El viento silbaba entre las grietas de la montaña como si susurrara advertencias que nadie quería escuchar. Los aldeanos de la región llevaban generaciones evitando aquel macizo rocoso, al que llamaban “La garganta del tiempo”. No había mapa moderno que señalara algo de interés allí, salvo una extraña anomalía en las mediciones sísmicas que, durante años, fue motivo de discusión en círculos científicos internacionales.
Fue esa anomalía la que atrajo a un equipo multinacional de investigadores, encabezados por la doctora Valeria Montejo, geóloga mexicana reconocida por su obsesión con los misterios geológicos. A ella la acompañaban expertos en paleontología, arqueología y biología, además de un reducido grupo de militares encargados de la seguridad.
Al llegar, el equipo montó su campamento en silencio. Los pobladores, al verlos pasar, hicieron la señal de la cruz y cerraron puertas y ventanas. Nadie ofreció ayuda. Nadie preguntó nada. El simple hecho de instalarse allí era un desafío a una tradición de siglos: esa montaña no debía tocarse.
Los primeros días de exploración fueron rutinarios. Se realizaron perforaciones, se analizaron muestras de roca, y se confirmó lo que ya se sospechaba: la montaña albergaba un vacío interno colosal, imposible de explicar con procesos geológicos normales. Lo extraño era que aquel espacio parecía “tapado” con capas de sedimento dispuestas como ladrillos, una tras otra, en un patrón demasiado regular para ser natural.
—No es un colapso natural —murmuró Valeria una noche, mientras observaba los escaneos tridimensionales proyectados en su laptop—. Alguien selló esto.
Los demás científicos se miraron entre sí, incómodos. Nadie quería aceptar lo que esa frase implicaba: que una civilización anterior, perdida en el tiempo, había escondido algo bajo toneladas de piedra.
Tras semanas de trabajo extenuante, la primera entrada fue abierta. El aire que escapó del túnel era denso, frío, con un olor metálico y antiguo que hizo toser a los operarios. La temperatura descendió varios grados de inmediato, y algunos describieron la sensación de estar siendo observados desde la oscuridad.
La expedición descendió lentamente con trajes especiales y lámparas de alta potencia. Lo que hallaron al final del túnel los dejó sin aliento: una caverna inmensa, de paredes negras, con formaciones minerales que parecían esculpidas. En el centro, parcialmente cubierto por sedimentos, se encontraba un cuerpo.
No era un fósil. No era un esqueleto. Era una figura humanoide, de más de diez metros de altura, reclinada como si hubiera sido depositada allí intencionalmente. Su piel parecía endurecida como roca, pero conservaba un realismo inquietante. Los rasgos faciales eran humanos y, al mismo tiempo, imposibles: ojos enormes, mandíbula alargada, costillas que sobresalían como ramas secas.
—Es… un gigante —susurró uno de los paleontólogos, incapaz de contenerse.
Las cámaras comenzaron a grabar, los científicos a tomar notas frenéticamente. Cada segundo parecía un descubrimiento que reescribía la historia de la humanidad. Pero lo más perturbador no era su tamaño, ni siquiera su estado de conservación. Era la sensación, difícil de explicar, de que aquel ser no estaba muerto del todo.
Un biólogo juró haber visto el tórax moverse apenas, como si exhalara un aliento débil. Otro aseguró que, al iluminar directamente los ojos, estos reflejaron un brillo húmedo, no pétreo. La doctora Valeria intentó imponer calma, pero hasta ella sintió un escalofrío que no pudo ignorar.
Mientras tanto, los militares custodiaban el perímetro, cada vez más tensos. Uno de ellos, el sargento Duarte, afirmó haber escuchado un sonido bajo, similar a un gemido, proveniente de las profundidades de la cueva. Sus compañeros se burlaron, pero esa misma noche varios miembros del equipo relataron sueños inquietantes: un gigante moviéndose en la oscuridad, extendiendo sus manos descomunales hacia ellos.
Las jornadas siguientes fueron un descenso a la paranoia. Los aparatos electrónicos comenzaron a fallar; las cámaras registraban interferencias, las brújulas giraban sin control, y los relojes parecían desajustarse. Algunos operarios se negaron a seguir trabajando, convencidos de que algo maligno había despertado con la excavación.
Valeria, dividida entre su deber científico y una creciente sensación de peligro, decidió continuar. Envió muestras del sedimento y fragmentos de lo que parecía ser tejido endurecido al laboratorio portátil. Los resultados fueron aún más perturbadores: la composición biológica no coincidía con nada conocido. No era humano, pero tampoco animal. Era algo distinto.
Una noche, mientras el equipo analizaba los datos en el campamento, un grito desgarrador los sacudió. Uno de los soldados de guardia había desaparecido. Lo encontraron horas después, en el túnel, con los ojos desorbitados y el cuerpo rígido. No presentaba heridas externas, pero su rostro reflejaba un terror indescriptible. Nadie pudo explicar qué le ocurrió.
La presión aumentó. El gobierno local envió órdenes de detener la expedición, pero Valeria insistió en permanecer unos días más. Necesitaba respuestas. Fue entonces cuando ocurrió lo impensable.
Durante una inspección directa al cuerpo del gigante, un grupo de científicos colocó sensores en su superficie. De pronto, uno de los monitores captó una vibración. Era débil, intermitente, pero inconfundible: un pulso. Como un corazón que, después de millones de años, todavía se rehusaba a morir.
El pánico estalló. Algunos exigieron abandonar la cueva de inmediato. Otros, cegados por la posibilidad de un hallazgo único en la historia de la humanidad, pidieron continuar. Valeria se encontró en el centro de una batalla moral y científica: ¿sellar de nuevo la cueva o abrir aún más el misterio?
El enfrentamiento alcanzó su clímax cuando el sargento Duarte, presa de un miedo irracional, apuntó su arma al coloso petrificado, decidido a destruirlo antes de que “despertara”. Los científicos lo detuvieron, pero en medio del forcejeo un disparo accidental retumbó en la caverna.
El eco fue interminable. Y entonces ocurrió.
El suelo vibró bajo sus pies. Una nube de polvo cayó desde las estalactitas del techo. El gigante, inmóvil hasta entonces, emitió un sonido gutural, tan profundo que hizo temblar las paredes. Sus dedos, lentamente, se contrajeron.
El pánico se convirtió en caos. Gritos, equipos cayendo, luces apagándose. Nadie supo cómo lograron salir con vida del túnel. Solo recordaban el estruendo, la sensación de que algo colosal se movía detrás de ellos, y una oscuridad que parecía tragárselo todo.
Al amanecer, la entrada fue sellada de nuevo bajo órdenes militares. Oficiales de alto rango llegaron al campamento, confiscaron grabaciones, borraron registros y obligaron a cada miembro del equipo a firmar un acuerdo de silencio. El relato oficial decía que la expedición no había encontrado nada significativo y que el área quedaba restringida por motivos de seguridad.
Pero la doctora Valeria sabía la verdad. No podía dormir. En sus sueños, el gigante respiraba, sus ojos se abrían lentamente, y una voz grave, imposible, resonaba en su mente con una advertencia que no podía olvidar:
“No debiste despertarme.”
Desde entonces, hay quienes aseguran que, en noches de tormenta, la montaña emite un retumbar sordo, como un corazón latiendo bajo tierra. Los aldeanos lo saben: el sello fue roto, y algo antiguo aguarda pacientemente en las profundidades.
El mundo aún cree que fue solo un mito. Pero los que estuvieron allí saben que no todo quedó enterrado. Y que tarde o temprano, lo que duerme en la caverna volverá a abrir los ojos.