
El sol de la primavera de 2006 era brillante y prometedor. David y Sarah, ambos de 26 años, acababan de decir “Sí, acepto” una semana antes. Eran la pareja perfecta: jóvenes, enamorados, y con una pasión compartida por la aventura. Para su luna de miel, habían rechazado las playas de arena blanca y los resorts con todo incluido. En su lugar, habían alquilado un Jeep y se habían dirigido al corazón crudo y rojo de los cañones de Utah.
Su plan era pasar dos semanas explorando el laberinto de parques nacionales y tierras baldías, un paisaje de roca roja, arcos imposibles y cañones tan profundos que apenas veían la luz del sol.
La última comunicación que alguien recibió de ellos fue un correo electrónico enviado desde un cibercafé en un pequeño pueblo de paso. Era una foto, granulada y de baja resolución para los estándares de hoy, enviada a la hermana menor de Sarah. En ella, ambos sonreían de oreja a oreja, con gafas de sol puestas, frente a una vasta extensión de roca roja. El asunto del correo electrónico era simple: “¡Comienza la aventura! Nos vemos en dos semanas”.
Nunca regresaron.
Cuando no se presentaron para su vuelo de regreso a casa, y sus teléfonos móviles siguieron yendo directamente al buzón de voz, el pánico comenzó a instalarse. Las familias denunciaron su desaparición.
Comenzó una de las operaciones de búsqueda y rescate más masivas en la historia reciente de Utah. El desierto del sureste de Utah es un lugar de una belleza impresionante, pero es implacablemente vasto e indiferente a la vida humana. Cubre millones de acres de terreno fracturado, un laberinto de cañones, mesetas y fisuras en la tierra.
Los equipos de búsqueda encontraron su Jeep de alquiler estacionado en el comienzo de un sendero remoto y poco conocido, uno que prometía vistas espectaculares pero advertía sobre “terreno difícil” y “ausencia de senderos marcados”.
Durante tres semanas, helicópteros peinaron los cielos, sus rotores resonando en las paredes del cañón. Equipos de voluntarios a caballo, patrullas en vehículos todo terreno y escaladores de élite descendieron a las profundidades sombrías de los cañones ranura. Buscaron cualquier cosa: un trozo de tela de colores brillantes, el reflejo de una botella de agua, el humo de una fogata.
No encontraron absolutamente nada.
Poco después de que comenzara la búsqueda, una tormenta eléctrica aislada pero violenta azotó la región. Las inundaciones repentinas, una amenaza constante en esa área, rugieron a través de los cañones, borrando cualquier huella o rastro que la pareja pudiera haber dejado.
Después de un mes, sin pistas, sin señales y con los recursos agotados, la búsqueda activa fue suspendida. La pareja fue declarada legalmente desaparecida, presuntamente víctimas de la naturaleza implacable que habían venido a admirar.
Pasaron los años. Diecinueve inviernos cubrieron los cañones de nieve, y diecinueve veranos los hornearon bajo un sol abrasador.
Para las familias de David y Sarah, la vida se convirtió en una herida abierta. El limbo de no saber es una forma única de tortura. Cada cumpleaños, cada aniversario, se veían atormentados por las mismas preguntas.
¿Qué salió mal?
Las teorías eran muchas. La más probable era la inundación repentina. Un muro de agua de diez pies de altura, moviéndose más rápido que un tren de carga, podría haberlos sorprendido, sin dejar rastro.
Otros sugirieron una caída trágica desde uno de los muchos acantilados. Algunos, en foros de crímenes reales, susurraban sobre un crimen. ¿Se encontraron con la persona equivocada en ese vasto y desregulado desierto?
El caso se enfrió. Sus rostros en los carteles de “desaparecidos” se desvanecieron. Se convirtieron en una historia de fantasmas, una leyenda de advertencia contada a los nuevos excursionistas sobre los peligros del desierto.
Hasta hace seis meses.
El descubrimiento no provino de una investigación policial, sino, como suele ocurrir en el desierto, por pura casualidad.
Un par de barranquistas técnicos, exploradores de élite que usan cuerdas y equipo de escalada para descender a cañones que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que existen, estaban explorando una fisura sin nombre y extremadamente remota. Para llegar allí, habían conducido durante horas por caminos de tierra y luego habían caminado seis millas a campo traviesa.
Estaban en medio de un rápel de 150 pies (unos 45 metros) hacia una sección oscura y estrecha del cañón. Mientras uno de ellos descendía, su lámpara de casco barrió la pared del cañón. Vio algo.
No estaba en el fondo del cañón. Estaba a unos 30 pies (9 metros) por encima del suelo, encajado en una pequeña repisa, una alcoba natural en la roca, casi completamente oculta a la vista desde arriba y abajo. Era una mochila, o lo que quedaba de ella. Estaba descolorida por el sol y hecha jirones.
Intrigado, el escalador se balanceó sobre su cuerda y logró llegar a la repisa. Lo que encontró heló su sangre.
No era solo una mochila. Eran dos. Y junto a ellas, acurrucados como si durmieran, había restos humanos. Huesos, mezclados con los restos podridos de ropa de senderismo.
Los escaladores utilizaron un comunicador satelital para enviar sus coordenadas GPS y la sombría noticia a las autoridades.
La operación de recuperación fue compleja y peligrosa. Se necesitó un equipo forense especializado en escalada para llegar a la repisa y recuperar con cuidado los restos.
Los registros dentales pronto confirmaron lo que todos sospechaban. Eran David y Sarah. Después de diecinueve años, los habían encontrado.
El descubrimiento resolvió el “dónde”, pero abrió un nuevo y doloroso “por qué”. Estaban muy por encima del fondo del cañón, a salvo de cualquier inundación repentina. ¿Qué había pasado?
La respuesta estaba en una pequeña caja de plástico agrietada que se encontró dentro de una de las mochilas: una cámara digital de principios de la década de 2000.
El exterior de la cámara estaba destrozado, pero milagrosamente, la tarjeta de memoria en su interior estaba protegida.
Los técnicos forenses trabajaron durante semanas. Finalmente, lograron recuperar las imágenes. Las fotos, una cápsula del tiempo digital, contaban la historia completa de los últimos días de la pareja.
Las primeras veinte fotos eran exactamente lo que esperarías de una luna de miel de aventuras. David y Sarah sonriendo ampliamente en el comienzo del sendero. Vistas panorámicas de cañones al atardecer. Selfies tontas con formaciones rocosas.
Luego, las fotos cambiaron.
Las siguientes imágenes los mostraban entrando en el estrecho cañón ranura. La luz se volvía más oscura, las paredes más cercanas. Todavía sonreían.
Foto 27: Una toma de David, pero ya no sonreía. Estaba sentado en una roca, su pierna derecha en un ángulo visiblemente antinatural. Su rostro estaba contraído por el dolor.
Foto 28: Una imagen borrosa de la pierna de David. Hinchada y deformada. Una fractura expuesta.
Foto 29: Una selfie de Sarah. Su rostro estaba cubierto de suciedad y lágrimas. El pánico era evidente en sus ojos.
Las siguientes fotos eran oscuras, casi negras, con solo un atisbo de la delgada línea de cielo azul, muy, muy arriba.
La reconstrucción de la tragedia fue clara y desgarradora. No fue una inundación. Fue un simple accidente.
Mientras navegaban por el cañón, David debió resbalar y caer, sufriendo una fractura grave en la pierna. No podía caminar. No podía moverse. Estaban atrapados en el fondo del cañón.
Sabiendo que no podía sacarlo, y quizás temiendo una inundación repentina o el frío de la noche en el fondo del cañón, Sarah, en un acto de increíble fuerza y desesperación, debió haber encontrado esa pequeña repisa 30 pies más arriba. De alguna manera, logró subirlo a él, o ayudarlo a subir, a ese pequeño refugio.
Se acurrucaron allí, esperando un rescate que nunca llegaría.
Estaban a salvo del agua, pero su refugio los hizo completamente invisibles para los helicópteros que pasaban por encima y para los equipos de búsqueda en el suelo. Estaban ocultos a plena vista.
La última foto de la cámara era completamente negra.
Después de diecinueve años de no saber, las familias de David y Sarah finalmente tuvieron respuestas. No hubo crimen. No hubo un gran desastre natural. Fue una tragedia de pequeños accidentes, mala suerte y la inmensa e indiferente belleza del desierto. Murieron juntos, acurrucados en una repisa oculta, pocos días después de que su vida juntos apenas hubiera comenzado.