Tragados por la niebla: El caso de los 5 estudiantes de la UNAM y la polaroid que probó que sobrevivieron al infierno verde durante 2 meses junto a una “sombra” desconocida

Era octubre de 1995, la época en que las lluvias tardías convierten la Sierra Norte de Oaxaca en un laberinto verde oscuro, sofocante y húmedo.

Cinco jóvenes estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) —Alejandro “Alex” Guzmán, Beto Salinas, Joaquín Montes, Raquel Vega y Katia Lira— decidieron emprender lo que llamaron un “viaje de purificación”.

Querían escapar del caos del Distrito Federal, buscando el silencio entre las nubes bajas y los pinos milenarios, quizás atraídos por las historias de los famosos “niños santos” (hongos) de la región.

El plan era acampar tres días cerca de Llano de las Flores, un paraje de belleza sobrecogedora, pero conocido por ser traicionero y sagrado para los comuneros zapotecas. Pero la Sierra Norte no solo tiene belleza; tiene secretos. Y decidió quedarse con los cinco.

El viaje sin retorno

El grupo salió del pueblo de Ixtlán de Juárez en una Jeep Cherokee roja la mañana del viernes 13 de octubre. Hicieron una parada en una pequeña miscelánea para comprar pan de yema, quesillo y agua. La dueña del local recordaría más tarde a Katia, la chica de ojos melancólicos, preguntando insistentemente por las rutas menos transitadas.

Esa fue la última vez que alguien los vio con vida. La camioneta fue encontrada tres días después, estacionada perfectamente en el inicio de una vereda forestal, cubierta de agujas de pino. Dentro, las carteras, identificaciones e incluso las llaves seguían allí. No había sido un asalto. No había sido un secuestro exprés. Simplemente caminaron hacia la niebla y se disolvieron.

Una búsqueda desesperada

Las familias, influyentes y desesperadas, movilizaron cielo y tierra. Helicópteros del ejército sobrevolaron las copas de los árboles, perros rastreadores peinaron el suelo y cientos de comuneros, que conocían el monte como la palma de su mano, se unieron a la búsqueda. Pero el bosque parecía jugar con ellos. Ni una huella de bota, ni una envoltura de comida.

La madre de Raquel, la señora Elena, se arrodilló frente al Ministerio Público de Oaxaca suplicando que no pararan. Pero tras dos semanas, cuando los frentes fríos del invierno comenzaron a golpear la sierra, el expediente se cerró con una conclusión burocrática: “Extravío y muerte accidental por hipotermia”.

Sin embargo, en los pueblos cercanos, los rumores eran otros. Se hablaba de los duendes que pierden a los viajeros, de zonas sagradas profanadas, o peor aún, de que habían visto algo que no debían en una zona de cultivos ilícitos. Pero sin cuerpos, no había delito que perseguir.

La cabaña en las cenizas

Pasaron cinco años. El caso se enfrió y se convirtió en una leyenda urbana en los pasillos de la universidad. Hasta que, en la temporada de sequía del año 2000, un incendio forestal arrasó una zona remota e inaccesible conocida por los locales como la “Barranca del Silencio”, un lugar de laderas verticales donde nadie va. Cuando el fuego se extinguió, una brigada forestal entró a evaluar los daños y encontró lo imposible.

En medio de la tierra quemada yacía el esqueleto carbonizado de una estructura artificial. No era un campamento temporal; era una cabaña construida meticulosamente con vigas y lona, camuflada con cortezas y vegetación.

Dentro, entre la ceniza, hallaron mochilas podridas con las credenciales de la UNAM de Alex y Katia. Pero lo que heló la sangre de los peritos fue una fotografía Polaroid, milagrosamente preservada al estar pegada contra un poste de madera que no se consumió del todo.

La foto, deformada por el calor, mostraba a tres personas: Joaquín, Beto y Raquel. Pero ya no eran los jóvenes saludables de los carteles de búsqueda. Estaban esqueléticos, con la piel pegada a los huesos, la ropa hecha jirones.

Sus ojos estaban desorbitados, mirando fijamente al lente con una expresión de terror puro. La fecha impresa en el borde blanco de la foto decía: 4 de diciembre de 1995.

Habían sobrevivido casi dos meses después de su desaparición. ¿Quién tomó esa foto? ¿Por qué no hicieron señales de humo? ¿Por qué se escondían en esa barranca como animales acorralados?

El secreto en la caja de galletas

A pocos metros del refugio, enterrada bajo una capa de arcilla, la policía recuperó una vieja caja de galletas de lámina. Dentro, protegidas de la humedad, había hojas de cuaderno arrancadas, un diario colectivo. Las entradas, escritas con lápiz, narraban el descenso a la locura.

“Día 10: La niebla no se levanta. La brújula gira sin parar. Alex dice que ya pasamos por este mismo árbol seco tres veces.”

“Día 18: Los escuchamos de nuevo anoche. Dos silbidos largos. No son pájaros. Imitan nuestras voces. Están jugando con nosotros.”

“Día 25: Mike desapareció con el hacha. Ya no nos atrevemos a salir a orinar.”

¿Quién era Mike? No había ningún Mike en la lista oficial de los cinco viajeros. Los psicólogos forenses sugirieron después que podría ser una psicosis compartida por el hambre, o algo mucho más siniestro: una sexta persona que se unió al grupo o los estaba acechando.

El sexto hombre en la sombra

Cuando los técnicos de la procuraduría revelaron el rollo de película encontrado dentro de una de las cámaras en la cabaña, descubrieron una sexta foto. Fue tomada desde el interior del refugio, mirando hacia la espesura del bosque.

Allí, apenas visible entre las sombras de los árboles, había una figura de pie. No era una pareidolia. Era un hombre, o algo con forma humana, observando la cabaña.

Los análisis forenses modernos, realizados años después, añadieron una capa de horror al misterio. Un trozo de cinturón de cuero encontrado en la escena tenía marcas profundas de dientes humanos, como si alguien lo hubiera mordido con fuerza brutal para ahogar un grito de dolor.

El ADN extraído de la saliva seca en el cuero no coincidía con ninguno de los cinco estudiantes. Tampoco estaba en el sistema de datos criminales. Era un desconocido.

Un final sin respuestas

En 2006, el deshielo y las lluvias torrenciales deslavaron una ladera a 15 kilómetros del refugio. Unos campesinos encontraron parte de un fémur y una mandíbula. Los registros dentales confirmaron que era Beto Salinas. La posición de los restos sugería que murió corriendo, huyendo de algo. No había rastro de Alex, Joaquín o Katia.

El caso de “Los Cinco de la Niebla” fue reclasificado de accidente a “desaparición con indicios de interferencia externa”. Pero en México, donde la sierra guarda silencio y la impunidad reina, la verdad se quedó enterrada entre los ocotes.

Los habitantes de Ixtlán todavía advierten a los forasteros: si conduces por la carretera vieja en una noche de neblina y escuchas silbidos que imitan tu voz, no te detengas. Porque tal vez, solo tal vez, el grupo de estudiantes sigue allá arriba, corriendo en círculos, escapando de la sombra que apareció en su última foto.

En los archivos fríos de la Fiscalía de Oaxaca, la última página del diario se conserva en una bolsa de evidencia. La letra es apenas legible, probablemente de Katia: “Si alguien encuentra esto, por favor díganle a mi mamá que intenté volver a casa. Pero el bosque no nos deja salir”.

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