“La fe no repara la médula”

En los pasillos asépticos de los hospitales, las conversaciones suelen ser monótonas: términos técnicos, pronósticos reservados y consuelos en voz baja. Sin embargo, en la habitación 304 del Hospital General, el guion rutinario estaba a punto de romperse con una discusión que nadie olvidaría. Allí yacía Roberto, un anciano que llevaba doce años —4.380 días exactos— siendo prisionero de su propio cuerpo, con las piernas inmóviles y un diagnóstico que colgaba sobre su cama como una losa: parálisis irreversible.

La familia ya había agotado sus lágrimas. La madre de Elías, hija del paciente, apenas asentía cuando los médicos le daban los reportes. Pero Elías, su hijo de 11 años, era diferente. Flaco, callado y con una Biblia desgastada siempre pegada al pecho, era la única pieza que no encajaba en aquel rompecabezas de resignación.

El cruce de palabras

Aquella tarde, el ambiente estaba cargado. El Dr. Méndez, jefe de planta, entró revisando el historial con gesto de fatiga. Al ver a Elías nuevamente orando junto a la cama, soltó un suspiro sonoro, cargado de frustración.

—Señora, ¿otra vez con esto? —dijo el médico, dirigiendo una mirada severa a la madre de Elías—. Ya hemos hablado. Crear falsas esperanzas al niño no es saludable. Su padre no va a caminar. La médula no se regenera con deseos.

La madre bajó la cabeza, avergonzada. —Solo tiene fe, doctor. Es su manera de lidiar con esto —murmuró ella, con voz temblorosa.

—La fe no paga las facturas del hospital ni reactiva nervios muertos —replicó el Dr. Méndez con dureza, cerrando la carpeta de metal con un golpe seco—. Llevo veinte años en medicina. Sé cuándo un caso está cerrado.

Fue entonces cuando Elías, que hasta el momento parecía ajeno a la conversación, levantó la vista. Sus ojos oscuros se clavaron en el médico. —¿Por qué le molesta tanto que yo crea? —preguntó el niño, con una voz suave pero firme.

El doctor se giró, sorprendido por la audacia del pequeño. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro. —No me molesta, hijo. Me da pena. Si tu Dios existe, que lo demuestre ahora mismo —lanzó el desafío, elevando la voz para que las enfermeras en el pasillo escucharan—. A ver si Él hace lo que nosotros, con toda nuestra tecnología, no podemos. ¡Llama a tu cielo, niño!

Dos enfermeras soltaron una risita nerviosa. —Doctor, por favor… —intentó intervenir la madre, tirando de la manga de Elías. —No, mamá —dijo Elías, soltándose suavemente—. Si él quiere ver, va a ver.

El desafío aceptado

Elías caminó hasta la cama. El doctor se cruzó de brazos, apoyándose en el marco de la puerta, esperando el fracaso inevitable para dar su lección final de realidad.

—Abuelo —susurró Elías, tomando la mano callosa del anciano—, el doctor dice que no puedes. ¿Tú qué dices? El anciano, con la voz débil por la falta de uso y la fatiga, apenas pudo articular: —Estoy cansado, hijo… muy cansado.

—Lo sé —respondió Elías—. Pero hoy no se trata de descansar. Se trata de mostrar. El niño soltó la mano de su abuelo y puso ambas palmas sobre las rodillas cubiertas por la sábana blanca. No gritó, no hizo un espectáculo. Cerró los ojos y dijo una frase que resonó en el silencio absoluto de la sala: —Dios, no lo hagas por mí. Hazlo para cerrar bocas. Hazlo para que sepan quién eres.

El doctor resopló, mirando su reloj. —Bien, ya fue suficiente. Enfermera, proceda con el sedante, el paciente necesita…

“Siento que me quemo”

—¡Espera! —la voz del abuelo interrumpió al médico. Fue un grito ahogado, ronco. —Tranquilo, Roberto, es solo el estrés del momento —dijo el doctor, acercándose para calmarlo.

—No… —gimió el anciano, abriendo los ojos de par en par—. Mis piernas… ¡Me queman! ¡Siento hormigas de fuego!

El Dr. Méndez se detuvo en seco. —Eso es imposible. Usted no tiene sensibilidad de la cintura para abajo. Es una sensación fantasma.

—¿Fantasmas? —dijo Elías, dando un paso atrás—. Mire eso.

Bajo la sábana, algo se movió. No fue un temblor sutil. Fue una sacudida violenta. El pie derecho del anciano giró hacia afuera y luego hacia adentro. Una de las enfermeras gritó y se llevó las manos a la boca. Su estetoscopio cayó al suelo con un estruendo metálico, pero nadie se agachó a recogerlo.

—Es… es un espasmo involuntario —tartamudeó el médico, aunque su rostro había perdido todo el color—. Reflejos residuales. A veces pasa.

—¡No es un reflejo! —gritó el abuelo, con lágrimas corriendo por su cara—. ¡Las siento! ¡Siento las sábanas! ¡Ayúdenme a sentarme!

—¡No! No se mueva, podría lesionarse —ordenó el médico, tratando de mantener el control de la situación.

Pero era tarde para la ciencia. El anciano, apoyando sus manos en el colchón, hizo fuerza. Los músculos de sus brazos se tensaron, y para asombro de todos, sus piernas respondieron. Flexionó las rodillas. Lenta, pero firmemente, giró la cadera y dejó caer los pies hacia el suelo frío.

La rendición de la ciencia

La habitación quedó muda. Solo se escuchaba la respiración agitada del abuelo y el zumbido de los aparatos. El anciano estaba sentado al borde de la cama, con los pies plantados firmemente en el piso, sosteniendo su propio peso.

El Dr. Méndez se acercó lentamente, como si estuviera viendo una aparición. Se arrodilló frente al paciente y sacó un pequeño martillo de reflejos. Golpeó la rodilla. La pierna saltó inmediatamente. El médico dejó caer el martillo. Sus manos temblaban.

—Esto… esto no está en los libros —susurró el doctor, casi para sí mismo—. Fisiológicamente… no hay explicación. Los nervios estaban cortados.

Elías se acercó al médico, que seguía arrodillado, y le puso una mano en el hombro. El doctor levantó la mirada; ya no había burla en sus ojos, solo un profundo desconcierto y miedo.

—Doctor —dijo el niño con calma—, usted dijo que la fe no mueve músculos muertos. El médico asintió lentamente, sin poder hablar. —Tenía razón —continuó Elías—. La fe no mueve los músculos. La fe mueve la mano de Dios, y Él es quien los repara.

El abuelo, con una sonrisa que le iluminaba el rostro cansado, miró al especialista. —Doctor, creo que ya puedo irme a casa caminando, ¿verdad?

Un final inesperado

Aquel día, el protocolo médico se fue a la basura. El abuelo no salió corriendo, pero se puso de pie y dio tres pasos vacilantes antes de abrazar a su hija y a su nieto. El Dr. Méndez no escribió nada en el informe durante una hora; se quedó sentado en la estación de enfermería, mirando la pared, intentando procesar cómo sus veinte años de carrera habían sido refutados en cinco minutos por la oración de un niño.

Al salir del hospital, el médico alcanzó a la familia en el vestíbulo. Ya no llevaba su postura arrogante. —Elías —lo llamó. El niño se giró. —No sé qué hiciste ahí dentro —dijo el doctor, con la voz quebrada—, pero… gracias. Hoy no curaste solo a tu abuelo. El niño sonrió y siguió su camino, sosteniendo la mano de un hombre que, según la ciencia, nunca debió haber caminado de nuevo.

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