
No busco consuelo. No busco lágrimas públicas ni homenajes episódicos que duren lo que un titular. Vuelvo porque hay algo que pesa más que mi propia supervivencia: la urgencia de decir lo que ocurrió y por qué lo que ocurrió no fue solo fruto del azar.
Me llamo Alejandro (cambiaré el nombre por prudencia), y soy el único que volvió.
Volvieron mis recuerdos, en cambio, sin permiso. Volvieron como una marea de imágenes que golpea sin anunciarse: la risa tonta de la madrugada en el coche, las bromas sobre quién tendría la peor historia para contar, los mapas sin ruta, la cerveza compartida en la orilla del camino, la foto que subimos con orgullo a redes y que terminó siendo la última prueba visible de nuestra existencia en conjunto.
Éramos cuatro. Eso debería bastar para que alguien se preguntara, buscara, no se resignara. Pero la primera lección que aprendí al salir del desierto siete años después fue que la cantidad de gente que te busca tiene un límite práctico y un límite moral: el primero depende de recursos; el segundo, de elección colectiva. Y la elección colectiva se volvió contra nosotros.
El desierto es un espacio que obliga a la introspección o a la violencia. Para nosotros, al principio, fue un decorado. Un lugar para demostrarnos que la adultez podía comenzar con poca planificación. El orgullo juvenil es la primera negligencia: pensamos que la calle era una academia de inmortalidad. No sabíamos distinguir entre riesgo y abandono.
La primera grieta en la tierra no fue la más terrible. Lo terrible fue la grieta en la confianza, en el grupo y en las expectativas sociales. Cuando el primer agujero se tragó a Marcos, aquello que se rompió no fue solo un cuerpo: se rompió la idea de que habría una movilización indefinida para recuperarlo. En el mismo lugar donde la Tierra aceptó su presa, la comunidad aceptó la conveniencia de no arriesgar demasiado. Las balas del desierto fueron lentas; las balas sociales, más agudas.
Al principio hubo intentos. Buscamos, gritamos, pedimos ayuda. Hubo un operativo breve, algunas noticias locales, y la atención —ya lo sabes— se dispersó. Los algoritmos sustituyeron a la empatía: compartieron la foto, reaccionaron por un par de horas y luego la conversación pasó a otra historia. Las familias hicieron lo que pudieron; los foros digitales hicieron lo que suelen hacer: condenar, politizar, distraerse.
Pero la verdad es dura: el cuerpo humano tiene una capacidad limitada para la espera colectiva. Y la sociedad tiene una capacidad alarmantemente alta para normalizar lo que conviene normalizar.
Cuando el segundo desapareció al intentar alcanzar a Marcos, la reacción en el grupo fue una mezcla de culpa y cálculo. Vimos que la ayuda escaseaba, que los recursos se finaban, y que la protección municipal y estatal tenía una prioridad que no siempre era compasiva. La decisión de seguir fue una decisión individual y egoísta: nadie nos quitó la voluntad de sacrificar, nadie nos obligó a exponernos; pero tampoco existió una respuesta social que nos sostuviera cuando todo se vino abajo.
Mi supervivencia es, en cierto modo, una condena. Porque volver significa mirar a los ojos a una comunidad que aprendió a respirar con menos peso en su conciencia. Significa contar lo que nadie quería que se contara: que fuimos olvidados mientras el reloj social seguía marcando la normalidad.
Siete años parecen mucho hasta que los conviertes en rutina. Para las familias, el duelo sin cuerpo es una enfermedad crónica: inventan signos, afirman hipótesis, adornan el vacío con santas esperanzas. En nuestras casas, las comidas dominicales tienen una silla vacía; los aniversarios son fechas agujereadas por silencio. Pero para la sociedad la tolerancia al vacío es una variable que decrece con el tiempo. Si no hay evidencias nuevas, la sociedad presiona para que el dolor se institucionalice: se archiva, se etiqueta como “caso cerrado” por falta de pruebas, se reduce a señal en un mapa del olvido.
Cuando regresé no esperaba un recibimiento triunfal. Esperaba preguntas, vergüenza, quizá odio. Lo que encontré fue algo más inesperado: cierto deseo, novedoso y perturbador, de evitar mi relato. Los medios querían versiones que no molestaran; las autoridades preferían el silencio; los vecinos, la recuperación de la normalidad. Una parte de mí entendía por qué: mi testimonio abría una red de culpabilidades potenciales que muchos preferían dejar sin hilar.
En España y en México, donde la memoria colectiva tiene contornos y omisiones distintas, pero un punto en común —la comodidad de no remover— mi retorno fue un espejo. Allí, en el desierto, aprendí que las sociedades no olvidan por incapacidad sino por estrategia: cuando recordar exige cambios, cuando arrancar asegura responsabilidades, cuando el ruido del pasado interrumpe la paz de los vivos, se opta por el silencio funcional.
No quiero teorizar sin ejemplos vividos. Te contaré, con la frialdad que me permite la distancia, cómo fueron los días después de mi desaparición en apariencia. El primer año fue el peor: la familia de cada uno de nosotros vivía en un estado de suspensión. La policía local cumplió con los protocolos básicos; un mes de operaciones concentradas en la búsqueda, helicópteros sobrevolando, voluntarios caminando en cuadrillas. Luego, llegó el invierno y la fatiga ganó a la urgencia. Los operadores comenzaron a priorizar casos con mayores probabilidades de éxito. Ningún protocolo estaba preparado para resistir el desgaste emocional de una familia que pide sin obtener.
Después, el olvido burocrático. Los archivos se cerraron temporalmente; los informes se deslizaron hacia lo técnico. La etiqueta “posible accidente” empezó a servir como excusa para normalizar la ausencia. Cada vez que una autoridad pronuncia “probablemente”, una familia pierde la capacidad de exigir. Y así, sesenta y nueve meses después, la discusión pública sobre nosotros se enfrió hasta volverse ocasional.
Cuando finalmente fui encontrado —no por una institución poderosa ni por la prensa, sino por lo que algunos llaman azar y otros llaman supervivencia— mi cuerpo, mi mente y mi historia habían sido esculpidos por el tiempo. Siete años de vivir al borde de la muerte dejan huellas que ni los mejores consejeros pueden borrar en un mes: incomunicación, desconfianza, fragmentación de la memoria y, sobre todo, la sensación de ser una molestia para el orden público.
Al volver, me enfrenté con formas de negación que no había imaginado. Algunos me acusaron de haber inventado una aventura. Otros me miraron con sospecha: “si volviste, ¿dónde estuviste?”; “si volviste, ¿por qué no te salvaste antes?”. Preguntas amables en la superficie, letales en el fondo: son pequeñas acusaciones que tienen la virtud de desplazar la culpa del sistema hacia el individuo que sobrevivió. Así, se evita la crítica al dispositivo social que permitió la inacción.
Pero la peor respuesta no fue la incredulidad: fue la indiferencia disfrazada de compasión. Me ofrecieron psicólogos porque era lo políticamente correcto, pero no investigaron si había negligencias en la búsqueda. Me dieron asistencia médica y paquetes de ayuda y luego se sintieron satisfechos de su labor humanitaria. Me hicieron firmar documentos, me sometieron a revisiones, me dieron un espacio en una casa de acogida por unas semanas y luego… silencio. Como si mi vuelta fuera un incidente cerrado por cumplimiento mínimo.
La psicología del abandono es medular en esta historia. Cuando una sociedad decide no mirar, sus instituciones se amoldan a esa elección. Se construyen procedimientos que parecen diligentes pero que son parsimoniosos. Se forma una cultura del “ya hicimos lo necesario”. El problema es que lo “necesario” que se hace suele estar pensado para la mayoría, no para los extraños. Y los desaparecidos tienden a ser extraños en vidas que no les pertenecen.
¿Y qué sucede con las familias? La herida de la espera eterna es una herida que muta: algunos miembros se apagan en su dolor y se hacen pequeños, domesticando la ausencia como si fuera un animal que alimentan en secreto; otros explotan en reproches, buscando responsables; los terceros convierten el luto en activismo y exigen la apertura de archivos, movimientos comunitarios, legislación nueva. Pero la fuerza de la inercia social es grande: para cambiar la regla de la indiferencia se necesitan historias que no cedan, nombres que no se olviden y presión sostenida.
Aquí entra una cuestión que me obsesiona: la diferencia entre memoria y responsabilidad. Muchas sociedades proclaman memoria como virtud, levantan monumentos, celebran fechas, organizan actos ceremoniales. Pero la memoria sin responsabilidad se convierte en un ritual vacío. Recordar a los muertos es fácil; lo difícil es asumir las fallas que permitieron que murieran o desaparecieran. Y eso es lo que nuestros casos exigen: no solo recordarnos, sino revisar los procedimientos, exigir transparencia y, sobre todo, cambiar la actitud cultural que prioriza la comodidad sobre la búsqueda humana.
Pienso en España y pienso en México porque ambas pusieron, en sus historias, ejemplos de cómo la memoria puede ser moldeada por intereses y por temor a fricciones sociales. En España, durante años, la Ley de Memoria fue tema de debates en los que la omisión fue a veces deliberada —por miedo a reabrir heridas—; en México, la palabra “desaparecido” tiene un peso enorme y una morfología política que obliga a la sociedad a mirar, no siempre con éxito. En ambos contextos, la lección es clara: el silencio es un acto político, no un accidente cultural.
Mi relato no pretende universalizar la culpa. Hay individuos que se entregaron a la búsqueda, voluntarios anónimos que dedicaron horas sin recompensa. También hubo funcionarios que trabajaron con honestidad. Pero la suma de las pequeñas renuncias —las decisiones que no se tomaron, las búsquedas que se limitaron, los archivos que se cerraron— construyó una arquitectura del olvido. Y una arquitectura puede ser desmantelada, si hay voluntad.
Cuando se publicaron los restos encontrados de otras desapariciones en distintos lugares del mundo, semanas después de mi regreso, la atención pública ascendió brevemente. Hubo programas especiales en la televisión, debates, columnas que exigían reformas. Sin embargo, la caída en intensidad fue tan rápida como la subida. La rueda del olvido volvió a girar. Y ahí entendí otra lección: las emociones colectivas tienen plazos de caducidad. Si el cambio no se institucionaliza con rapidez, el arrebato moral no alcanza a transformar estructuras.
Entonces, ¿qué espero al contar esto? No pido un monumento para nosotros. Pido que se reformen protocolos de búsqueda y que se cuestione la lógica que decide hasta qué punto un desaparecido merece buscarse. Pido que los sistemas de cooperación entre comunidades, municipios y estados no dependan de la alarma mediática, sino de criterios humanos que protejan la dignidad de quienes desaparecen. Pido que la memoria deje de ser ceremonial para volverse operativa.
También pido algo más íntimo: que la sociedad se acostumbre a preguntar. Preguntar es un acto que no cuesta, pero sí exige atención. Preguntar por una persona desaparecida, por qué el caso fue priorizado o no, por qué las búsquedas se interrumpen, es un acto político y ético. No se trata de acusar a individuos concretos sin pruebas; se trata de sostener la incomodidad necesaria para que las responsabilidades emerjan.
Volví para decirles que el desierto no solo traga cuerpos: traga la atención. Y cuando la atención huye, el olvido nace. A veces el olvido se disfraza de prudencia. A veces, de incapacidad. Otras, de conveniencia. Pero siempre, en el fondo, es una elección.
Si algo me permitió sobrevivir fue comprender que la vida se sostiene en pequeños actos de decisión. Salvarse no fue una virtud heroica: fue una serie de actos mezquinos, valientes, cobardes y desesperados, todos mezclados. Sobreviví porque me moví, porque acepté el miedo, porque dejé de esperar que otros me salvasen. Eso no me honra; me exime la responsabilidad de exigir justicia por los otros.
Mi regreso es una denuncia y una oferta: denunciar la indiferencia colectiva y ofrecer mi testimonio como prueba de que el olvido puede ser cuestionado. No pretendo resolver todo con mis palabras, pero sí intentar que estas preguntas permanezcan: ¿quién decide cuándo una vida deja de ser urgente? ¿cuánto tiempo le damos al dolor antes de archivarlo? ¿qué costos morales aceptamos por mantener la paz cotidiana?
No les pido consuelo. Les pido vigilancia.
Porque si lo que nos salva —como sociedad— es aprender a no mirar, entonces la próxima vez que un grupo de jóvenes salga a un paisaje inhóspito, la sociedad sabrá, sin decirlo, que su ausencia será tolerable. Si eso sucede, entonces no solo los desiertos se tragan personas: también se traga la dignidad de quienes se dicen vivos.