
Era una tarde fría de marzo, con un cielo gris que oprimía el corazón y un viento que cortaba como vidrio. En Verdun, un pequeño suburbio de Montreal, las calles estaban tranquilas. Los niños regresaban de la escuela, las madres cerraban las ventanas contra el aire helado. Nadie imaginaba que, en ese preciso momento, una vida inocente se apagaría para siempre.
Sharron Prior tenía solo dieciséis años. Era dulce, risueña, de esas chicas que iluminaban una habitación sin darse cuenta. Aquella tarde, como tantas otras, salió de casa para reunirse con sus amigos en la pizzería del barrio. Llevaba un suéter claro y una sonrisa distraída. “Vuelvo antes de las nueve, mamá”, dijo. Pero nunca volvió.
A las diez, su madre empezó a sentir un nudo en el estómago. A las once, ya no podía respirar. Y cuando el reloj marcó medianoche, el presentimiento se transformó en miedo.
La búsqueda comenzó al amanecer. Policías, vecinos, amigos… todos recorrieron las calles, los parques, los bosques. Pero lo que encontraron tres días después cambiaría para siempre el alma de aquella comunidad.
En un descampado junto al río, entre hojas podridas y restos de nieve, yacía el cuerpo de Sharron. Su rostro… o lo que quedaba de él, contaba una historia que nadie quería oír. Los agentes que la descubrieron tuvieron que apartarse, algunos lloraron, otros vomitaron. Uno de ellos juró haber escuchado algo —un susurro, una respiración ahogada— antes de ver el cuerpo. “Como si ella aún quisiera hablar”, dijo después.
El informe policial fue claro pero imposible de aceptar: había sido brutalmente agredida. Su rostro presentaba heridas imposibles de describir. Su boca… estaba desgarrada. Los periódicos lo llamaron “el caso de la sonrisa rota”.
Los medios se abalanzaron sobre el suceso. Las cámaras, los titulares, las conjeturas… Pero detrás de las luces y el morbo, había una madre que cada noche encendía una vela frente a la ventana. Una mujer que repetía en voz baja: “Vuelve a casa, Sharron… aunque sea en sueños.”
Durante décadas, el caso se convirtió en una herida abierta en el corazón de Canadá. Los investigadores siguieron pistas que se desvanecían en la nada. ADN sin coincidencias, testigos que se contradecían, sospechosos que desaparecían. Algunos decían haber visto a un hombre con un abrigo largo merodeando el barrio esa noche; otros juraban haber escuchado gritos en el bosque, pero el viento los tragó antes de que alguien pudiera reaccionar.
Los años pasaron. La ciudad cambió. Pero cada aniversario, las flores aparecían en el mismo lugar, junto al río, donde la tierra aún parecía recordar. Nadie sabía quién las dejaba, aunque muchos sospechaban que era alguien que no podía perdonarse.
Hasta que, casi cincuenta años después, un nuevo análisis de ADN trajo algo que todos habían perdido: esperanza. Los forenses reabrieron la caja sellada del caso. Y lo que encontraron… cambió todo lo que se creía saber sobre aquella noche.
Entre los restos de una prenda, invisible al ojo humano, había una huella genética que no pertenecía a nadie del entorno de Sharron. Un nombre surgió en el sistema. Un nombre que llevaba décadas bajo tierra.
La policía anunció el hallazgo, pero no reveló más detalles. Solo dijeron que el responsable “nunca volvería a lastimar a nadie”. Sin embargo, algo en la forma en que cerraron la investigación dejó una sensación inquietante. Como si una parte de la verdad siguiera enterrada, esperando ser desenterrada cuando alguien se atreviera a mirar más de cerca.
Porque según los registros, la escena del crimen fue encontrada con un detalle que jamás se explicó: sobre la nieve, junto al cuerpo, alguien había dibujado una sonrisa. No con lápiz, ni con pintura, sino con algo más oscuro, más denso.
Los agentes destruyeron esa evidencia años después, asegurando que “no tenía valor forense”. Pero los rumores siguieron. Algunos vecinos dicen que, al caer la noche, aún se puede oír un canto suave junto al río. Una voz femenina, temblorosa, que repite una sola frase: “¿Por qué sonríes?”
Y así, entre la memoria, el dolor y el silencio, el caso de Sharron Prior sigue siendo más que una historia criminal. Es una advertencia. Un eco. Una pregunta sin respuesta que se repite en cada madre que ve salir a su hija al anochecer.
Porque hay sonrisas que esconden el grito más profundo. Y hay secretos que ni el hielo, ni el tiempo, ni la justicia han podido enterrar.