“Jötunn y duelo: la pesadilla psicológica que acecha a cuatro universitarios”

Cuatro amigos universitarios caminaron hacia el bosque en silencio. La mañana era fría y húmeda, y la niebla se arremolinaba entre los árboles como un manto gris que cubría todo rastro de la civilización. Cada uno llevaba consigo más que una mochila; cargaban el peso de la pérdida de su amigo fallecido, cuyo recuerdo los había reunido allí. La idea era sencilla: un ritual catártico, una caminata que les permitiera hablar, llorar y, quizás, despedirse de manera simbólica. Nadie pensó que el bosque se convertiría en un espejo de sus miedos más profundos.

Al principio, todo parecía rutinario. Hablaban en voz baja, contaban historias de su amigo y compartían anécdotas de la universidad. Pero a medida que se internaban más, la luz del sol apenas atravesaba el dosel de ramas. Las sombras se alargaban y parecían moverse por sí mismas. Cada crujido de hojas secas los hacía girar la cabeza. Era como si el bosque respirara con ellos, escuchara sus pensamientos y esperara el momento adecuado para revelar algo que llevaba siglos dormido.

El primero en sentirlo fue Lucas. Caminaba adelante y, de pronto, sintió un frío que no provenía del aire. Sus hombros se tensaron y escuchó un susurro, apenas audible, que parecía repetir su propio nombre. Giró bruscamente y no vio nada, solo troncos y niebla. Sus amigos se dieron cuenta de su tensión y le preguntaron qué pasaba, pero él solo murmuró: “Es el bosque… no es normal.” Nadie dijo nada. El silencio era pesado, lleno de anticipación y miedo sordo.

A medida que avanzaban, pequeñas señales comenzaron a aparecer. Árboles con marcas extrañas, raíces que parecían formar símbolos antiguos, rocas con inscripciones que ninguno pudo descifrar. Cada señal aumentaba la sensación de que algo los observaba. No era un animal ni un humano. Era algo que pertenecía al bosque, algo antiguo, tan viejo como las leyendas que los nativos contaban sobre los jötunn, seres que dominaban el miedo y el sacrificio, que castigaban a los que osaban perturbar el equilibrio natural.

El segundo en notar la presencia fue Mateo. Sintió que alguien o algo caminaba detrás de ellos, siguiendo cada paso, manteniendo siempre la misma distancia. No había ramas rotas ni hojas moviéndose, solo la certeza de que no estaban solos. Intentó hablar de manera racional, convencer a los demás de que era su imaginación, pero la tensión en sus rostros lo delataba. Todos la sentían, y todos sabían que no era un miedo común; era algo primitivo, ancestral, que despertaba instintos de supervivencia que creían dormidos.

La noche comenzó a caer antes de lo previsto. La niebla se hizo más densa y la luz de la luna apenas penetraba el dosel. La atmósfera se volvió sofocante. Cada sombra parecía contener un rostro, un brazo extendido o una garra invisible. La mente de cada uno comenzó a jugarles malas pasadas. Recuerdos reprimidos, culpas, secretos que nunca habían compartido, todo emergía con fuerza. La pérdida de su amigo ya no era un lamento lejano; era un grito que los perseguía, amplificado por la inmensidad del bosque.

Fue entonces cuando lo vieron. No de inmediato, no como en las películas, sino como una forma que parecía surgir del aire mismo. Una silueta gigantesca, cubierta de musgo y ramas, con ojos que brillaban como brasas apagadas. Era el jötunn, el antiguo dios de los miedos, el guardián de los secretos dolorosos y los traumas no resueltos. Su presencia no solo imponía terror; parecía devorar recuerdos, alimentar sus culpas y proyectar sus peores temores en cada rincón del bosque.

El primer ataque fue psicológico. Cada uno comenzó a experimentar visiones que los confundían con la realidad. Lucas vio la escena de la muerte de su amigo repetida mil veces, pero cada vez con detalles distintos, como si el bosque reescribiera la tragedia para atormentarlo. Mateo sintió que alguien le hablaba desde las sombras, acusándolo por errores que nunca cometió. La tercera y cuarta amiga comenzaron a recordar momentos de su infancia que habían bloqueado, escenas de miedo y abandono que ahora se mezclaban con la figura del jötunn.

Los rituales que habían planeado se convirtieron en improvisación desesperada. Intentaron encender fuego, recitar oraciones, caminar en círculos, pero nada parecía funcionar. La criatura no reaccionaba al miedo ni a la lógica; reaccionaba al dolor, al trauma, a la vergüenza. Cada paso en falso, cada silencio culpable, cada mirada llena de arrepentimiento era alimento para ella. El bosque entero se transformaba en un laberinto de espejos psicológicos, reflejando sus culpas y ampliando su terror.

Una de las jóvenes, Ana, encontró un claro donde la luz de la luna iluminaba un círculo de piedras antiguas. Intentó usarlo como refugio temporal. Sintió que el jötunn estaba cerca, pero no dentro del círculo. Allí, sentada, empezó a hablar en voz alta de su culpa, de la pérdida de su amigo, de los secretos que había guardado. La criatura permaneció fuera, escuchando, y por primera vez un silencio absoluto se hizo presente. La confesión no lo derrotó, pero lo calmó momentáneamente.

Los otros tres se reunieron con Ana y compartieron sus propios secretos. La vulnerabilidad se volvió una especie de defensa. El monstruo no desapareció, pero su presencia se volvió menos opresiva. La supervivencia ya no dependía de correr ni esconderse, sino de enfrentar la oscuridad interna que cada uno llevaba dentro. La caminata por el bosque se convirtió en un viaje de confrontación con el dolor, con la pérdida, con la vergüenza que nunca habían querido enfrentar.

El amanecer llegó lentamente. La niebla comenzó a disiparse y la silueta del jötunn desapareció con los últimos vestigios de oscuridad. Los cuatro amigos estaban exhaustos, su cuerpo y mente marcados, pero vivos. Habían sobrevivido no solo a la criatura del bosque, sino al monstruo dentro de ellos mismos. Cada cicatriz, cada visión y cada susurro eran ahora un recordatorio de que el trauma no desaparece, pero puede ser enfrentado, compartido y comprendido.

Años después, cuando contaban la historia, nadie podía describir con exactitud cómo era el jötunn. Algunos detalles variaban según quien narraba, pero la lección era clara: el verdadero monstruo no estaba en el bosque, sino en cada uno de ellos. El bosque solo lo reflejaba, amplificaba y obligaba a confrontarlo. Cada paso, cada sombra, cada susurro era un espejo de su propia alma herida.

El jötunn se convirtió en leyenda entre ellos, no como un ente externo a temer, sino como una metáfora viva del duelo y la culpa que cargaban. Cada vez que regresaban al bosque, ya no con miedo sino con respeto, sentían que la criatura estaba allí, vigilando, recordándoles que los traumas se enfrentan caminando hacia ellos, no huyendo.

La historia de esos cuatro jóvenes se transformó en una advertencia y un aprendizaje: el horror verdadero no siempre es visible, no siempre tiene garras o colmillos; a veces, se esconde en la memoria, en la culpa y en los recuerdos no resueltos. Enfrentarlo requiere coraje, vulnerabilidad y la capacidad de compartir el dolor con otros que lo comprendan.

El bosque permaneció allí, implacable y silencioso, un espacio donde los vivos y los recuerdos se encontraban. El jötunn seguía acechando, esperando pacientemente que alguien más aprendiera que la supervivencia comienza por mirar dentro de uno mismo y aceptar que los monstruos internos son los más poderosos.

Los cuatro amigos nunca olvidaron esa caminata. Cada uno cargó con su trauma, pero también con la lección de que el duelo no es lineal, que las pesadillas pueden enseñar y que la amistad puede ser la luz que guía en la oscuridad. El bosque y el jötunn se volvieron símbolos de resiliencia, recordándoles que, aunque el miedo es inevitable, la esperanza y la conciencia de uno mismo son las armas más fuertes contra cualquier monstruo.

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