De las sierras de Córdoba a YouTube: cómo un abuelo enseña a leer al mundo

Carlos Álvarez nunca imaginó que a los 78 años volvería a enseñar. Había pasado más de cuatro décadas recorriendo los caminos de tierra de las sierras cordobesas, llevando libros, tizas y sueños a los pueblos más olvidados. Cada mañana, con su viejo sombrero y una sonrisa tranquila, llegaba a pequeñas aulas donde la luz entraba por las rendijas de madera. Enseñaba a leer, a escribir, a contar. Pero sobre todo, enseñaba a creer.

Cuando se jubiló, algo dentro de él se apagó. Los días se hicieron largos, las tardes silenciosas. Acostumbrado a las voces de los niños, a los “Profe, mire lo que hice”, de pronto se encontró frente a un silencio que pesaba. Su casa estaba llena de recuerdos: libros marcados, cuadernos antiguos, dibujos de sus alumnos. Pero ya no había nadie que dijera “no entiendo, profe”.

“Extrañaba enseñar. Extrañaba escuchar: ‘Profe, lo logré’. Pero los años pasan, ¿viste?”, dijo una vez en una entrevista local.

Todo cambió una tarde de invierno de 2021. Su nieta, que había notado la nostalgia de su abuelo, decidió hacerle un regalo inesperado. Le llevó una tablet envuelta en papel brillante y le dijo con ternura:
—Te la dejo para que veas películas, abuelito.

Carlos la miró curioso. Nunca había usado una computadora. No sabía ni cómo encenderla. Pero esa pequeña pantalla contenía un universo. Y él, sin saberlo, estaba a punto de abrir una nueva puerta.

Al principio, su nieta le enseñó lo básico: cómo prenderla, cómo buscar un video, cómo grabar con la cámara. Pero Carlos no se interesó por las películas. Lo que vio fue una posibilidad: la de volver a enseñar.

Una noche, mientras cenaba solo, miró el pizarrón blanco que aún conservaba en una esquina. Pensó en todos aquellos que nunca habían aprendido a leer. Pensó en los adultos que alguna vez le dijeron con vergüenza que no sabían firmar su nombre. Y pensó en los niños que, por diferentes razones, habían quedado fuera del sistema escolar.

Así nació la idea. Con la ayuda de su nieta, abrió un canal de YouTube llamado: “Aprender a leer con el Profe Carlos.”

Su primer video fue grabado en el comedor de su casa. Apoyó el pizarrón contra la pared, tomó un marcador azul y se presentó ante la cámara:
—Hola. Soy Carlos. Y si no sabés leer, no te preocupes. Vamos juntos. Desde la A.

El video quedó en línea, perdido entre millones de otros. Pasaron semanas sin una sola vista. Carlos pensó que era una locura, que ya nadie quería aprender así. Estuvo a punto de borrarlo. Pero una tarde, al revisar la tablet, encontró un comentario.

Era de una mujer en Bolivia. Decía:
“Mi hijo tiene 9 años y aún no lee. Vimos su video. Hoy reconoció su primera palabra: mamá.”

Carlos se quedó en silencio. Sintió un nudo en la garganta. Lloró como hacía tiempo no lo hacía. Y esa noche decidió que no iba a rendirse.

Desde entonces, grabó un video por semana. Cada uno dedicado a una letra, una sílaba, una palabra. Su estilo era pausado, amable, lleno de paciencia. A veces su gato pasaba por delante de la cámara. O se olvidaba una palabra y reía. Pero nunca editaba nada.

“La vida real no tiene cortes, ¿por qué los pondría yo?”, solía decir.

Su autenticidad comenzó a llamar la atención. Poco a poco, su canal creció. Primero fueron decenas de vistas, luego cientos, después miles. Los mensajes llegaban desde Perú, Ecuador, México. Algunos eran de madres agradecidas, otros de adultos mayores que nunca habían tenido la oportunidad de aprender.

Uno le escribió:
“Profe, tengo 63 años. Gracias a usted hoy leí el cartel del colectivo.”

Carlos no podía creerlo. Cada mensaje era como un abrazo. Cada historia, una razón para seguir grabando.

En uno de sus videos, mientras explicaba la letra B, se le escuchó decir entre risas:
—Hoy enseñamos la B… con pan casero en el horno y el mate listo.

Ese toque hogareño, esa sencillez, fue lo que enamoró a su público. No era un maestro detrás de una pantalla fría, sino un abuelo que enseñaba con el corazón.

Con el tiempo, su canal superó los 200.000 suscriptores. Y aunque muchos le sugerían monetizarlo, Carlos siempre respondía lo mismo:
—No. Yo ya cobré mi mejor sueldo: una niña que me dijo “leí mi primer cuento gracias a usted.”

Los medios comenzaron a buscarlo. Apareció en programas locales, en notas de diarios, en podcasts. Pero él seguía igual. Grabando desde su cocina, con su gato, su pizarra y su taza de mate.

Un día, durante una entrevista, le preguntaron si se consideraba un influencer. Él se rió.
—No, m’hijo. Yo solo soy un maestro que no se jubiló del todo.

Su historia se volvió inspiración. En varios países, docentes comenzaron a usar sus videos como material complementario. En comunidades rurales sin maestros, su canal se convirtió en una herramienta vital.

Pero para Carlos, el verdadero milagro fue otro. Una tarde recibió una carta desde un pequeño pueblo en la Puna boliviana. Dentro, había un dibujo hecho por un niño y una frase escrita con letras grandes y torcidas: “Gracias, profe, ahora sé leer.”

La colgó en su cocina, junto al pizarrón. Cada vez que se siente cansado, la mira. Y sonríe.

A veces, los maestros no se jubilan. Solo cambian de aula. Algunos pasan del pizarrón al mundo digital, del silencio de la jubilación a las voces del internet.

Carlos suele decir que enseñar es sembrar en tierra ajena. Nunca se sabe dónde germinará una palabra. Pero cuando florece, el alma se llena.

Hoy, mientras el mate se enfría sobre la mesa, el Profe Carlos prepara su próximo video. En la pizarra escribe con trazo firme: “Letra Ñ: niña, sueño, cariño.”

Y antes de presionar “grabar”, mira a la cámara y sonríe.
—Hola. Soy Carlos. Y si no sabés leer, no te preocupes. Vamos juntos. Desde la A.

Porque enseñar, para él, no fue nunca un trabajo. Fue una forma de vivir.

Y en cada palabra que pronuncia, en cada risa que deja escapar, hay un mensaje que atraviesa el tiempo:
Nunca es tarde para aprender.
Nunca es tarde para volver a empezar.
Y nunca, jamás, se deja de ser maestro.

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