El Rey de Hielo: Amor Prohibido en las Alturas de Madrid

Alejandro Mendoza se quedó inmóvil, la mirada clavada en Clara Vega mientras el silencio de la oficina parecía tragárselo todo. La ciudad de Madrid despertaba a sus pies, pero él no veía el skyline ni los coches circulando por las avenidas. Solo veía la marca en el cuello de ella, esa señal de que alguien había estado demasiado cerca, demasiado íntimo, demasiado donde él no podía estar. Su corazón golpeaba en un ritmo que no reconocía, mezclando rabia, celos y una desesperación que nunca antes había sentido.

Clara, con la elegancia tranquila que siempre la caracterizaba, levantó la vista y sostuvo su mirada. En sus ojos, Alejandro percibió algo nuevo: miedo, pero también una pregunta muda, un “¿qué pasa?” que no necesitaba palabras. Él, el hombre que siempre controlaba cada situación, que manejaba un imperio de millones de euros y decisiones sin titubear, se sintió vulnerable por primera vez en su vida. La voz que finalmente salió de sus labios no era la suya, era fría, cortante y peligrosa: “¿Quién te hizo esto?”

Clara tragó saliva, su sonrisa profesional temblando, y Alejandro supo que no le bastaría con el “no es nada” que ella solía usar para todo. Esta vez, había un límite que no se podía ocultar. La oficina, normalmente un espacio de control y poder, se transformó en una arena de emociones contenidas. Alejandro, acostumbrado a dirigir empresas, ahora se enfrentaba a algo que no podía manejar: sus propios sentimientos.

Desde hacía tres años, Alejandro había observado a Clara sin permitir que nada de lo que sentía se filtrara. Cada café traído a tiempo, cada documento entregado con precisión, cada sonrisa profesional había sido un hilo invisible que lo unía a ella sin que ella lo supiera. Y ahora, aquella marca roja era la prueba de que alguien más había cruzado la línea que él nunca se había atrevido a cruzar.

En su mente, imágenes y pensamientos se mezclaban: la primera vez que la vio llegar a la oficina recién graduada, su manera de enfrentar las crisis sin perder la calma, la forma en que lo miraba como si pudiera ver el hombre detrás de la fachada impenetrable. Había intentado ignorar lo que sentía, convencerse de que era imposible, que era inapropiado. Pero el hielo que lo definía se estaba quebrando en mil pedazos, y él lo sabía.

Clara permanecía en pie, su cuerpo tenso, esperando una respuesta que Alejandro no sabía cómo dar. Su mundo de poder, contratos, reuniones y estrategias se redujo a un instante: la visión de ella, el chupetón en su cuello, y la certeza de que él nunca podría dejar que eso sucediera otra vez sin entender la verdad.

Alejandro se levantó del sillón de cuero, caminó unos pasos hacia ella y la luz del sol de la mañana que entraba por las ventanas iluminó sus rostros. Por primera vez, no había jefe ni asistente, no había reglas ni jerarquías. Solo estaban ellos dos, y un secreto que finalmente pedía ser enfrentado.

“Clara… necesito que me digas la verdad,” dijo Alejandro con un susurro que parecía un rugido contenido. “Ahora.”

Clara bajó la mirada, sus dedos jugando nerviosamente con el borde de los documentos que había traído. Alejandro permaneció frente a ella, su figura imponente llenando la oficina, la tensión entre ambos casi tangible. Por un instante, ni Madrid ni los rascacielos parecían existir; todo se reducía a esa marca, a esa pregunta no respondida, y a la intensidad del silencio.

—No… no es lo que parece —dijo Clara, su voz apenas un susurro, temblorosa pero firme—. Es… no quiero que pienses mal de mí.

Alejandro frunció el ceño, conteniendo la oleada de emociones que amenazaba con desbordarse. Cada palabra de ella lo hería y al mismo tiempo lo atraía como un imán. Se obligó a respirar, a recordar que era el hombre más poderoso de España, que podía controlar imperios enteros, que nada en su mundo podía sacudirlo… excepto aquello.

—¿No es lo que parece? —repitió él, con un hilo de voz quebrada—. Clara, ¿quién te hizo esto?

Ella tragó saliva, levantó la vista y, por primera vez, sus ojos se encontraron sin barreras. Había algo en Alejandro que ella nunca había visto: un hombre vulnerable, humano, alguien que amaba con intensidad, aunque lo hubiera ocultado bajo años de control y frialdad.

—Alejandro… —dijo ella, tomando aire—. Fue un error. Una noche… yo… no importa. No tiene nada que ver contigo.

Alejandro la miró, su corazón golpeando con fuerza. Cada palabra que ella pronunciaba parecía un laberinto, y él estaba atrapado en su centro, sin saber por dónde salir. Durante tres años, había guardado silencio, había observado, había amado en secreto, y ahora se enfrentaba a la posibilidad de perderla no por su timidez, sino por alguien más.

La oficina se volvió un campo de batalla de emociones. Alejandro, que siempre había controlado todo, ahora se encontraba a merced de sus propios sentimientos. Avanzó un paso más, acortando la distancia entre ellos.

—Clara —dijo, con voz firme, aunque su interior ardía—, no quiero secretos contigo. No quiero que nadie te haga daño. Si alguien te toca, si alguien se atreve… te juro que no habrá forma de que se salve.

Ella tembló, incapaz de responder. No por miedo, sino por la intensidad de sus palabras, por la sinceridad que emanaba de cada sílaba. Aquella era la primera vez que Alejandro Mendoza mostraba algo más que poder y autoridad: mostraba su corazón, y era imposible ignorarlo.

—Alejandro… yo… —susurró, finalmente encontrando las palabras—. No fue nada… alguien del trabajo… alguien que pensaba que podía aprovecharse. Lo siento, no quería que lo vieras.

Él respiró hondo, dejando que la rabia se mezclara con la ternura que sentía. Cada segundo frente a ella era un recordatorio de lo que había estado reprimiendo durante años: que Clara era más que una asistente, que era el centro de su mundo, y que ahora, con esa marca, la realidad de su vulnerabilidad lo golpeaba como un relámpago.

Se acercó aún más, hasta quedar a pocos centímetros de ella, y por primera vez, permitió que su mano rozara suavemente la mejilla de Clara. Ella no se apartó. El contacto era eléctrico, cargado de años de deseo contenido y sentimientos no expresados.

—Clara —dijo Alejandro, apenas un susurro—, no voy a dejar que nadie te haga daño… y tampoco voy a esconder lo que siento más. No puedo.

Ella bajó la mirada, su corazón latiendo desbocado, consciente de que la barrera que había existido entre ellos durante tanto tiempo se estaba desmoronando. Por primera vez, el mundo del frío Alejandro Mendoza se encontraba vulnerable, abierto, y sin miedo a enfrentarse a lo que realmente importaba: el amor que había estado ocultando.

En ese instante, la oficina dejó de ser un espacio de trabajo. Se transformó en el lugar donde todo cambiaría, donde secretos largamente guardados saldrían a la luz, y donde dos almas que habían coexistido durante años en silencio finalmente tendrían que enfrentarse a la verdad de sus sentimientos.

El silencio en la oficina se volvió insoportable, cargado de emociones que ninguno de los dos podía contener. Alejandro retiró suavemente su mano de la mejilla de Clara, pero no dio un paso atrás. Cada fibra de su ser estaba enfocada en ella, en el instante que había esperado durante tres largos años. Clara, temblando, finalmente levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de él, intensos, sinceros, humanos.

—Alejandro… yo… —dijo, su voz apenas audible—. No sé qué decir.

—No tienes que decir nada —respondió él, con un hilo de voz que llevaba tanto poder como ternura—. Solo deja que esto sea lo que debe ser.

Por un momento, Madrid desapareció. El ruido del tráfico, el murmullo de la ciudad, todo se desvaneció en el aire. Solo existían ellos dos, el deseo contenido, la verdad largamente guardada, y la chispa de lo que podía ser. Alejandro se inclinó lentamente, y Clara no se apartó. No era miedo lo que sentía, sino la certeza de que este momento había estado escrito para ellos desde hace tiempo.

Sus labios se encontraron en un beso suave al principio, casi exploratorio, como si ambos estuvieran midiendo las aguas del otro. Pero la suavidad pronto se transformó en intensidad, en una pasión reprimida que estallaba después de años de silencios y miradas furtivas. Alejandro, el hombre que controlaba imperios, se rendía por primera vez ante lo que su corazón había estado demandando. Clara, la joven asistente que había entrado en su vida con timidez y determinación, correspondía con igual fuerza, como si cada segundo de espera la hubiera preparado para ese momento.

Cuando finalmente se separaron, ambos respiraban con dificultad, conscientes de que la oficina ya no era solo un lugar de trabajo. Era testigo de algo nuevo, algo que cambiaría sus vidas para siempre.

—Nunca… nunca pensé que esto podría suceder —dijo Alejandro, con una sonrisa que mezclaba incredulidad y alivio—. Pero… Clara, esto no puede quedarse solo en este momento. Quiero más.

—Yo también —susurró ella—. Pero… ¿qué pasa con todo lo demás? Con tu mundo, con tus responsabilidades?

Él la miró, serio, y tomó su mano, entrelazando los dedos con firmeza.

—Nada de eso importa si tú estás conmigo. Hemos esperado demasiado para ignorar lo que sentimos. Ahora es nuestro turno.

Clara sintió que su corazón se aceleraba aún más. Por primera vez en su vida, alguien con poder, con control absoluto, estaba siendo vulnerable por ella. Y en esa vulnerabilidad, encontraba la fuerza de una conexión que había estado esperando sin saberlo.

Durante los días siguientes, Alejandro y Clara navegaron por la delgada línea entre la discreción y la pasión. Cada encuentro en la oficina, cada conversación robada en los pasillos del rascacielos, era un recordatorio de que lo que compartían no era un simple capricho, sino algo profundo, construido a lo largo de años de silencios, miradas y gestos que hablaban más que cualquier palabra.

Pero como en todas las historias de poder y deseo, la felicidad no podía mantenerse sin desafíos. Rumores comenzaron a circular entre empleados y socios del Grupo Mendoza. Algunos observaban con envidia, otros con recelo. Alejandro tuvo que aprender a equilibrar su vida personal con la empresarial, enfrentando la posibilidad de que su amor secreto pudiera convertirse en un riesgo para su imperio.

Y sin embargo, a pesar de los obstáculos, Alejandro y Clara encontraron fuerza en su vínculo. Cada dificultad, cada mirada de reproche o comentario malintencionado, los unía más. Descubrieron que el verdadero poder no estaba en los imperios, en el dinero o en la fama, sino en la confianza, la pasión y la verdad compartida entre dos personas que habían esperado años para encontrarse.

Finalmente, una tarde de primavera, Alejandro llevó a Clara al mismo despacho donde todo había comenzado. Miró por la ventana el Skyline de Madrid, y luego se giró hacia ella, con la misma intensidad que la primera vez que vio esa marca en su cuello.

—Clara, esto es solo el comienzo —dijo—. No importa lo que venga, lo enfrentaremos juntos.

Ella sonrió, y por primera vez, Alejandro Mendoza sintió que no necesitaba controlar el mundo. Con Clara a su lado, sabía que podían enfrentar cualquier cosa, que su imperio de hielo finalmente había encontrado calor. Y en ese momento, entre la ciudad que brillaba bajo ellos y la intimidad que compartían, comprendieron que lo que habían esperado durante tanto tiempo no era solo amor, sino la certeza de que habían encontrado su lugar en el mundo.

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