUIDO”.

No hubo elogios fúnebres. Maryanne Rojas, temblando pero erguida, colocó un solo objeto junto a la urna: el diario, todavía cerrado. Nunca lo había leído. “Él nos dijo todo lo que necesitábamos”, dijo suavemente. “Simplemente no con palabras”.

Jonas estaba detrás de ella. Por primera vez en años, la familia estaba junta, no entera, pero ya no rota por lo desconocido.

Llevó meses decodificar completamente las entradas finales. El código no era complicado; era íntimo. Una mezcla de coordenadas de senderos, referencias de libros y símbolos que solo aquellos que realmente conocían a Mateo reconocerían. Y debajo del cifrado había algo sorprendentemente simple. Una carta no dirigida a nadie, pero destinada a todos.

Escribió sobre el viento y cómo sonaba diferente cuando no había nadie con quien hablar, sobre las estrellas más brillantes en la altitud, “como ojos abiertos en un cielo dormido”.

Escribió: “El silencio no es soledad. Es una conversación con el mundo cuando te has quedado sin preguntas”.

Describió el dolor del hambre, la lenta quemadura de la fatiga, pero no como enemigos, más bien como compañeros.

Y luego vinieron las últimas páginas, más sueltas: “No me he ido. Estoy absorbido. La montaña no te toma, te acepta. Como el mar toma la lluvia, sin resistencia. Nunca planeé desaparecer. Planeé escuchar. Y en esa quietud, escuché algo que se sentía como un hogar”.

Mateo no había escrito una despedida. Había escrito una filosofía.

Al final, Mateo Rojas no se desvaneció. Simplemente fue a donde la mayoría de nosotros teme ir: mucho más allá de los caminos marcados, a un lugar donde los mapas se vuelven blancos.

El Citlaltépetl no lo mató. Lo guardó, lo mantuvo en su corazón frío durante siete largos años. La montaña no lo devolvió por misericordia. Lo devolvió porque había llegado el momento.

Su historia termina donde comenzó, en los pliegues del hielo y la roca volcánica. Y, sin embargo, algunas preguntas permanecen. ¿Por qué escaló tan alto, tan solo? ¿Qué pensó que encontraría por encima de las nubes?

Quizás nunca lo sepamos. Quizás Mateo nunca quiso que lo supiéramos. Porque el Pico de Orizaba, como todas las cosas antiguas, no está hecho para ser resuelto. Solo para ser respetado. Solo para ser recordado.

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