En una fría mañana de montaña, en algún punto de los Andes peruanos, Marcos Rivera González y su hijo Diego Rivera Torres emprendieron una caminata rumbo a un caserío remoto en busca de sustento. Lo que debía ser una jornada más de trabajo terminó en una pesadilla silenciosa: padre e hijo desaparecieron sin dejar señal alguna. Años pasaron, el silencio reinó, pero un hallazgo reciente ha desenterrado una verdad que nadie esperaba.
LA PARTIDA Y LA DESAPARICIÓN
Marcos, de 38 años, era agricultor, un hombre acostumbrado al terreno empinado, las temperaturas extremas y la soledad del camino. Diego, de 12, lo acompañaba siempre que podía, aprendiendo los secretos que su padre conocía. El día en que desaparecieron, cargaron víveres, herramientas y emprendieron el trayecto hacia un molino lejano donde esperaban llevar maíz para moler. Era abril, época seca, pero fría en las alturas.
Nunca llegaron. Cuando el sol comenzaba a caer, la madre de Diego, Lucía Torres Huamán, esperó su regreso. Pasaron las horas. No hubo rastro de los dos. Las cumbres devoran los sonidos, los senderos parecen memorizar imágenes que nadie ve, y esa noche se convirtió en comienzo de la angustia.
LA BÚSQUEDA INICIA
Al día siguiente, vecinos y familiares organizaron la búsqueda. Caminatas por quebradas y sendas antiguas, subida por laderas rocosas, gritos que se perdían entre rocas y viento. Pero ni huellas, ni herramientas abandonadas, ni manchas en la tierra contaban su historia. El molino seguía vacío. El camino parecía que se lo había tragado todo.
Pasaron semanas. Se avisó a la policía local, quienes enviaron unidades de rescate. Helicópteros sobrevolaron la zona cuando el clima lo permitió, perros rastreadores bajaron por los desfiladeros más peligrosos. Pero cada avance se chocaba contra la inhóspita geografía. Llegó el silencio de lo imposible.
LOS AÑOS PASAN, LA ESPERANZA SE DESGASTA
Durante ese tiempo, los días se convirtieron en calendario de espera para Lucía. El cuerpo de Diego, la voz de Marcos, siempre en su mente. Nadie olvidaba. Algunos creyentes rezaban. Alguna carta deslizada bajo una puerta decía “espera”. Pero nada concreto. Documentos, denuncias, notas escritas: todo se acumulaba en archivadores amarillos.
Vecinos contaron rumores: luces que se veían de noche en la montaña, pasos que parecían afuera de la choza, un hombre extraño que rondaba por el molino abandonado. Nada fue verificado. Lucía cuidaba la tierra, esperaba la noticia, rezaba al amanecer.
EL HALLAZGO TERRIBLE
En 2024, casi cinco años después de su desaparición, un senderista recogía agua en un arroyo cercano cuando algo llamó su atención entre unos arbustos. Un contenedor plástico parcialmente sepultado por hojas. Tenía un cierre dañado, estaba sucio, expuesto al desgaste del clima andino. El hombre retrocedió, llamó a las autoridades.
Cuando el equipo llegó pudo confirmar lo peor: dentro había restos humanos. Pronto los análisis determinaron que eran de un hombre y un niño. Marcos y Diego. Algunas prendas reconocibles, herramientas familiares, un billete viejo de transporte del molino, estaban allí. Los restos estaban en avanzado estado, pero los elementos de identificación sirvieron para cerrar el círculo.
LOS DETALLES QUE CONMUEVEN
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El contenedor estaba cubierto por una lona vieja, apenas visible desde el sendero.
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Las huellas alrededor sugerían que alguien —o algo— lo había movido o manipulado.
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No había señales de violencia obvia exterior, pero el estado deteriorado de los restos dificulta determinar las causas exactas.
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Algunos objetos personales parecían colocados, otros dispersos como si alguien los arrastrara.
LAS PREGUNTAS QUE QUEDAN ABIERTAS
Cómo llegaron el padre y el hijo al lugar exacto del hallazgo sigue siendo un misterio. Si sufrieron un accidente, si alguien los guió, o si trataron de huir de algo. El contenedor sugiere ocultación o intento de esconder algo, aunque las pruebas forenses aún no han revelado si hubo intervención de terceras personas.
Otro punto desconcertante es el tiempo que permanecieron sin ser encontrados en condiciones extremas. El clima, las lluvias, las heladas podrían haber destruido rastros importantes. Además, los animales salvajes también podrían haber alterado el lugar.
EL IMPACTO EN LA COMUNIDAD
El caserío donde vivían se ha estremecido. Lucía, la madre, ahora escucha el viento entre los árboles recordando aquellos pasos que jamás regresaron. Vecinos que ayudaron en la búsqueda lloran cada noticia nueva. En la plaza mayor se encendieron velas. Hay dolor, hay rabia. Hay preguntas. Muchos sienten que la justicia debe llegar, aunque no sepan a quién pedir cuentas.
LA INVESTIGACIÓN SIGUE
Las autoridades regionales han enviado peritos forenses para tratar de determinar causa de muerte, intervalos post mortem y posible implicación criminal. Se ha prometido revisar líneas de tiempo olvidadas, reinterrogar testigos, revisar cámaras satelitales antiguas. Pero en terreno mohoso, hermético, la verdad se resiste.
EL LEGADO DE MARCOS Y DIEGO
Padre e hijo ya no regresarán, pero su historia perdura como advertencia y memoria. Lucía guarda sus herramientas, su ropa, sus historias. En cada flor silvestre del camino, en cada filo de montaña, su recuerdo vive. Muchos jóvenes han compartido su historia en redes sociales, no para el morbo, sino para que nadie vuelva a quedar en el silencio.
Porque en los Andes peruanos, la montaña guarda memorias antiguas, ecos de pasos que se pierden. La desaparición de Marcos y Diego no fue solo un suceso personal: es también un llamado de atención sobre la fragilidad humana frente a lo desconocido, sobre lo vital que es acompañarse, preparar cada viaje, respetar la fuerza de la naturaleza.
UNA TRISTE VERDAD QUE MERECE SER CONTADA
El hallazgo de Marcos y Diego Rivera González ha cerrado un capítulo sombrío. Nadie sabrá con certeza todo lo ocurrido, pero se sabe que el amor de una madre que nunca dejó de buscar tiene un poder silencioso. Se sabe que el silencio puede durar años, pero la verdad, tarde o temprano, encuentra una forma de mostrarse.