
En mayo de 2022, Chiapas ardía bajo un sol implacable. La comunidad de San Cristóbal de las Casas sufría una de las peores sequías en décadas. El aire era denso, el polvo cubría todo y el agua se había convertido en el recurso más preciado. Los pozos estaban secos y las cisternas apenas contenían líquido para sobrevivir. En este escenario de necesidad desesperada, una joven madre tomó una decisión que marcaría un antes y un después en la historia de la región.
Maribel Sánchez tenía 23 años. Su vida giraba en torno a Santiago, su bebé de apenas 8 meses. Vivían en una casa modesta en las afueras, donde la precariedad era una constante. Su esposo, Tomás, había partido dos días antes a Tuxtla Gutiérrez en busca de trabajo. La mañana del 14 de mayo, tras una noche sofocante en la que el bebé apenas pudo dormir, Maribel se encontró con los recipientes vacíos. No había opción.
Cargó a Santiago en su espalda, asegurándolo con un rebozo, tomó dos garrafones y emprendió el camino de 5 kilómetros hacia el río Grijalba. Era un trayecto que conocía, pero que la sequía había vuelto aún más arduo. Rosalva, su vecina de 62 años, fue la última en verla. Eran las 6:30 de la mañana. Maribel le sonrió con cansancio y le prometió volver antes del mediodía.
Pero el mediodía llegó y se fue. La tarde cayó y Maribel y Santiago no regresaron.
Cuando la oscuridad envolvió el pueblo, Rosalva, con un nudo en el estómago, dio la alarma. Don Efraín, el comisario ejidal, organizó rápidamente un grupo de búsqueda. Ocho hombres descendieron hacia el río con machetes y linternas, gritando el nombre de Maribel en la densa vegetación nocturna. Llegaron a la medianoche a un Grijalba crecido y turbulento por lluvias recientes en las montañas. Recorrieron la orilla durante horas. No encontraron nada. Ni los garrafones, ni el rebozo, ni rastro alguno de la madre o su hijo.
Dos días después, Tomás regresó. Un vecino lo interceptó antes de que llegara a su casa vacía. La noticia lo derrumbó. Literalmente, cayó de rodillas sobre la tierra seca, un grito de dolor puro resonando entre las montañas.
Los días siguientes fueron una tortura frenética. Tomás, consumido por la angustia, recorría el camino al río una y otra vez hasta quedar afónico. La comunidad se unió, pero la búsqueda fue infructuosa. Las autoridades estatales respondieron con una tibieza burocrática que rozaba la indiferencia. Un agente tomó declaraciones básicas y el caso, como tantos otros en Chiapas, comenzó a acumular polvo.
Tomás imprimió volantes con las fotos de su esposa y su bebé sonriente. Los pegó por todo el municipio. Los medios locales cubrieron la historia brevemente y luego la olvidaron. La vida de Tomás se detuvo. Se negó a tocar nada en su casa, que se convirtió en un museo del dolor, un santuario de la ausencia. La ropa de Santiago permanecía doblada en su caja.
Pasaron las semanas, los meses y luego los años. Tomás envejeció prematuramente, viviendo en un limbo doloroso, sin respuestas, sin cuerpos que enterrar, sin un lugar donde llorar. Rosalva se convirtió en su único apoyo, llevándole comida que él apenas probaba, rezando a su lado noches enteras.
La vida en San Cristóbal continuó, marcada por la misma sequía y la misma lucha por el agua que se había llevado a Maribel.
Entonces, tres años después, en octubre de 2025, el río decidió hablar.
Las lluvias intensas habían vuelto a crecer el Grijalba. A unos 30 kilómetros río abajo, en una comunidad ribereña, un pescador de 48 años llamado Jacinto Morales salió en su cayuco. Conocía el río como la palma de su mano. Mientras lanzaba su red en una ensenada que raramente visitaba, algo azul brilló entre los escombros acumulados en la orilla.
Al acercarse, su corazón se aceleró. Era una mamila, un biberón de bebé, parcialmente enterrado en el lodo.
Jacinto sintió un escalofrío. Conocía las historias de los desaparecidos. Llevó el objeto a su esposa, Carmela, quien recordó la noticia de la madre y el bebé perdidos hacía años. Al día siguiente, Jacinto viajó a San Cristóbal y preguntó por Tomás Sánchez.
Cuando Jacinto desenvolvió la mamila azul sobre la mesa, Tomás la miró fijamente. Con manos temblorosas, la tomó. Sus dedos recorrieron una pequeña raspadura en la base, una marca que se había hecho meses antes de la desaparición cuando Maribel la dejó caer. Era la mamila de Santiago. Tomás se derrumbó, llorando desconsoladamente mientras abrazaba el pequeño pedazo de plástico desgastado.
No era un cierre, pero era una certeza. Era la primera prueba tangible en tres años de agonía.
Tomás, Jacinto y un equipo de agentes ministeriales descendieron al lugar del hallazgo. La búsqueda fue meticulosa. Entre las raíces de un árbol caído, fue el propio Tomás quien encontró el siguiente objeto: un trozo de tela con rayas rojas y amarillas. Era el rebozo de Maribel. Poco después, a 100 metros, encontraron uno de los garrafones, abollado y lleno de lodo.
Nunca encontraron los cuerpos. Los expertos explicaron que después de tres años, las corrientes impredecibles del Grijalba y la fauna acuática hacían casi imposible la recuperación.
La hipótesis era clara: un trágico accidente. Quizás Maribel resbaló en las rocas mientras llenaba los recipientes; quizás el bebé se movió, desequilibrándola; quizás la corriente era más fuerte de lo que parecía. Una tragedia ocurrida por la simple necesidad de conseguir agua.
Tomás organizó un funeral simbólico. En una pequeña caja de madera que él mismo construyó, colocó la mamila, el pedazo de rebozo y el garrafón. La enterró en el cementerio local bajo una cruz con sus nombres y la fecha: 14 de mayo de 2022. Todo el pueblo asistió. Jacinto, el pescador, también estaba allí. Tomás lo abrazó, agradeciéndole por haberle dado la certeza que necesitaba para despedirse.
Ese funeral no fue un final, sino un comienzo. El dolor de Tomás, ahora anclado a una verdad tangible, comenzó a transformarse. Ya no era solo duelo; se convirtió en propósito.
Comenzó a asistir a reuniones de familiares de desaparecidos, compartiendo su historia y descubriendo que no estaba solo. Se unió a colectivos de búsqueda, pero su enfoque se agudizó. La tragedia de su familia no fue solo un accidente; fue el resultado de una crisis sistémica: la falta de acceso al agua.
Tomás comenzó a documentar otros casos de personas desaparecidas o fallecidas en circunstancias similares, buscando agua en lugares peligrosos. Su voz, forjada en el dolor, se volvió poderosa. Empezó a dar charlas en comunidades rurales sobre seguridad y a exigir acción a las autoridades.
La casa que había sido un museo del dolor se transformó. Tomás la convirtió en un centro comunitario. El espacio donde Santiago debería haber crecido se llenó con libros donados, un lugar para que los niños hicieran sus tareas y una oficina de apoyo para otras familias de desaparecidos. En la pared principal, colgó la foto de Maribel y Santiago.
Su activismo, junto con el de otras organizaciones de derechos humanos, comenzó a generar presión. Se lograron instalar nuevos puntos de distribución de agua y pozos en varias comunidades, reduciendo la necesidad de viajes peligrosos. El pescador Jacinto y el comisario Don Efraín ayudaron a colocar señalizaciones de advertencia en los caminos hacia el río.
El legado de Maribel y Santiago se estaba cimentando. Años después, un documentalista contó su historia y el caso ganó notoriedad nacional. La presión fue tal que el gobierno estatal finalmente respondió. Se lanzó un programa para mejorar el acceso al agua, pero el mayor logro fue la aprobación de la “Ley Maribel y Santiago”, una legislación estatal que obligaba a todas las escuelas rurales de Chiapas a tener acceso a agua potable dentro de sus instalaciones.
Tomás fue invitado a la ceremonia de firma. Con su característica franqueza, advirtió a los políticos: “Los nombres de mi familia en esta ley solo tienen significado si se implementa. Merecen mejor que promesas vacías”.
Tomás continuó su trabajo durante décadas. Envejeció, encontró una nueva compañera, Elena, quien entendía su luto y apoyaba su misión. El centro comunitario creció, dirigido por jóvenes que habían crecido bajo su tutela. El colectivo de desaparecidos, “Voces del Grijalba”, se profesionalizó, resolviendo casos y apoyando a cientos.
Cuando Tomás falleció a los 84 años, fue enterrado junto a la tumba simbólica de su esposa e hijo. Su funeral fue una celebración de un legado extraordinario, al que asistieron cientos de personas cuyas vidas había tocado.
Hoy, el río Grijalba sigue fluyendo, indiferente a los dramas humanos. Pero en sus orillas, las cosas han cambiado. El “Centro Comunitario Familia Sánchez” prospera. Miles de niños beben agua segura en sus escuelas gracias a una ley que lleva el nombre de una madre y su bebé. Y en la curva del río donde Jacinto encontró la mamila, una pequeña cruz de madera es renovada constantemente por manos anónimas. Es un recordatorio de que Maribel y Santiago no desaparecieron en vano. Su tragedia, causada por la sed, desató una ola de cambio que sigue dando vida a Chiapas.