
ZACATECAS.- El terror tiene muchas formas. A veces, es el estruendo de la violencia; otras, es el silencio de un misterio que se niega a morir. El 26 de noviembre de 2014, un tractorista que limpiaba un terreno en una zona rural de Zacatecas, se topó de frente con el horror que había dormido oculto durante 16 años.
Pablo Hernández, el operador de la máquina, trabajaba ampliando un área de cultivo de nopal. La pala golpeó un montículo de piedras y barro endurecido que los locales conocían como “el horno de cal”, una estructura abandonada de tiempos pasados. Pero el golpe sonó hueco.
Una pared cedió, y una nube de polvo blanco, como un fantasma, se escapó del interior. Pablo apagó el motor. El silencio fue total. Al asomarse, la linterna de su celular reveló lo que nadie estaba preparado para ver: los esqueletos de dos personas sentadas, como si esperaran a alguien que nunca llegó.
La policía y los peritos confirmaron la identidad. Se trataba de Joaquín Herrera, de 72 años, y su esposa, María de Lourdes, desaparecidos sin rastro desde el 12 de agosto de 1998.
El hallazgo resolvió una desaparición, pero destapó un crimen de una crueldad inimaginable.
Los sellaron vivos
El análisis forense de la Dra. Claudia Figueroa fue contundente. No fue un derrumbe. No fue un accidente. La evidencia mostró que las piedras y el barro que tapaban la entrada del horno habían sido colocados meticulosamente desde el exterior.
A Don Joaquín y a Doña Lourdes los encerraron vivos.
La escena dentro de la tumba de cal era desgarradora. Los cuerpos estaban en una posición de reposo, no de lucha. Joaquín estaba sentado, con los restos de sus botines y su sombrero de lona al lado. Sobre su fémur, intacta, estaba su inseparable radio de pilas color rojo. Lourdes yacía a su lado, acurrucada, con los jirones de su vestido de flores y el pañuelo aún cubriendo su cráneo.
Los expertos sugieren que, sin marcas de lucha en las paredes, la pareja probablemente murió por asfixia o deshidratación. El ambiente hermético y la propia cal, que absorbe la humedad, habrían acelerado el fin, conservando la escena tal cual, como una cápsula del tiempo.
“Se los tragó la tierra”
La noticia del hallazgo sacudió a la comunidad, trayendo de vuelta los recuerdos de 1998. Aquel 12 de agosto, era una tarde calurosa, típica del semidesierto. Joaquín y Lourdes salieron de su casa alrededor de las 2 de la tarde. Le dijeron a un vecino, José Ascensión, que iban a revisar una cerca dañada, precisamente cerca del viejo horno de cal.
José les gritó “buenas tardes” y los vio alejarse. Él fue la última persona que los vio con vida.
Esa noche, su hija, Ana Paula, llegó y encontró la casa vacía. El café estaba frío en la cocina, pero no había señales de violencia. La desaparición era total. La comunidad se volcó en la búsqueda. Hombres a caballo, policías y voluntarios peinaron barrancas, pozos y matorrales. El horno fue revisado por fuera, pero parecía un bloque sólido. “Se los tragó la tierra”, decían los vecinos, resignados.
Durante 16 años, la familia vivió en la agonía de no saber. Raymundo, el hijo camionero, volvía de sus viajes con la esperanza muerta. Ana Paula mantuvo la casa cerrada, como un altar a la espera.
¿Quién pudo cometer tal atrocidad?
La reapertura del caso en 2014 trajo más preguntas que respuestas. ¿Quién tendría un motivo para un crimen tan atroz?
Las hipótesis se arremolinaron como el polvo de la cal. ¿Un robo? Improbable. La radio, aunque valiosa para Joaquín, no tenía gran valor monetario, y estaba allí. No había señales de que llevaran dinero. ¿Una disputa por tierras? En el campo, las líneas divisorias son motivo de rencillas que pueden durar generaciones. ¿Una venganza por el agua? En el semidesierto, el agua vale más que el oro, y una disputa por un pozo o un venero pudo haber escalado.
Lo que hiela la sangre es la frialdad del asesino. Quienquiera que fuese, conocía el terreno. Se tomó el tiempo de seguir a la pareja hasta el horno, encerrarlos, y luego, con calma, apilar piedras y barro para sellar la entrada, sabiendo que los condenaba a una muerte lenta y horrible.
El caso tuvo que ser cerrado de nuevo por falta de pruebas. El asesino, o los asesinos, siguen sin rostro y sin nombre, protegidos por los 16 años de silencio.
Para los hijos, el descubrimiento fue, en palabras de Ana Paula, un “descanso duro”. Por fin tuvieron un lugar donde poner flores. La radio roja ahora descansa en una vitrina en la casa familiar, y el pañuelo de flores se guarda como una reliquia. El horno de cal fue cercado, un monumento involuntario a un crimen que, aunque resuelto en los hechos, sigue impune ante la ley.