
En las turbias aguas estancadas de la Reserva de la Biósfera Pantanos de Centla, en Tabasco, el tiempo se mide de forma diferente. Es un lugar donde el presente se siente primitivo y el pasado nunca se descompone del todo; simplemente se hunde. El 12 de marzo de 2007, dos pescadores locales se abrían paso por uno de los canales traseros más remotos, un laberinto de manglares y tulares al que rara vez llegaba un ser humano. Notaron algo antinatural entre la vegetación: la esquina de un techo de lámina podrida que sobresalía del agua oscura.
Era una vieja cabaña sobre palafitos, derribada de sus pilotes hacía años por algún huracán olvidado y arrastrada a este lugar desolado. La curiosidad los llevó a investigar. Lo que encontraron bajo los tablones podridos y las raíces enmarañadas no fue solo basura. Era un bulto. Envueltos en gruesa lona y lastrados con pesados trozos de turba del pantano, había dos esqueletos humanos. Estaban atados juntos. Uno de los cráneos tenía una marca inconfundible, una muesca profunda que solo podía proceder de un golpe violento, un golpe de machete.
Este descubrimiento macabro no era un hallazgo aislado. Era la llave que abría un misterio de 12 años, una historia que la fiscalía había archivado y que los lugareños habían convertido en leyenda. Era la respuesta a la pregunta que atormentaba a una familia en la Ciudad de México desde 1995: ¿Qué le pasó a Santiago y Valeria Luna?
Todo comenzó con un sueño de aventura. En octubre de 1995, Santiago y Valeria Luna, una joven pareja de la Ciudad de México que rondaba la treintena, decidieron pasar sus vacaciones en la naturaleza. No eran novatos. Ambos amaban el ecoturismo y se consideraban excursionistas experimentados. Esta no era su primera salida. Se prepararon meticulosamente: compraron un kayak doble nuevo y resistente, reunieron el mejor equipo de acampada y, lo más importante, adquirieron una baliza GPS, un artículo raro y costoso para uso personal en aquella época.
El plan era sencillo pero desafiante: un viaje de una semana a través de los cursos de agua de los Pantanos de Centla, la reserva de humedales más grande de Mesoamérica y uno de los lugares más salvajes de México. Planeaban seguir una ruta conocida pero exigente, disfrutando del silencio y la naturaleza. Antes de echar el kayak al agua, hicieron lo correcto: se registraron en la estación de guardabosques de la CONANP (Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas), dejando su ruta aproximada y la fecha prevista de regreso.
Siete días antes de su partida, Valeria llamó a su hermana a la capital. Su voz sonaba feliz y emocionada. Le dijo que todo estaba bien, que el clima era perfecto y que estaban ansiosos por comenzar su aventura. Esa fue la última vez que alguien de su familia escuchó su voz.
Los primeros dos días parecieron ir según lo planeado. El 28 de octubre, el segundo día de su viaje, se recibió una única señal de su baliza GPS. No era una señal de socorro. En aquellos días, esos dispositivos no funcionaban como los rastreadores modernos. La baliza tenía que ser activada manualmente para enviar una única ubicación geográfica. Lo más probable es que Santiago estuviera comprobando que el dispositivo funcionaba o quisiera registrar su ubicación en un tramo especialmente hermoso del río Usumacinta.
Las coordenadas apuntaban al borde de una vasta zona pantanosa que los lugareños llamaban “La Boca del Diablo”, un enredo de arroyos poco profundos, manglares e islas de vegetación flotante en el que rara vez se aventuraban incluso los cazadores experimentados. Después de esa señal, solo hubo silencio.
Cuando pasó una semana y Santiago y Valeria no regresaron ni se pusieron en contacto, sus familias dieron la voz de alarma. La hermana de Valeria, al no recibir la llamada esperada, contactó inmediatamente con la dirección de la reserva. Los guardabosques de la CONANP comprobaron el libro de registro. No había constancia del regreso de la pareja.
Se inició una operación de búsqueda. Al principio, fue el procedimiento estándar: la Policía Estatal de Tabasco y Protección Civil comprobaron todas las salidas de la ruta, entrevistaron a otros turistas que pudieran haberlos visto. Nadie había visto nada.
Los Pantanos de Centla abarcan más de 300,000 hectáreas de tierra salvaje, casi intacta. No es un parque con senderos. Es un mundo primitivo donde es fácil perderse y aún más fácil morir. Los helicópteros de la Marina comenzaron a sobrevolar la presunta ruta de los Luna. Al mismo tiempo, equipos de búsqueda en lanchas y a pie peinaban las orillas de las principales vías fluviales.
La atención se centró en la zona desde la que se había originado la última señal GPS. Pero este lugar era un infierno para los buscadores. El agua estaba estancada, oscura y llena de troncos y serpientes. El espeso matorral de manglares y tules se entrelazaba por encima, bloqueando casi toda la luz del sol. Los equipos se movían con lentitud, arriesgándose constantemente a encontrarse con cocodrilos o a quedarse atascados en las ciénagas.
Pasaron los días. No se encontró ni rastro de la pareja. El cuarto día de búsqueda, el piloto de un helicóptero divisó algo brillante en medio del paisaje verde y marrón. Era su kayak. Estaba boca abajo y atascado en las raíces de un mangle, a unas 8 millas de donde se había detectado la señal GPS.
El descubrimiento trajo esperanza y miedo a partes iguales. Una lancha con guardabosques e investigadores de la Fiscalía General del Estado fue enviada inmediatamente al lugar. El kayak fue sacado cuidadosamente a la orilla. La inspección no reveló casi nada. No había signos evidentes de ataque de animales en el casco. Ni marcas profundas de garras ni de mordidas de cocodrilo. Esto hacía improbable la teoría de un ataque repentino de un gran depredador.
Algunas de sus pertenencias flotaban cerca: un chaleco salvavidas, una hielera vacía y una bolsa impermeable con ropa. Pero faltaban los objetos más esenciales: dos grandes mochilas con la tienda de campaña, comida, documentos y la baliza GPS. Tampo faltaban los remos ni los cuerpos.
Los investigadores especularon que la pareja podría haberse visto sorprendida por una “turbonada” o haber perdido el equilibrio, volcando y siendo arrastrados por la corriente. Pero casi no había corrientes fuertes en la zona. El agua estaba prácticamente estancada. Además, Santiago y Valeria estaban en buena forma física y sabían nadar. Incluso si hubieran volcado, lo más probable es que hubieran intentado llegar a la orilla, que estaba a solo unas pocas docenas de metros de distancia.
La búsqueda se intensificó con renovado vigor. Ahora tenían un punto de referencia específico: el kayak encontrado. Cientos de voluntarios locales se unieron a los rescatistas profesionales. Peinaron literalmente cada centímetro del pantano en un radio de varias millas. Los buzos se sumergieron en las aguas turbias, arriesgando sus vidas, palpando el fondo en busca de cuerpos o equipo. Los adiestradores de perros trabajaron en pequeñas islas de tierra firme, pero los perros no pudieron captar ningún rastro. Había demasiada agua y demasiados olores extraños de la naturaleza.
Pasaron dos semanas, luego tres. La operación de búsqueda no arrojó absolutamente ningún resultado. No se encontró ni un solo objeto perteneciente a los Luna, salvo los que flotaban cerca del kayak. Ni un trozo de ropa, ni huellas en el barro, ni restos. Nada.
Era increíble. La gente no puede simplemente desvanecerse en el aire, ni siquiera en un lugar tan salvaje. La policía y los equipos de rescate se estaban quedando sin ideas. La hipótesis de trabajo central era que la pareja se había ahogado y sus cuerpos habían sido devorados por los cocodrilos. Eso explicaría la ausencia de restos. Sin embargo, los biólogos y pescadores experimentados que fueron llamados a investigar negaron con la cabeza. Según ellos, los cocodrilos casi siempre dejan rastros. Desgarran a sus presas, y algunos fragmentos de ropa o huesos casi con toda seguridad habrían flotado a la superficie o se habrían encontrado en el fondo. La falta total de pistas era muy inusual.
Poco a poco, la búsqueda activa fue cancelada. Las familias Luna estaban desesperadas. Contrataron investigadores privados, ofrecieron recompensas por cualquier información, pero fue en vano. El tiempo pasó y el caso de Santiago y Valeria Luna se convirtió lentamente en una de esas historias que se cuentan en los pueblos para asustar a los turistas. Una leyenda sobre una pareja de “capitalinos” tragada por el pantano.
Fueron declarados oficialmente desaparecidos, presuntamente muertos en un accidente. El caso se cerró y se archivó. Para las autoridades y el público, la historia había terminado. Pero para sus seres queridos, nunca terminó. Vivieron con ese vacío y esa incertidumbre año tras año. Doce largos años. Doce años de preguntas sin respuesta, de esperanzas que se desvanecían con cada día que pasaba. Doce años, hasta que dos pescadores locales que se abrían paso por los canales en la primavera de 2007 tropezaron con el techo podrido de una cabaña hundida.
Lo que debía ser solo un curioso trozo de basura resultó ser la clave para resolver un terrible crimen del que nadie había sospechado siquiera. Aún no sabían que bajo esa cabaña, en el barro y la suciedad, se encontraba la respuesta a lo que realmente les había sucedido a Santiago y Valeria en aquel lejano octubre de 1995.
Los pescadores, cuyos nombres nunca fueron revelados por la policía, contactaron inmediatamente a las autoridades por radio. Eran hombres experimentados, acostumbrados a la naturaleza, pero lo que vieron los dejó en estado de shock. Llegar a este punto no fue fácil. Estaba lejos de cualquier ruta conocida. Cuando los primeros agentes de la policía estatal llegaron al lugar en una lancha, se dieron cuenta de que se enfrentaban a algo complejo y siniestro.
La zona fue acordonada. Se llamó a un equipo de servicios periciales y buzos de la Fiscalía del Estado para que ayudaran. El trabajo que tenían por delante era difícil. El agua en estos canales era oscura y turbia, con visibilidad prácticamente nula. Cualquier movimiento en falso podría destruir pruebas potenciales que habían estado en el agua durante más de 10 años.
La primera tarea fue recuperar los restos con el máximo cuidado. Los buzos trabajaron al tacto. Describieron el bulto envuelto en gruesa lona en descomposición como muy pesado. El responsable se había encargado de que su secreto permaneciera en el fondo. Cuando el fardo fue finalmente sacado a la superficie y colocado con cuidado en una plataforma especial, quedó claro que estaba lastrado con algo más que piedras. El hombre había utilizado trozos de turba de pantano, densas capas de tierra con raíces de plantas cortadas directamente de una de las islas cercanas. Este detalle sugería que el autor era alguien local, que sabía cómo usar medios improvisados para esconder el cuerpo de forma segura.
La propia cabaña también necesitaba ser examinada. No era solo un montón de tablas. Era una escena del crimen. Los expertos forenses decidieron desmantelarla pieza por pieza allí mismo, en el agua. Cada trozo de madera, cada clavo, cada fragmento de muebles viejos fue cuidadosamente numerado, fotografiado y empaquetado para su posterior examen en el laboratorio. El trabajo llevó varios días. Durante todo este tiempo, agentes armados vigilaron el perímetro, no solo de los intrusos, sino también de los cocodrilos, que se sentían atraídos por la inusual actividad.
Cuando se desenrolló la lona en el laboratorio del servicio médico forense, se confirmaron los peores temores. Dentro había dos esqueletos humanos. Los huesos estaban entremezclados y enredados, pero estaba claro que eran un hombre y una mujer. Algunos huesos aún estaban conectados por restos de ligamentos. En las muñecas y tobillos de ambos esqueletos, el antropólogo forense encontró abrasiones y arañazos característicos. Esto indicaba que sus manos y pies habían sido atados, muy probablemente con cuerda o alambre, que se había podrido y desintegrado con el tiempo. Habían sido prisioneros antes de su final.
Pero el descubrimiento más aterrador esperaba a los expertos cuando examinaron los cráneos. En el cráneo perteneciente a un hombre, en el lado izquierdo, justo encima de la oreja, había una clara hendidura profunda. El antropólogo la identificó inmediatamente como un traumatismo infligido en el momento del desenlace o poco antes. El golpe fue asestado con un objeto pesado y afilado, como un machete. Fue lo suficientemente fuerte como para romper el hueso y fue, sin duda, fatal.
No había heridas tan evidentes en el cráneo femenino, pero eso no significaba nada. Podría haber fallecido por otras causas que no dejaron rastro en los huesos: estrangulamiento, ahogamiento o una herida de arma blanca en el tejido blando. Pero el hecho de que hubiera sido atada y escondida con el hombre no dejaba dudas de que ella también había sufrido un final violento.
Ahora la pregunta principal era la identificación. Aunque todas las sospechas recayeron inmediatamente sobre los Luna desaparecidos, se necesitaban pruebas contundentes. El primer paso fue solicitar los registros dentales de Santiago y Valeria a la Ciudad de México. Pero la comparación resultó difícil. Doce años en el agua ácida del pantano habían dañado gravemente los dientes. Los resultados no fueron concluyentes.
Eso dejaba solo un método fiable: el análisis de ADN. Para 2007, esta tecnología ya estaba bien desarrollada. Se tomaron muestras de hueso de los esqueletos, los fragmentos más densos donde había posibilidades de preservar material genético. Al mismo tiempo, los detectives contactaron a las familias Luna. Para ellos, la llamada fue un shock. Todos esos años habían vivido entre la débil esperanza y la amarga aceptación. Y ahora, 12 años después, les decían que sus seres queridos podrían haber sido encontrados. La hermana de Valeria y los padres de Santiago proporcionaron inmediatamente sus muestras de ADN para la comparación.
Mientras el laboratorio trabajaba, los detectives del departamento de investigaciones, que habían sido asignados al caso, empezaron de cero. Desenterraron el viejo y polvoriento expediente sobre la búsqueda de los Luna en 1995. El detective Rafael Montes, un experimentado oficial de la policía de investigación cercano a la jubilación, fue asignado para dirigir la investigación. Recordaba vagamente la historia, pero ahora no era un caso sobre turistas desaparecidos. Era un caso de un doble crimen.
La pista principal era una cabaña. ¿Qué era esta estructura? ¿A quién pertenecía? Inicialmente, se asumió que era solo basura abandonada, pero el hecho de que los cuerpos estuvieran escondidos justo debajo lo cambió todo. La cabaña se convirtió en la pieza central del crimen. Quizás fue el escenario del terrible acto. O al menos pertenecía al responsable.
Los detectives comenzaron a entrevistar a todos los relacionados con Centla: antiguos guardabosques, pescadores, guías e incluso cazadores furtivos que pudieron encontrar. Les mostraron fotos de la cabaña desmantelada. La mayoría se encogió de hombros. Muchas estructuras caseras similares estaban y se pudrían en los pantanos. Pero algunos veteranos recordaron algo interesante.
Dijeron que a finales de los 80 y principios de los 90, en la parte de la reserva donde se creía que la inundación había arrastrado la cabaña, había habido una cabaña sobre palafitos como esta. Había sido construida ilegalmente y se trasladaba constantemente de un lugar a otro. Era utilizada principalmente por cazadores furtivos para desollar animales y como alojamiento temporal. Era su refugio, su territorio.
La aparición de extraños, especialmente turistas “capitalinos” con cámaras, habría sido muy indeseable. Esta versión encajaba perfectamente en el panorama general. Santiago y Valeria, viajando en kayak, podrían haberse topado con esta cabaña por accidente. Quizás vieron algo ilegal. El despiece de un cocodrilo o, peor aún, un jaguar. Podrían haberse acercado por curiosidad. Lo que sucedió después fue cuestión de especulación, pero todas las teorías eran sombrías. El cazador furtivo no podía permitirse dejar testigos. Los turistas que pudieran informar de su ubicación a la CONANP suponían una seria amenaza para él: pérdida de su licencia, enormes multas o incluso la cárcel. El acto en esa situación era terrible, pero desde el punto de vista del criminal, era una solución lógica.
Mientras los detectives trabajaban en esta versión, llegaron los resultados del análisis de ADN del laboratorio. No quedaba ninguna duda. Con una probabilidad del 99,9%, los huesos pertenecían a Santiago y Valeria Luna.
Ahora la investigación tenía estatus oficial. El detective Montes reunió a su equipo. “Sabemos quiénes son”, dijo. “Sabemos dónde fueron encontrados, y sabemos cómo terminó al menos uno de ellos. Ahora, tenemos que encontrar al dueño de esa maldita cabaña. Comprueben a todos los que alguna vez han sido arrestados o sospechosos de caza furtiva de jaguares o cocodrilos en esta área durante los últimos 20 años. Necesitamos una lista. El nombre del responsable está en esa lista”.
Al mismo tiempo, los peritos en el laboratorio continuaban su minucioso trabajo, examinando las tablas podridas de la cabaña centímetro a centímetro en busca de cualquier cosa que pudiera haber sobrevivido 12 años en el agua. No tenían idea de que su descubrimiento no solo señalaría a una persona específica, sino que se convertiría en la prueba decisiva del caso.
El trabajo para el equipo del detective Montes se volvió rutinario. Se sentaron durante días rodeados de pilas de archivos antiguos. Compilaron una lista de más de 40 nombres. Todos los que habían sido vistos, arrestados o incluso sospechosos de caza furtiva en el área de Centla entre 1990 y 1995. Eran un grupo diverso.
Los detectives comenzaron a revisar metódicamente la lista uno por uno. Buscaron a estas personas, muchas de las cuales se habían mudado, envejecido o fallecido. Las primeras semanas no arrojaron nada. Hablaron con un anciano que juró que en 1995 apenas podía caminar debido a la artritis, y mucho menos arrastrar cuerpos por el pantano. Encontraron a otro que, en octubre de 1995, cumplía una condena de seis meses por una pelea de cantina. Tenía una coartada sólida. El tercero resultó ser un hombre hablador que estuvo encantado de contarles todos los chismes sobre la caza furtiva de hacía 20 años, pero no sabía nada de la cabaña flotante ni de los turistas desaparecidos.
Parecía que la investigación estaba, una vez más, en un callejón sin salida. La lista de nombres se acortaba, pero no aparecían sospechosos reales. Todas las esperanzas recaían en los peritos que seguían trabajando en los restos de la cabaña.
Fue desde el laboratorio que llegó el gran avance. Fue uno de esos raros momentos en el trabajo policial en que la suerte sonrió a los investigadores. Uno de los peritos que examinaba un trozo del revestimiento interior de la cabaña notó algo inusual. En el tablero había un trozo de lona alquitranada clavado sobre una grieta. Aparentemente, el dueño de la cabaña había reparado el agujero de esta manera. El parche en sí no tenía interés. Pero cuando el experto lo retiró con cuidado de la madera, vio algo que había perdido la esperanza de encontrar.
Debajo de la lona, sobre una capa de resina de árbol espesa y endurecida (a veces llamada “chapopote” localmente), que obviamente había sido untada sobre la grieta para sellarla, había una huella dactilar precisa y perfectamente conservada. La resina la había protegido del agua y la descomposición durante todos esos 12 años. Era la pista en un millón que todo detective sueña con encontrar en un caso sin esperanza.
La huella fue inmediatamente fotografiada, digitalizada y pasada por el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares (AFIS). El ordenador buscó coincidencias en toda la base de datos nacional. Unas horas más tarde, llegó la respuesta. La huella pertenecía a un hombre llamado Ismael Mendoza, alias “El Sombra”.
Para el detective Montes, ese nombre fue como un trueno. Inmediatamente ordenó una comprobación completa de los antecedentes de Mendoza. El archivo resultó ser bastante interesante. Ismael “El Sombra” Mendoza estaba en su lista original de cazadores furtivos. Tenía 32 años en 1995. Nació y creció en un pequeño pueblo en el mismo límite de la reserva. Había pasado toda su vida cazando y pescando, a menudo ilegalmente.
Su historial policial era extenso. Varios arrestos por caza furtiva, resistencia a la autoridad y posesión ilegal de armas. Pero una entrada destacaba sobre el resto. En 1990, 5 años antes de que los Luna desaparecieran, Ismael Mendoza fue condenado por lesiones graves. Según el expediente del caso, golpeó brutalmente a otro cazador con la culata de su escopeta durante una discusión sobre terrenos de caza. Le rompió la mandíbula y varias costillas. La persona afectada le dijo a la policía que Mendoza se enfureció porque simplemente había entrado en su territorio.
Esto demostraba que “El Sombra” era capaz de una violencia extrema en respuesta a la más mínima provocación y que era altamente territorial. Era precisamente el tipo de persona que podía terminar con dos personas simplemente porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Armados con el nombre y la foto de Mendoza, los detectives regresaron con sus informantes entre los veteranos. Ahora la conversación era más específica. No preguntaban por la cabaña sin nombre. Preguntaban por la cabaña de Ismael “El Sombra”. Y entonces la gente empezó a recordar.
Dos ex cazadores confirmaron que sí, recordaban que Mendoza tenía una cabaña casera sobre palafitos como esa. Era conocido por su estilo de vida solitario y su temperamento agresivo. Nadie se atrevía a acercarse a su campamento. Un testigo dijo: “El Sombra pensaba que ese pedazo de pantano era suyo. Si estaba cazando allí, era mejor mantenerse alejado. El tipo estaba loco”.
Ahora, la investigación tenía más que una teoría. Tenían un sospechoso cuyas huellas dactilares estaban en la escena del crimen: la cabaña donde se escondieron los cuerpos. Tenían un perfil psicológico de él: violento, territorial y solitario. Y tenían pruebas circunstanciales que lo vinculaban a la cabaña.
Sin embargo, Rafael Montes sabía que una sola huella dactilar en una tabla no sería suficiente para un tribunal. Un buen abogado podría argumentar que Mendoza había ayudado a construir la cabaña o la había reparado para otra persona y no tenía nada que ver con los hechos. Necesitaban algo más.
Los detectives comenzaron a cavar más profundo. Intentaron reconstruir la vida de Ismael Mendoza en octubre de 1995. Por supuesto, era imposible encontrar una coartada directa o refutarla 12 años después. Pero encontraron algo más. Comprobaron todos los informes de los guardabosques de ese período y encontraron un registro de que una semana antes de que los Luna desaparecieran, un guardabosques se había encontrado con Mendoza en la reserva y le había dado una advertencia por poner trampas ilegalmente. Esto demostraba que Mendoza estaba activo en la zona en ese preciso momento.
Se puso peor. La policía realizó un cateo en la propiedad donde vivía Mendoza ahora. En un viejo cobertizo, entre un montón de chatarra oxidada, encontraron varios machetes viejos. Uno de ellos, con una forma de hoja distintiva, fue enviado al laboratorio para compararlo con la marca en el cráneo de Santiago Luna. Aunque el machete había sido usado y afilado muchas veces a lo largo de los años, los peritos esperaban encontrar coincidencias microscópicas.
El caso se estaba llenando de detalles. Cada nuevo hilo ataba a Ismael “El Sombra” Mendoza más estrechamente al crimen de los turistas de la capital. El detective Montes reunió a su equipo por última vez antes del movimiento decisivo. Tenían suficientes motivos para un arresto. Una huella dactilar, un historial de violencia, testimonios de testigos, su presencia en la zona en el momento adecuado y una posible arma. El riesgo era alto. Mendoza era conocido como un hombre que no se rendiría sin luchar. Se tomó la decisión de detenerlo con la ayuda de un grupo de fuerzas especiales de la policía estatal. La tensión en la sala de conferencias era casi palpable. Después de 12 años de silencio, el caso finalmente había avanzado y ahora corría hacia su conclusión. Tenían al responsable. Ahora solo quedaba detenerlo y hacerlo hablar.
Temprano a la mañana siguiente, varias camionetas de la policía se detuvieron silenciosamente frente a la pequeña y destartalada casa de Ismael Mendoza en las afueras de un pueblo cerca de Frontera. La operación para arrestar a “El Sombra” se llevó a cabo al amanecer. Un grupo de fuerzas especiales rodeó su casa en ruinas, ubicada en una parcela aislada cubierta de maleza. No hubo gritos ni disparos. Se dio una orden por un altavoz y unos minutos después se abrió la puerta.
Un hombre que parecía mayor que sus 44 años apareció en el umbral. El tiempo y una vida dura en los pantanos le habían pasado factura. Estaba delgado, curtido por el sol, con ojos vacíos pero alertas. Al ver a los agentes fuertemente armados, no mostró sorpresa ni miedo. Levantó las manos en silencio y se dejó esposar. No ofreció resistencia. Toda la agresión que los testigos habían descrito parecía haberse evaporado, dejando solo apatía en su lugar.
Fue puesto en una camioneta y llevado a la Fiscalía en Villahermosa. Un registro de la casa arrojó algunas pruebas circunstanciales más, incluyendo viejos cuchillos de caza y equipo. Aun así, todos sabían que la verdadera batalla tendría lugar en la sala de interrogatorios.
Ismael Mendoza fue colocado en una habitación estándar: paredes grises, una mesa de metal, dos sillas. El detective Rafael Montes se sentó frente a él. Durante la primera hora y media, Mendoza se comportó exactamente como Montes había esperado. Guardaba silencio o respondía con monosílabos: “No sé de qué me habla”. “Yo no le quité la vida a nadie”. “Eso fue hace un chingo de años. No me acuerdo”. Rechazó un abogado, aparentemente creyendo todavía que podía burlar al sistema, como había hecho muchas veces.
Montes no lo presionó. Habló con calma, casi amistosamente. Le preguntó a Mendoza sobre los viejos tiempos, específicamente sobre la caza y cómo había cambiado la reserva. Habló de las cabañas sobre palafitos y Mendoza incluso sonrió, diciendo que en aquellos días cualquiera tenía una. Parecía confiado, pero Montes podía ver la tensión acumulándose bajo la superficie.
Entonces el detective decidió cambiar de táctica. Colocó silenciosamente una gran fotografía brillante sobre la mesa. Era el mismo trozo de tabla con el parche. “Esto es de tu cabaña, Ismael. La encontramos. La que se hundió en La Boca del Diablo”.
Mendoza miró la foto y se encogió de hombros. “Pues, chance y era mía. La dejé botada a principios de los 90. Quién sabe quién vivió ahí después”. Había preparado esta respuesta de antemano. Pero no estaba preparado para lo que Montes puso sobre la mesa a continuación.
Era un informe pericial con una imagen ampliada de su huella dactilar. “Esta también es tuya, Ismael. Tu pulgar. Quedó impreso en la resina cuando tapaste ese agujero. Ha estado esperándonos allí durante 12 años. Doce años bajo el agua”.
La mirada de Mendoza se congeló en la foto. Su confianza comenzó a flaquear. Se quedó en silencio. Su cerebro buscaba frenéticamente una explicación, pero no había ninguna. Montes no le dio tiempo a recuperarse.
Comenzó a poner otras fotos sobre la mesa. Primero, Santiago y Valeria Luna sonriendo, fotos de sus identificaciones. Jóvenes, llenos de vida. “Solo estaban perdidos, Ismael. Buscaban un lugar donde quedarse”. Mendoza desvió la mirada.
Entonces Montes puso las fotos más espantosas frente a él. Fotos de los esqueletos tal como habían sido encontrados. Huesos entrelazados envueltos en lona. Y un primer plano de un cráneo masculino con una marca clara y aterradora de un golpe. “Y esto es lo que les hiciste”. La voz de Montes era dura como el acero. “Encontramos el machete en tu cobertizo. Los peritos ya están trabajando en él. Encontrarán partículas de hueso o coincidencias en el metal. Es solo cuestión de tiempo”.
Era un farol. Encontrar algo en el machete después de tantos años era prácticamente imposible. Pero Mendoza no lo sabía. Para él, un hombre alejado de la criminalística, sonaba como una sentencia.
Se derrumbó. De repente y por completo. Bajó la cabeza, miró sus manos sobre la mesa y comenzó a hablar. Habló en voz baja, monótona, sin emoción, como si relatara la historia de otra persona. El detective encendió la grabadora.
Según Mendoza, ese día, 28 de octubre de 1995, estaba en su cabaña. Acababa de desollar un jaguar que había cazado ilegalmente. Estaba tranquilo. Este era su territorio, su mundo. De repente, oyó voces. Miró hacia afuera y vio un kayak que se acercaba lentamente a su escondite. Un hombre y una mujer estaban sentados en el bote. Turistas, “chilangos”, parecían perdidos.
Mendoza se congeló. Lo vieron. Vieron la cabaña. Peor aún, vieron la piel del jaguar recién desollada extendida en el muelle. Un solo pensamiento pasó por su mente. Testigos.
No podía dejarlos ir. Se lo dirían a los guardabosques, sería arrestado y lo perdería todo: su libertad, su capacidad para cazar. Decidió actuar. Salió al muelle y saludó amistosamente. Les preguntó si estaban perdidos. Santiago Luna respondió que sí, que se habían desviado un poco de su curso y buscaban un lugar para acampar. Mendoza los invitó a desembarcar, les ofreció agua y dijo que les mostraría un lugar seguro en el mapa.
Los Luna, sin sospechar nada, aceptaron. Estaban cansados y agradecidos por la ayuda. Mientras Santiago se inclinaba sobre el mapa que Mendoza había extendido en una caja, tratando de orientarse, Ismael dio un paso atrás. Levantó en silencio el machete que acababa de usar. Hubo un solo golpe, preciso y potente, en la nuca. Santiago cayó al suelo sin emitir un sonido.
Valeria gritó. Fue un grito corto y aterrorizado. Antes de que pudiera correr o hacer algo, Mendoza se abalanzó sobre ella. Era más fuerte. Le tapó la boca, la arrastró dentro de la cabaña y le ató las manos y los pies con una cuerda. Después de eso, dijo, “simplemente se sentó allí durante varias horas pensando en qué hacer”. El cuerpo de Santiago yacía afuera. Valeria, atada, lloraba y suplicaba que la dejara ir, jurando que no se lo diría a nadie.
Pero Mendoza ya había cruzado la línea. Sabía que no podía dejarla vivir. No entró en detalles sobre su final. Solo dijo que “la hizo callar”. Lo más probable es que la estrangulara o la ahogara allí mismo en la orilla.
Cuando todo terminó, cayó la noche. Durante toda la noche, a la luz de una lámpara de petróleo, se deshizo de las pruebas. Tomó todo lo de valor de sus pertenencias: carteras, una cámara y la baliza GPS, que luego rompió y arrojó a la parte más profunda del pantano. Envolvió los cuerpos en una vieja lona que había en su cabaña. Los ató con cuerdas, los lastró con piedras y trozos de turba, y los empujó al agua justo debajo de su cabaña. Decidió que ese era el lugar más seguro. Nadie buscaría cuerpos en el fondo de una vivienda.
Al día siguiente, llevó su kayak a varios kilómetros de distancia, lo volcó y lo dejó cerca de los manglares para que pareciera que había sido un accidente. Luego caminó a través de los pantanos y matorrales de regreso a su mundo, donde no existían Santiago ni Valeria, donde estaba solo de nuevo.
Terminó su historia y se quedó en silencio. Un pesado silencio se instaló en la habitación, roto solo por el suave zumbido de la ventilación. El secreto de 12 años había sido revelado.
La confesión de Ismael “El Sombra” Mendoza fue completa y exhaustiva. Grabada en video, se convirtió en la principal prueba del caso. Junto con la huella dactilar encontrada en la cabaña y las pruebas circunstanciales, no dejó dudas sobre su culpabilidad. El hombre que había vivido durante 12 años sabiendo lo que había hecho, finalmente había contado su historia. No mostró remordimiento, solo una fría recitación de hechos, como si estuviera relatando un día de caza de hacía mucho tiempo. Para él, fue simplemente la solución a un problema que se le había presentado ese día: el problema de los testigos no deseados.
El juicio fue corto. Enfrentado a su propia confesión y a pruebas irrefutables, Ismael Mendoza no tuvo ninguna oportunidad. Fue declarado culpable de dos cargos por el grave crimen. El tribunal lo condenó a dos cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad condicional. Esto significaba que pasaría el resto de su vida en prisión.
Para las familias de Santiago y Valeria Luna, fue el final de un largo y doloroso viaje. Durante 12 años, habían vivido en la ignorancia, desgarrados por las más terribles suposiciones. Ahora sabían la verdad. Era horrible y sin sentido en su crueldad, pero era la verdad. Sus seres queridos no habían desaparecido simplemente. Habían perdido la vida a sangre fría. Con las respuestas por fin, las familias pudieron enterrar los restos de Santiago y Valeria y comenzar a llorar de verdad.
El caso se cerró oficialmente. Ismael “El Sombra” Mendoza fue enviado a cumplir su condena. Los Pantanos de Centla, que durante tanto tiempo y con tanta fiabilidad habían guardado el secreto de dos tragedias bajo las tablas podridas de una cabaña de cazadores furtivos, finalmente lo entregaron. Y una vez más, se convirtieron simplemente en un lugar salvaje y silencioso.