
Las Cascadas de Agua Azul, en el corazón de Chiapas, son un paraíso de postal. Un lugar donde el río Xanil se desploma en una serie de cataratas de aguas turquesas, creando piscinas naturales que invitan a la calma y la contemplación. Un destino de ensueño para miles de turistas cada año. Pero para la familia de Jorge Medina, este rincón idílico de México se convirtió en el escenario de un misterio que duró tres largos años. Un enigma que comenzó con una última fotografía y terminó con un descubrimiento aterrador.
Jorge Medina, un talentoso fotógrafo de 28 años originario de San Cristóbal de las Casas, no era un turista común. Él era un explorador, un contador de historias que se escondían en los rincones más olvidados del país. Su verdadera pasión no eran los miradores para las multitudes, sino las haciendas abandonadas, las ruinas industriales y los lugares remotos. Su proyecto fotográfico, “México Olvidado”, era un tributo a la belleza decadente de las cascadas ocultas, las presas antiguas y las centrales hidroeléctricas en desuso. A Jorge le atraía el contraste entre la fuerza de la naturaleza y los vestigios oxidados de la era industrial.
Fue esta obsesión la que, en agosto de 2020, lo llevó a las Cascadas de Agua Azul. Pero no le interesaban las cascadas famosas, sino sus alrededores: un laberinto de senderos y túneles que conducían a una vieja central eléctrica. El 16 de agosto de 2020, le envió un último mensaje a un amigo: “Voy a Agua Azul. Quiero fotografiar unas cascadas que no están en los mapas. Regreso en la noche.” Ese fue su último mensaje.
Cuando Jorge no regresó al día siguiente, su familia y amigos no se alarmaron de inmediato. Estaban acostumbrados a sus expediciones solitarias, donde se perdía en su trabajo durante uno o dos días. Pero al tercer día, cuando su teléfono seguía apagado, la preocupación se convirtió en pánico. Contactaron a la policía y una búsqueda exhaustiva comenzó de inmediato. Cinco días después de su último mensaje, un oficial encontró su camioneta, una Nissan X-Trail, en el estacionamiento principal. El vehículo estaba cerrado y no había nada extraño en su interior. Este hallazgo, aunque no dio ninguna pista sobre su paradero, activó una operación de búsqueda masiva.
Aproximadamente a 100 metros del coche, al comienzo de un sendero no oficial que descendía hacia el río, los equipos de búsqueda tropezaron con la única pista que tenían en ese momento: la mochila de Jorge, tirada entre los arbustos. Estaba abierta y, entre el equipo, había un lente con el cristal roto. El hallazgo fue inquietante, ya que el lente dañado podría ser un indicio de una caída o un forcejeo. Pero ni rastro de Jorge, su cámara, su teléfono o su cartera.
En las semanas siguientes, las Cascadas de Agua Azul se convirtieron en el epicentro de una de las operaciones de búsqueda más grandes en la historia de la región. Decenas de voluntarios y rescatistas peinaron la selva. Unidades caninas recorrieron las orillas del río. Helicópteros sobrevolaron la zona, buscando cualquier señal entre la densa vegetación. Buzos se sumergieron en las frías y turbias aguas. Pero todo fue en vano. Los perros perdieron el rastro en el borde del agua, lo que reforzó la teoría principal: Jorge se había resbalado en las rocas mojadas, había caído al río y la poderosa corriente lo había arrastrado. Sin un cuerpo, sin embargo, era solo una suposición.
Finalmente, la búsqueda activa fue suspendida. Para todos, Jorge Medina se convirtió en otra víctima de la belleza traicionera de la selva. Pero la verdad, mucho más terrible, esperaba su momento, enterrada bajo toneladas de roca.
La escala de la operación de búsqueda fue un reflejo de la gravedad de la situación. El estacionamiento, habitualmente lleno de autos de turistas, se transformó en un cuartel general coordinado por la Policía Estatal de Chiapas. El equipo de búsqueda, compuesto por más de 500 personas, se dividió en sectores para peinar la zona metódicamente. Las condiciones eran extremadamente difíciles; la neblina constante de las cascadas hacía que todas las superficies fueran resbaladizas. Los rescatistas tuvieron que navegar por pendientes empinadas, cubiertas de musgo y helechos densos. No dejaron una sola grieta, una sola cueva sin revisar. Se prestó especial atención a los sitios industriales abandonados que tanto le gustaban a Jorge. Los rescatistas con equipo de escalada buscaron alrededor de la vieja central hidroeléctrica y examinaron las entradas bloqueadas de los túneles.
Los perros, entrenados para detectar el olor humano, siguieron un rastro claro desde donde se encontró la mochila. Condujeron a sus guías directamente al borde del río, a una pila de grandes rocas húmedas. Y allí, en el borde del agua, los perros se detuvieron. Dieron vueltas, jadeando, pero no avanzaron. Para los guías, la señal fue clara: la pista humana terminaba y continuaba en el agua. Esto reforzó la teoría principal de la investigación.
La parte más peligrosa de la operación fue la búsqueda submarina. Un equipo de buzos inspeccionó la cuenca al pie de la cascada y el lecho del río. La visibilidad era casi nula; la potente corriente removía toneladas de limo y arena del fondo, convirtiendo el agua en una suspensión turbia. El lecho del río estaba lleno de enormes rocas, troncos de árboles y escombros que se habían acumulado durante décadas. Estos obstáculos creaban innumerables lugares donde un cuerpo podía quedar atrapado. Durante varios días, los buzos arriesgaron sus vidas, pero no encontraron nada. Al final de agosto, después de casi tres semanas de esfuerzos inútiles, el comisionado de la policía estatal dio una conferencia de prensa. Agradeció a todos los voluntarios y rescatistas y anunció el fin de la fase activa de la búsqueda. La versión oficial era que Jorge Medina se había ahogado accidentalmente. Su cuerpo, probablemente, estaba atrapado en un lugar inaccesible para los buzos. El caso quedó abierto, pero en la práctica, se convirtió en un misterio sin resolver.
Para la familia de Jorge, este fue el período más difícil: una época de incertidumbre sin esperanza. Se aferraron a la teoría del accidente, por muy trágica que fuera, ya que parecía la única explicación posible. Nadie pudo haber imaginado que, durante todo ese tiempo, el cuerpo de Jorge no estaba en el agua, sino a solo unos cientos de metros de donde se había realizado la búsqueda, escondido bajo las rocas.
Pasaron tres años. Era septiembre de 2023. Para la mayoría de la gente, incluido el personal policial, el caso de Jorge Medina era un capítulo cerrado. Una historia trágica, pero comprensible. Su familia vivía con esta versión, amarga, pero lógica. Les permitía llorar, incluso sin un funeral. Pero la naturaleza, de la que todos creían que se había cobrado a Jorge, estaba a punto de traerlo de vuelta, revelando una verdad que resultó ser mucho más aterradora que cualquier accidente.
A principios de septiembre, una serie de poderosas tormentas otoñales azotó Chiapas. Lluvias torrenciales cayeron durante varios días consecutivos, causando inundaciones y deslaves. La presión del agua que se filtraba en las grietas de las rocas alcanzó un nivel crítico. Una noche, cuando la tormenta estaba en su apogeo, los residentes de la zona se despertaron con un estruendo sordo y prolongado, similar a un trueno, pero proveniente del subsuelo. A la mañana siguiente, cuando la lluvia cesó, quedó claro que el paisaje alrededor de las cascadas había cambiado. Una parte significativa de la cornisa de roca se había derrumbado. Decenas de toneladas de roca y tierra habían caído, dejando al descubierto una nueva cicatriz en la pared de piedra.
Este evento llamó la atención de un grupo local de espeleólogos. Estos exploradores experimentados, que habían estudiado la zona durante décadas, vieron el alud de rocas como una oportunidad única para explorar las grietas geológicas recién formadas que habían estado escondidas. Unos días después, un grupo de cuatro personas, equipadas con equipo de montañismo, se dirigió al lugar del derrumbe. Comenzaron a explorar metódicamente la nueva pared. El lugar era peligroso, con escombros de roca afilados por todas partes. Uno de los escaladores, al examinar una grieta profunda y estrecha que se había abierto, notó algo inusual en el fondo. A varios metros de profundidad, atrapado entre dos enormes rocas recién rotas, había algo oscuro con una textura que no parecía de piedra. Al principio, pensó que era una vieja lona o un trozo de neumático arrastrado por el derrumbe. Pero al acercarse más, el olor rancio y dulce de la descomposición se hizo más fuerte. Apuntó su linterna y la iluminó: no era un neumático. Pudo ver claramente la tela de una chaqueta de senderismo y, a su lado, los restos de una bota, sujetada por una roca. Se congeló. Era un cuerpo humano, o lo que quedaba de él después de tres años en un ambiente sellado y húmedo. El escalador se puso pálido, llamó al 911 y, sin tocar nada, comenzó a subir.
A partir de ese momento, el lugar del derrumbe se convirtió en el escenario de una compleja y peligrosa operación de rescate e investigación. El fiscal y el equipo de rescate que llegaron a la escena se dieron cuenta de que recuperar el cuerpo sería difícil. La grieta era estrecha y las rocas que lo atrapaban pesaban varias toneladas y podían moverse en cualquier momento. Se llamó a un equipo especializado en rescate de montaña con equipo pesado. La operación duró casi 12 horas. Los rescatistas tuvieron que usar soportes hidráulicos y cojines neumáticos para mover las rocas unos centímetros y liberar el cuerpo. Finalmente, a altas horas de la noche, los restos fueron llevados a la superficie.
Incluso durante el examen inicial, quedó claro que la teoría del accidente podía descartarse por completo. Las manos del cuerpo estaban atadas a la espalda. El material de amarre era una cuerda de nailon gruesa. El médico forense que trabajaba en la escena también notó un aparente daño en la parte posterior del cráneo. Era un asesinato. Los restos fueron colocados en una bolsa sellada y enviados por helicóptero al Servicio Médico Forense (SEMEFO) en Tuxtla Gutiérrez. La fiscalía de Chiapas inmediatamente sacó de los archivos un viejo expediente sobre la desaparición de Jorge Medina. El misterio de tres años llegaba a su fin, uno que prometía ser mucho más oscuro de lo que cualquiera podría haber imaginado.
En el laboratorio, el trabajo de identificación comenzó lentamente y con precisión. Primero, era necesario confirmar la identidad. Debido a los tres años en un ambiente que había causado una preservación parcial de los tejidos, la tarea resultó ser difícil. Un antropólogo forense y un patólogo trabajaron juntos. Utilizaron las radiografías dentales de Jorge Medina, que la policía había obtenido en 2020. Comparando la estructura de los dientes y los empastes, obtuvieron una conclusión preliminar positiva. Un análisis de ADN, para el que se tomaron muestras de la médula ósea del fémur, proporcionó la confirmación final. El resultado coincidió con el perfil genético ofrecido por los padres de Jorge. No había duda, era él.
El siguiente paso fue determinar la causa de la muerte. Un examen exhaustivo del cráneo reveló lo que ya era evidente durante la inspección inicial: una fractura por hundimiento en la región occipital. La naturaleza de la fractura indicaba que había sido causada por un solo y poderoso golpe con un objeto pesado y contundente con una superficie lisa, como una roca o una tubería de metal. No había signos de curación en el hueso alrededor de la fractura, lo que indicaba que la lesión se había producido poco antes de la muerte. Esta lesión por sí sola fue fatal. La conclusión de los expertos fue clara: Jorge Medina había sido asesinado de un golpe en la cabeza, y esto había sucedido antes de que su cuerpo fuera colocado en la grieta.
Los expertos se centraron en otras pruebas encontradas con el cuerpo. La cuerda de nailon utilizada para atar sus manos fue examinada bajo un microscopio. Su tipo y tejido coincidían exactamente con la cuerda de la mochila de Jorge. Este fue un detalle importante: el asesino había usado lo que tenía a mano. Pero el verdadero avance vino durante el análisis químico de su ropa. Los científicos forenses examinaron cuidadosamente los fragmentos de la chaqueta descompuesta. El informe del laboratorio de cromatografía de gases fue una sorpresa total para los investigadores. Se encontraron trazas microscópicas, pero claramente identificables, de dos sustancias en las fibras de la tela: benceno y una solución acuosa de amoníaco. Ninguno de estos productos químicos se encuentra naturalmente en el ambiente del bosque. Eran solventes industriales, lo que indicaba que, poco antes de su muerte, Jorge había estado en un entorno industrial: un garaje, un almacén o un laboratorio clandestino.
Fue este descubrimiento lo que llevó a los investigadores a echar un nuevo vistazo al último objeto encontrado en el cuerpo. Durante un examen detallado de su ropa, se encontró un pequeño objeto de plástico en el bolsillo interior del pecho de su chaqueta, que estaba bien cerrado y en buenas condiciones. Era una tarjeta de acceso, una simple tarjeta blanca con una banda magnética en la que solo había una inscripción: “101”.
La investigación ahora tenía una nueva dirección específica. Los detectives lanzaron una investigación a gran escala para identificar la tarjeta. Enviaron solicitudes a todos los hoteles, edificios de oficinas y complejos de almacenes en un radio de 50 millas de las cascadas. Ni una sola coincidencia. La tarjeta no pertenecía a ninguna de las organizaciones existentes. Entonces, uno de los detectives que había trabajado en el caso original en 2020 sugirió revisar los archivos. Él especuló que la tarjeta podría estar relacionada con viejas instalaciones abandonadas en la zona. Fue un trabajo minucioso en los archivos de papel de la compañía de energía que operaba la presa. Después de varios días de búsqueda, encontraron lo que estaban buscando. Una vieja lista de inventario de instalaciones fuera de servicio en 2006 incluía el “almacén técnico número 101”. En el viejo mapa, estaba marcado como un pequeño edificio en una zona boscosa a aproximadamente dos kilómetros de la vieja presa, precisamente en el área que tanto le interesaba a Jorge para su proyecto.
Al día siguiente, un grupo de trabajo fue enviado al lugar. El almacén estaba exactamente donde estaba marcado. Un viejo edificio de concreto, sin llamar la atención, escondido en la selva y completamente cubierto de enredaderas. La puerta estaba cerrada con una cerradura electrónica moderna, lo que era extraño para una instalación abandonada. Uno de los oficiales sacó la tarjeta de acceso de la bolsa de pruebas y la deslizó por el lector. Hubo un clic silencioso y se encendió un LED verde. La cerradura se abrió. Dentro del almacén, estaba oscuro y olía a productos químicos. Los investigadores descubrieron que no era un almacén de equipo viejo, sino un punto de transbordo clandestino. Cajas de plástico vacías, materiales de embalaje y básculas estaban esparcidos por la zona. Latas de solventes vacías estaban apiladas en una esquina. Una prueba rápida mostró rastros de cocaína en las superficies. Habían encontrado el escondite de una célula de narcotráfico. Ahora la policía tenía un motivo para el asesinato.
Lo único que faltaba era encontrar a la persona que usaba el almacén. Después de estudiar los informes de crímenes y entrevistar a informantes, llegaron a un nombre: Ricardo Torres, un residente de 35 años con antecedentes penales y conexiones con el narcotráfico. Su padre una vez había trabajado en la presa y podría haber sabido del almacén abandonado. Con una orden de arresto basada en evidencia irrefutable, la tarjeta de acceso y el análisis químico, la policía actuó rápidamente. La investigación ahora se centraba en una sola persona. Su remolque, estacionado en un lote en las afueras de Ocosingo, fue puesto bajo vigilancia las 24 horas. Los detectives comenzaron a desenterrar detalles de su pasado y el panorama se hizo más claro. Estaba asociado con varios cárteles locales que operaban en la región, involucrados en la distribución de metanfetamina que, según los informes de inteligencia, llegaba al estado desde Guatemala. El almacén número 101 era el lugar de transbordo perfecto: escondido, sin comunicaciones y técnicamente inexistente para las autoridades.
Al mismo tiempo, los investigadores estaban reexaminando toda la evidencia del caso original de 2020. Entre los artículos incautados a la familia de Jorge, había una vieja tarjeta SD de 2 GB. En 2020, se encontró en una casa de empeño en San Cristóbal. Resultó que Jorge la había vendido una semana antes de su viaje para conseguir algo de dinero para la gasolina. En ese momento, la policía la revisó, encontró solo viejas fotos de paisajes y la dejó de lado como irrelevante para el caso. Ahora, en 2023, con la llegada de nuevas tecnologías y un objetivo específico, esta tarjeta fue recuperada del almacén de pruebas y enviada a la Unidad de Cibernética de la Fiscalía General de la República. Los especialistas realizaron un procedimiento de recuperación de datos profundos, escaneando los sectores vacíos de la tarjeta en busca de fragmentos residuales de archivos eliminados.
Después de unos días, obtuvieron el resultado. Lograron recuperar varias imágenes dañadas pero parcialmente legibles. Estas eran las últimas fotos que Jorge había tomado. Mostraban cajas de plástico y equipo dentro del almacén número 101. Y en una de las fotos, aparentemente tomada con prisa, era visible parte de una figura humana borrosa. El mejoramiento de la imagen reveló el rostro de un hombre mirando directamente a la cámara con asombro o ira. Era el rostro de Ricardo Torres. Era una evidencia directa e irrefutable que colocaba a la víctima y al sospechoso en el mismo lugar y al mismo tiempo.
Con esta carta bajo la manga, la policía hizo el arresto. Ricardo Torres fue detenido sin resistencia. En la sala de interrogatorios, inicialmente se comportó de manera desafiante, negando todo. Afirmó que nunca había visto a Jorge Medina y no sabía nada de ningún almacén. Entonces, el detective colocó en silencio una fotografía impresa sobre la mesa frente a él. Su propio rostro capturado por la cámara de Jorge dentro del almacén. Cuando Torres vio la foto, se quedó en silencio. Su confianza se evaporó. Después de una larga pausa, comenzó a hablar. Dijo que ese día estaba descargando un nuevo envío de mercancías cuando de repente escuchó pasos. La puerta del almacén se abrió y un chico con una cámara estaba parado en el umbral, que aparentemente confundió el edificio con uno abandonado. Jorge logró tomar algunas fotos antes de que Torres, abrumado por el pánico, se abalanzara sobre él. No quería matarlo. Solo quería detenerlo, quitarle la cámara. Agarró lo primero que encontró, un trozo corto de tubería de metal, y golpeó a Jorge en la parte posterior de la cabeza para dejarlo inconsciente. Pero el golpe fue demasiado contundente. Al darse cuenta de que el chico estaba muerto, Torres supo que su vida había terminado. Si sus “patrones” se enteraban de que había filtrado información y llamado la atención sobre su canal, lo “desaparecerían” sin dudarlo.
“Se metió donde no debía”, le dijo Torres a los investigadores, con la voz tranquila y sin emociones. “No quise hacerlo, pero si él lo hubiera publicado, yo estaría muerto. Mi propia gente me habría entregado.” En pánico, ató el cuerpo con una cuerda de su mochila, lo cargó en su camioneta y esperó hasta que oscureciera. Llevó el cuerpo a la parte más peligrosa e inaccesible del cañón debajo de las cascadas. Lo arrojó a una grieta profunda entre las rocas, con la esperanza de que el río lo arrastrara o de que quedara oculto para siempre. Quemó la cámara y la tarjeta SD principal en un barril detrás de su remolque. No sabía de la existencia de la vieja tarjeta, que había sido vendida a una casa de empeño.
El juicio de Ricardo Torres fue rápido. Ante su propia confesión y la evidencia irrefutable, se declaró culpable de asesinato premeditado cometido para ocultar otro crimen y fue sentenciado a 50 años de prisión, sin posibilidad de libertad condicional. El cuerpo de Jorge Medina fue devuelto a su familia. Cremaron los restos y esparcieron las cenizas en uno de sus lugares favoritos en la selva. Su madre, buscando significado en la tragedia sin sentido, fundó la Fundación México Olvidado para apoyar a fotógrafos independientes y viajeros solitarios, abordando problemas de su seguridad.
El misterio de la desaparición en las Cascadas de Agua Azul fue resuelto. Sin embargo, esta historia sirve como un recordatorio conmovedor de cómo el deseo de capturar la belleza oculta del mundo puede revelar inadvertidamente sus secretos más oscuros y peligrosos. Y cómo, a veces, solo la casualidad, como un derrumbe de rocas, puede arrojar luz sobre la verdad.