El Niño y el Chamuco: la historia real que mi abuelo juró nunca contar de noche

Cuando pienso en las noches de mi infancia, siempre me viene a la mente el sonido del fuego crepitando en la chimenea y la voz grave de mi abuelo llenando la oscuridad con historias que parecían salidas del mismísimo infierno.
Esa noche, el viento golpeaba las ventanas con furia, y el olor a leña quemada se mezclaba con la humedad de la lluvia. Yo me envolví en una manta, mientras él se acomodaba en su sillón, con la mirada fija en las brasas.

—Esta no es una historia cualquiera —me dijo sin mirarme—. Es algo que ocurrió de verdad. Y nunca, nunca debe contarse después de medianoche.

Me quedé quieto. Mi abuelo tenía esa manera de hablar que hacía imposible no escucharlo. La luz del fuego dibujaba sombras en su rostro, y juraría que sus ojos brillaban con algo más que reflejo.

Dijo que todo empezó cuando era joven, en un pueblo perdido entre los cerros, llamado Oquitoa. Allí, la tierra era seca, los caminos polvorientos, y las noches… demasiado largas.

Contaba que la gente vivía con miedo de ciertas cosas. No del hambre, ni de los coyotes, sino de lo que caminaba cuando el sol se ocultaba. Decían que el diablo se disfrazaba de lo que más deseabas ayudar.

Una noche, un campesino regresaba del campo. Había trabajado todo el día bajo el sol, y ahora caminaba con el machete al cinto, el sombrero inclinado y el alma cansada. El cielo estaba sin luna, y los grillos cantaban tan fuerte que parecía que llenaban el aire.

De pronto, entre los arbustos, escuchó un llanto.
Era débil, casi apagado, como si viniera de una garganta agotada.
El hombre se detuvo, levantó la lámpara de aceite, y el sonido se hizo más claro.
Un niño.

Allí estaba, flaco, con la ropa sucia, el rostro manchado de polvo y lágrimas. Tenía unos siete años, quizás menos. Lo miró con los ojos más grandes y tristes que el campesino había visto jamás.

—¿Qué haces aquí, chamaco? —preguntó, con voz firme.
El niño no respondió. Solo temblaba.

El hombre pensó que quizás se había perdido, que su familia lo buscaba con desesperación. Así que lo tomó de la mano.
—Vamos, te llevo a tu casa. No es lugar para estar solo a estas horas.

El niño asintió, pero sus labios no se movieron.

Empezaron a caminar juntos por el sendero que cruzaba el monte. El viento soplaba frío, y las ramas se mecían, pero poco a poco todo fue quedando en silencio. Un silencio que no era natural.
Los grillos callaron. Los árboles dejaron de crujir.
Ni siquiera el propio eco de sus pasos se escuchaba.

El campesino sintió que algo no estaba bien.
El aire se volvió pesado, y un olor extraño comenzó a llenar el ambiente. Era un olor fuerte, punzante, como a azufre quemado.
Trató de no pensar en ello.

—Ya casi llegamos, muchacho —dijo con una sonrisa forzada—. ¿Vives cerca?
El niño bajó la mirada. Su voz era apenas un hilo cuando respondió:
—No tengo casa…

El hombre se estremeció.
—¿Cómo que no? ¿Dónde vives entonces?
Pero el niño no respondió.

El olor se hizo más fuerte. El campesino sintió que los ojos le ardían. Entonces, vio una pequeña cabaña al final del camino. Se apresuró.
—Ahí está. Vamos, seguro alguien nos ayudará.

Pero justo antes de llegar, el niño se detuvo.
El campesino tiró de su mano.
—Vamos, apúrate.
Y fue entonces cuando el niño levantó la cabeza.

Sus ojos ya no eran los mismos.
Eran negros, completamente negros.
La piel comenzó a cuartearse, como si se secara desde adentro, y un humo denso empezó a salirle por la boca.

El hombre retrocedió, horrorizado.
—Santo Dios…
Y el niño sonrió. Una sonrisa torcida, imposible, que revelaba dientes ennegrecidos, afilados como cuchillas.

—Tu madre te dijo que no salieras de noche… —susurró con una voz que no era humana—. El diablo ronda por los caminos. Y mira… aquí estoy.

El aire se encendió.
El fuego comenzó a brotar del suelo, y el campesino cayó de rodillas, sin poder gritar. Su garganta se cerró como si el calor le arrancara la voz.

La figura se acercó. El cuerpo del niño se retorcía, ardiendo como carbón vivo. Su sombra crecía, extendiéndose sobre el suelo, hasta cubrirlo todo.

El hombre quiso correr, pero sus piernas no respondían. Solo pudo mirar mientras el fuego le lamía los brazos, mientras esa criatura lo miraba con unos ojos que parecían no tener fondo.

Entonces, el llanto volvió. Pero ya no era de niño. Era un chillido agudo, largo, como el grito de mil voces juntas saliendo del infierno.

Cuando el campesino despertó, estaba tendido en el suelo, a la orilla del camino. El sol comenzaba a salir, y su lámpara estaba rota. No recordaba cómo había escapado.
Trató de hablar, pero no pudo. Su voz se había ido.

Volvió al pueblo tambaleando. Nadie creyó su historia, hasta que vieron las quemaduras en su piel. Marcas de manos pequeñas, ennegrecidas, en su cuello y su pecho.

Desde entonces, no volvió a pronunciar palabra. Se pasaba los días sentado en la entrada de su casa, mirando hacia los cerros. Y cada vez que caía el sol, bajaba la mirada y se cubría los oídos.

Mi abuelo hizo una pausa.
El fuego chispeó, y una chispa saltó sobre el suelo. Yo estaba tan absorto que ni siquiera respiraba.

—¿Y qué pasó después? —pregunté.

Él suspiró.
—Ese hombre… era mi hermano.

Me quedé helado.
No supe qué decir.
El fuego iluminó su rostro, y juraría que por un momento, vi en sus ojos un brillo distinto. Como si las brasas se reflejaran desde dentro.

—Desde aquella noche —continuó—, él nunca volvió a hablar. Pero cada vez que el viento soplaba desde el monte, lloraba. No con lágrimas, sino con un gemido bajo, como si escuchara algo que los demás no podíamos oír.

A veces, por las noches, lo encontraba mirando por la ventana, con la vista perdida en el horizonte. Si uno se acercaba, podía ver su reflejo en el vidrio… y junto al suyo, el de un niño.

Después de eso, mi abuelo dejó de hablar.
El fuego se consumió lentamente.
Solo quedó el crujido de la madera y el sonido lejano del viento.

Esa noche no dormí. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba un llanto suave, allá afuera, entre los árboles.

Desde entonces, nunca me acerco si escucho a un niño llorando solo en la oscuridad.
Porque aprendí algo que no se olvida jamás:
no todo lo que parece necesitar ayuda, es humano.
Y a veces, cuando extiendes la mano…
no sabes a quién estás tocando.

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