
El Puente Vacacional que se Volvió Pesadilla
Octubre de 2018. El ambiente festivo previo al Día de Muertos ya se sentía en el aire. Para Mateo Rivas, un arquitecto de 32 años con un futuro prometedor, y Alejandro “Alex” Huerta, un chef apasionado de 35 años, el plan era escapar del caos y el tráfico de la Ciudad de México. Eran una pareja sólida, conocida por sus amigos como aventureros y prudentes. Su destino: los místicos y densos bosques de la Sierra Norte de Oaxaca, una región famosa por sus Pueblos Mancomunados, su neblina eterna y sus paisajes de cuento de hadas.
Lo que debía ser una desconexión digital de tres días para recargar energías entre pinos y encinos, se transformó en uno de los casos más enigmáticos y dolorosos de la crónica roja nacional. Nadie imaginó que al subir esa montaña, cruzaban un umbral hacia un infierno personal del que solo uno regresaría, transformado para siempre en un espectro de sí mismo.
La Ruta y el Silencio Absoluto
Alex, siempre organizado, había reservado una cabaña ecológica cerca de Cuajimoloyas. Dejaron su camioneta estacionada en el pueblo, avisaron a los guías locales de su ruta y comenzaron el ascenso hacia un mirador poco concurrido. Los testigos, señoras que vendían quesadillas y atole en la entrada del sendero, los recuerdan sonrientes, bien abrigados y tomados de la mano.
Pero la Sierra de Oaxaca tiene su propio carácter. Esa tarde, una “cama de niebla” bajó repentinamente, reduciendo la visibilidad a cero. Es común que los turistas se pierdan un par de horas, pero Mateo y Alex no regresaron esa noche. Ni la siguiente.
Cuando no se presentaron a trabajar el lunes en la capital, las familias activaron la alerta. La Fiscalía del Estado, presionada por redes sociales, lanzó un operativo masivo. Comuneros, Protección Civil y binomios caninos peinaron barrancos y cañadas. Pero la orografía accidentada y la vegetación tupida jugaron en contra. Solo encontraron un paliacate y una botella de agua tirada en una vereda falsa. La versión oficial fue “caída accidental en barranco” o hipotermia. El archivo se empolvó, dejando a dos madres rezando a la Virgen por un milagro o un cuerpo que enterrar.
Los Rumores del Pueblo y la “Gente Mala”
Mientras las autoridades cerraban carpetas, en los pueblos se decía otra cosa en voz baja. Los lugareños sabían que ciertas zonas del monte ya no eran seguras. Se hablaba de “la maña”, de sembradíos ocultos entre la maleza y de brechas utilizadas para transportar mercancía ilegal hacia Veracruz.
Meses después de la desaparición, unos leñadores encontraron cerca de una zona restringida unos lentes rotos y manchas oscuras en una roca, que la lluvia ya casi había borrado. Se reportó, pero sin cuerpos, el miedo al crimen organizado silenció a los testigos. Nadie quería buscar problemas con “los señores” que controlaban la parte alta del monte.
El Regreso del “Hombre del Monte”
Cinco años después, en el otoño de 2023, la historia dio un vuelco escalofriante. Un grupo de ejidatarios que monitoreaba la tala ilegal en una zona virgen y remota, a kilómetros de la ruta turística original, avistó algo extraño. Una figura humana, casi esquelética, cubierta de mugre y vestida con retazos de lonas y pieles, huía de ellos trepando árboles con una agilidad animal.
Lo acorralaron pensando que era un talador furtivo. Al ver su rostro, se dieron cuenta de que no era un criminal, sino una víctima. Estaba en shock, temblaba y no emitía palabra. Lo llevaron al hospital rural más cercano, donde, tras cotejar huellas y señas particulares, se confirmó lo imposible: Era Mateo Rivas.
Estaba vivo, pero su mente no estaba ahí. Sufría una amnesia disociativa profunda. No sabía quién era, no reconocía a sus padres que viajaron de inmediato desde la CDMX, y sobre todo, no tenía ningún recuerdo de Alex. Había sobrevivido comiendo insectos, bayas y pequeños roedores, viviendo en una choza invisible para el ojo humano.
La Regresión: Destapando el Horror
El traslado a un hospital de especialidades en la Ciudad de México fue inmediato. Los psiquiatras y neurólogos trabajaron contrarreloj. Mateo tenía terror a los ruidos fuertes y al olor a diésel. Usando estas fobias como pistas, los terapeutas iniciaron sesiones de hipnosis clínica y estimulación sensorial.
Poco a poco, el muro mental se rompió y Mateo comenzó a gritar.
Recordó la niebla. Recordó que se habían salido del sendero buscando un lugar privado. Y recordó el momento en que su vida se rompió: no fue un animal, ni una caída. Fueron luces de camionetas en medio de la nada. Se habían topado con un campamento clandestino, un laboratorio improvisado o un punto de seguridad de un grupo armado.
Mateo narró, entre lágrimas, cómo hombres con armas largas los interceptaron. Recordó el olor a químicos, los golpes y la orden de “desaparecerlos”. En el caos de la noche, Alex intentó negociar, lo que le dio a Mateo unos segundos para correr. Escuchó detonaciones, un grito ahogado y luego, el silencio sepulcral del bosque.
Herido y aterrorizado, Mateo corrió hasta que sus piernas fallaron. Su mente, incapaz de procesar la culpa de haber dejado atrás al amor de su vida y el terror de ser perseguido, se apagó. Se convenció de que los hombres armados estaban detrás de cada árbol, esperando. Así, decidió convertirse en parte del bosque, borrando su humanidad para sobrevivir.
Un Final Amargo y la Impunidad Nacional
La confesión de Mateo reactivó la investigación, pero la realidad de la justicia en México es cruda. Las autoridades realizaron una incursión en la zona señalada por Mateo, encontrando restos de un campamento antiguo y casquillos percutidos, confirmando la presencia criminal. Sin embargo, de Alejandro Huerta no hallaron nada. Ni ropa, ni restos óseos.
Hoy, Mateo vive bajo cuidado psiquiátrico y protección familiar. Físicamente está recuperado, pero su mirada sigue perdida en esa montaña. Su caso es un recordatorio brutal de la crisis de desaparecidos en el país y de cómo los paraísos turísticos a veces conviven con realidades oscuras.
Mateo regresó del mundo de los muertos, pero una parte de él se quedó para siempre en esa sierra, junto a Alex, esperando una justicia que quizás nunca llegue.