El llanto en la morgue: la autopsia que reveló un secreto imposible

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El doctor Samuel Ortega llevaba veinte años trabajando en la morgue central de la ciudad. Estaba acostumbrado al silencio pesado de los pasillos, a los cuerpos que llegaban sin nombre y a las historias que terminaban sobre su mesa de acero. Había visto de todo: accidentes brutales, crímenes sin resolver, muertes súbitas e inexplicables. Pero aquella noche, lo que estaba por suceder cambiaría para siempre su manera de ver la vida y la muerte.

La mujer que yacía frente a él había sido encontrada en un callejón. Vestía un simple camisón blanco, y en su vientre resaltaba una gestación avanzada. Tenía hematomas en brazos y piernas, como si hubiese luchado contra algo o alguien. Su rostro, sereno en apariencia, escondía un trasfondo de dolor que Samuel no podía dejar de notar.

Encendió la luz quirúrgica. El resplandor blanquecino iluminó la sala. Preparó el bisturí con la precisión que los años le habían enseñado. En la ficha, el informe señalaba: “Mujer, 28 años, embarazada de término. Causa de muerte: indeterminada”.

II. La primera señal de lo extraño

Mientras revisaba el cuerpo, Samuel notó algo que lo inquietó. El vientre de la mujer parecía más tenso de lo habitual. No era solo hinchazón post mortem: había un movimiento casi imperceptible. Pensó que era un reflejo óptico, un juego de luces. Se frotó los ojos y se acercó de nuevo. Ahí estaba: un leve temblor bajo la piel.

Respiró hondo, buscando calma. “No puede ser”, se repitió. Estaba entrenado para diferenciar ilusiones del proceso biológico real. Y sin embargo, algo dentro de esa mujer se movía.

El silencio sepulcral de la morgue se quebró entonces con un sonido mínimo, casi imposible: un quejido suave, ahogado. Samuel se paralizó. Alguien —o algo— había emitido un sonido desde el vientre.

III. El doctor frente a lo imposible

El médico dejó caer el bisturí. El acero resonó contra la bandeja metálica. Su corazón latía con fuerza desmedida. Se inclinó con el oído pegado al abdomen. Entonces lo escuchó con claridad: un llanto apagado, débil, pero inconfundible.

Un bebé.

La lógica se derrumbó de golpe. Samuel sabía que, clínicamente, un feto podía sobrevivir pocos minutos después de la muerte materna. Pero esta mujer llevaba horas sin signos vitales. Era imposible. Y, sin embargo, el sonido estaba ahí, atravesando su piel, quebrando toda certeza científica.

El médico temblaba. ¿Debía proceder con la incisión? ¿O debía llamar a emergencias? ¿Y si aquello no era humano?

IV. La irrupción de lo inexplicable

De pronto, la puerta de la sala chirrió. Samuel se giró sobresaltado. Un hombre vestido de negro, rostro cubierto por una capucha, estaba parado en el umbral. No pertenecía al personal del hospital. Sus ojos brillaban con una intensidad enfermiza.

—No lo abras —dijo con voz ronca—. Ese niño no debe ver la luz.

Samuel retrocedió, confundido.
—¿Quién es usted? ¿Cómo entró aquí?

El intruso avanzó lentamente. Cada paso resonaba como un golpe en la sala vacía.
—Llevo años siguiendo este caso. Esa mujer no murió por accidente. Y lo que lleva dentro… no es lo que usted piensa.

V. El enfrentamiento

Samuel buscó el teléfono de emergencia, pero el desconocido lo derribó de un manotazo. El aparato cayó al suelo y se hizo añicos. El médico retrocedió contra la mesa de autopsias, sintiendo que el aire se volvía irrespirable.

El vientre de la mujer volvió a moverse, esta vez con violencia. La piel se estiró en ángulos imposibles, como si desde dentro algo presionara con desesperación. Y el llanto… el llanto se transformó en un grito agudo que heló la sangre de ambos.

—¡Dios mío! —murmuró Samuel.

El intruso alzó un cuchillo largo, distinto al bisturí quirúrgico. Sus palabras fueron un susurro cargado de odio:
—Ese ser no debe nacer. Si lo hace, el mundo pagará el precio.

VI. La elección imposible

Samuel quedó atrapado en un dilema. Sus principios médicos, su humanidad, le exigían salvar la vida que se escuchaba con desesperación bajo la piel. Pero algo en los ojos del extraño le transmitía una verdad oscura: había un peligro real en ese nacimiento.

El vientre de la mujer se contrajo violentamente. Una fisura se abrió en la cicatriz que ya tenía marcada. De dentro emergió un líquido espeso, teñido de rojo. Samuel sintió náuseas.

El grito del bebé se escuchó con más fuerza, como si la criatura estuviera luchando por salir.

El intruso levantó el cuchillo. Samuel, en un acto instintivo, tomó el bisturí que había caído al suelo y lo sostuvo entre sus dedos temblorosos.

La morgue, que siempre había sido un lugar de silencio y resignación, se transformó en un campo de batalla entre la ciencia, la fe y el horror.

VII. El clímax

En ese momento, las luces parpadearon. Un zumbido eléctrico llenó la sala. El aire se volvió más frío, tan frío que Samuel podía ver su propio aliento.

El vientre se desgarró de manera antinatural. Algo se movió con fuerza desde dentro, proyectando sombras imposibles sobre las paredes. El grito del bebé se mezcló con un sonido más grave, gutural, como un rugido contenido en una garganta diminuta.

El intruso lanzó un alarido y se abalanzó sobre la mesa. Samuel lo interceptó con el bisturí, cortándole superficialmente el brazo. La sangre negra manchó el piso.

—¡No entiendes lo que haces! —bramó el extraño.

El vientre se abrió un poco más. Un par de dedos diminutos, pálidos como la cera, asomaron entre la carne desgarrada. Pero lo que los acompañaba no era humano: una especie de garra afilada emergía detrás de la pequeña mano.

VIII. El final abierto

Samuel, paralizado, miró cómo el vientre de la mujer se agitaba con furia. El intruso, herido pero en pie, levantó de nuevo el cuchillo, dispuesto a terminar lo que había empezado.

El aire se llenó de gritos, de llantos y de ese rugido que no parecía de este mundo.

Y entonces, de pronto… todo se oscureció.

Lo último que Samuel escuchó antes de perder el conocimiento fue un chillido que atravesaba el acero, la piel y su propia cordura.

Cuando despertó horas después, la morgue estaba vacía. No había cuerpo. No había intruso. Solo quedaba la marca en el suelo, una mezcla de sangre humana y un líquido espeso, irreconocible.

Samuel jamás volvió a hablar de aquella noche. Pero quienes lo conocieron después decían que nunca volvió a ser el mismo: su mirada estaba perdida, como si hubiera visto algo que nadie más podría comprende

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