
No desaparecí de golpe.
No fue como en las películas, sin gritos ni explosiones, sin una última llamada dramática.
Simplemente dejé de existir para los demás… mientras seguía vivo.
Me llamo como miles. Podría ser tu vecino, tu primo, el hombre que ves cada mañana en el transporte público. Vivía en el norte de México, en una ciudad donde el ruido nunca se detiene y donde el cansancio se vuelve parte del cuerpo. Caminaba para no romperme. Caminaba para ordenar pensamientos que nadie más quería escuchar.
El día que todo cambió, no avisé a nadie. No por misterio, sino por costumbre. Salir solo era normal para mí. El desierto siempre me había parecido honesto: no promete nada, pero tampoco miente.
Ese día el sol estaba más pesado de lo normal. El aire seco entraba a los pulmones como papel de lija. Caminé horas, quizá más de las que recuerdo. El error no fue perder el camino. El error fue confiar en que siempre hay regreso.
El suelo cedió bajo mis pies sin aviso. No hubo tiempo para reaccionar. Caí.
Oscuridad.
Silencio.
Un golpe seco que me robó el aire y parte del tiempo.
Cuando desperté, no sabía si habían pasado minutos u horas. Estaba vivo, pero atrapado. Bajo tierra. Rodeado de piedra, polvo y un frío que no pertenecía al desierto. Grité hasta quedarme sin voz. Nadie respondió.
Arriba, mientras tanto, mi nombre empezaba a circular. Al principio con preocupación. Luego con duda. Después con resignación.
“Seguro se perdió.”
“En esa zona no se sobrevive.”
“Hay que aceptar que ya no está.”
Aceptar.
Qué palabra tan cómoda cuando no eres tú el que espera.
Yo seguía contando respiraciones. Aprendiendo a moverme en espacios que no estaban hechos para cuerpos humanos. Bebiendo gotas de humedad como si fueran milagros. Comiendo lo que nunca pensé que comería. Negociando con mi propia mente para no rendirme.
El tiempo dejó de existir. La cara que recordaba en mi mente empezó a borrarse. Me hablaba en voz alta solo para no olvidar cómo sonaba un ser humano. Me prometí que si salía de ahí, nunca volvería a creer que el silencio es paz.
Arriba, las búsquedas se detuvieron. No por maldad, sino por cansancio. Porque buscar duele. Porque aceptar la muerte ajena es más fácil que sostener la incertidumbre.
Dos años después, cuando ya nadie pronunciaba mi nombre, un ruido distinto atravesó mi prisión. Voces. Golpes. Luz.
Cuando me encontraron, no grité de alegría. Lloré de rabia. Porque estaba vivo desde el primer día. Porque nunca dejé de existir. Porque alguien decidió que ya no valía la pena seguir buscando.
Salí irreconocible. Mi cuerpo era otro. Mi mirada también. Pero lo que más había cambiado era mi forma de ver al mundo.
No volví como un milagro. Volví como una incomodidad. Como una pregunta que nadie quería responder:
¿A cuántas personas dejamos de buscar mientras siguen vivas?
Hoy cuento esta historia no para que me admiren. La cuento para que incomode. Para que recuerdés que desaparecer no siempre significa morir. A veces solo significa que alguien decidió dejar de mirar.
Y eso… eso es lo verdaderamente aterrador.