El misterio de Natasha de Crombrug: la desaparición que el valle del Colca nunca explicó

Enero de 2022 comenzó como cualquier otro mes de viaje para Natasha de Crombrug. Una mochila azul apoyada contra la pared, un cuaderno de tapas gastadas donde escribía cada noche y una cámara fotográfica colgando siempre de su cuello como una extensión natural de su cuerpo. Tenía 28 años y una forma de mirar el mundo que no buscaba refugio en la multitud, sino sentido en el silencio. Viajar sola no era una decisión impulsiva para ella, era una manera de estar en el mundo, de escucharlo sin intermediarios.

Había nacido en Bélgica, entre Bruselas y las Ardenas, rodeada de bosques, senderos húmedos y colinas que despertaron temprano su amor por la naturaleza. Desde joven entendió que moverse implicaba riesgo, pero también aprendizaje. No era una viajera imprudente ni una turista distraída. Era meticulosa. Antes de cada trayecto estudiaba mapas, leía foros, revisaba el clima, preguntaba a otros viajeros. Sabía que la libertad sin preparación era solo una ilusión peligrosa.

Sudamérica era parte de un viaje largo, sin fechas rígidas ni rutas cerradas. Había pasado por Lima, por Cuzco, por Arequipa. Había sentido el peso del aire en altura, el cansancio lento que obliga a respetar el cuerpo. En cada lugar caminaba despacio, observaba, escuchaba. No coleccionaba destinos, coleccionaba experiencias. Por eso cuando escuchó hablar del valle del Colca, algo se encendió en ella.

El Colca no se describe, se impone. Es una herida abierta en la cordillera andina, un abismo que parece no terminar nunca. Más de 3.270 metros de profundidad entre paredes de roca que se hunden como si la tierra se hubiera partido en dos. Allí el silencio no es ausencia de sonido, es presencia constante. El viento, el río, las aves, todo parece amplificado por la inmensidad. Natasha lo supo apenas vio las primeras imágenes. Decidió ir.

Llegó a Cabanaconde el 23 de enero. Un pueblo pequeño, de calles de tierra, casas de adobe y un ritmo que parece suspendido en el tiempo. Apenas dos mil habitantes conviven con el cañón desde generaciones atrás. Para ellos no es una atracción turística, es parte de su vida diaria. El abismo está ahí, siempre, recordándoles que la naturaleza no negocia.

Natasha se hospedó en un hostal familiar llamado Pachamama. Un lugar sencillo, sin lujos, pero cálido. Dejó su mochila grande en la habitación, guardó su pasaporte, su computadora, ropa de repuesto. Preparó una mochila más ligera para salir al día siguiente. Dos botellas de agua, barras energéticas, frutos secos, protector solar, su cámara Nikon y el mapa descargado en su teléfono. Nada parecía fuera de lugar.

Esa noche habló brevemente con la dueña del hostal. Le preguntó por los senderos, por el descenso al valle. La mujer le sugirió contratar un guía. No lo hizo desde el miedo, sino desde la costumbre. El Colca no perdona errores simples. Natasha sonrió, agradeció, dijo que tenía experiencia. No especificó una ruta exacta, no dejó una hora de regreso. No era raro. Muchos viajeros lo hacían así. Pero ese pequeño detalle, insignificante en apariencia, sería clave después.

El 24 de enero amaneció nublado. Era temporada de lluvias. El cielo estaba cubierto por una capa gris que ocultaba las cumbres. La humedad se sentía en la piel. Natasha salió del hostal alrededor de las ocho de la mañana. Vestía pantalones de trekking grises, una chaqueta azul ligera, botas bien ajustadas. Caminó hacia el borde del cañón, hacia donde comienzan los senderos que se adentran en el abismo.

Fue vista por última vez cerca del mirador principal. Estaba tomando fotografías. Un vendedor ambulante la recordó después. Una mujer joven, rubia, sola, con mochila azul. Le ofreció artesanías, pulseras tejidas. Ella sonrió y siguió caminando. Era una escena común, cotidiana, tan normal que nadie le dio importancia. El valle recibe turistas todos los días. Algunos bajan, otros regresan, otros no. En ese momento nadie sabía que esa imagen sería la última.

El valle del Colca es engañoso. Desde arriba parece estable, casi sereno. Pero al descender, el terreno cambia sin aviso. Senderos que se bifurcan, caminos que desaparecen, rocas sueltas que ceden bajo el peso. En temporada de lluvias el peligro se multiplica. El agua se filtra, debilita el suelo, provoca desprendimientos. Lo que ayer era seguro, hoy puede ser mortal.

Cuando el sol comenzó a ocultarse y Natasha no regresó al hostal, nadie se alarmó de inmediato. Los viajeros a veces cambian de planes. Duermen en el fondo del valle, continúan a otro pueblo. Pero cuando la noche avanzó y la habitación seguía vacía, algo empezó a sentirse mal. La dueña revisó sus pertenencias. Todo estaba allí. La mochila grande, el pasaporte, la laptop. Como si Natasha hubiera salido solo por unas horas.

A la mañana siguiente, el 25 de enero, la policía local fue notificada. Cabanaconde tiene un destacamento pequeño. Cuatro oficiales. Conocían el valle, conocían las historias. Sabían que cada hora contaba. Organizaron una primera búsqueda con guías y voluntarios. Nueve personas para rastrear uno de los cañones más profundos del mundo.

Descendieron por el sendero principal, llamaron su nombre. Las voces se perdían entre los ecos. Revisaron desvíos, barrancos, zonas donde alguien podría haber caído. Preguntaron en Sangalle, el oasis del fondo del valle. Nadie la había visto. Su nombre no estaba en los registros. Eso era extraño. Si había bajado por ese camino, tendría que haber pasado por allí.

Otros grupos fueron hacia Tapay, hacia senderos secundarios, hacia miradores cercanos. Nada. Huellas que no decían nada. Silencio. Al caer la noche del 25, regresaron sin respuestas. El valle no había devuelto ni una pista.

Las horas pasaban y con ellas la certeza de que esto no era una simple demora. El silencio comenzaba a pesar. El tipo de silencio que no tranquiliza, que inquieta. El silencio de los lugares donde algo ocurrió, pero nadie lo vio.

Mientras tanto, en Bélgica, el teléfono sonó. La embajada, palabras medidas, tono oficial. Su hija había desaparecido en Perú. La estaban buscando. No había información concluyente. Para Eric de Crombrug, el padre de Natasha, el mundo se detuvo en ese instante. Sabía que viajaba sola. Siempre lo había hecho. Pero nunca había dejado de volver.

Esa misma noche tomaron la decisión. Viajarían a Perú. No podían quedarse esperando al otro lado del océano. Natasha estaba en algún lugar del valle del Colca y ellos necesitaban estar cerca, aunque solo fuera para compartir el silencio.

El cañón, mientras tanto, permanecía inmóvil. Antiguo. Indiferente. Como si observara sin intención de intervenir. El valle había recibido a Natasha y, por ahora, no parecía dispuesto a devolverla.

Las primeras setenta y dos horas después de una desaparición no son solo un número en los manuales de rescate. Son una frontera invisible entre la esperanza y la resignación. En montaña, ese límite es aún más cruel. El frío nocturno cala los huesos, la deshidratación avanza en silencio, el cuerpo se debilita y la mente comienza a fallar. En el valle del Colca, donde el terreno puede matar sin esfuerzo, el tiempo no concede treguas.

Cuando la policía de Cabanaconde inició la búsqueda formal la mañana del 25 de enero, ya había pasado más de un día desde que Natasha fue vista por última vez. Un día entero en el que pudo haber descendido kilómetros, haberse desviado por una quebrada secundaria o haber sufrido un accidente en un punto invisible del cañón. El sargento Marco Quispe lo sabía. Había nacido allí. Había crecido escuchando historias de turistas perdidos, de rescates tardíos, de cuerpos que el río devolvía cuando ya no quedaba nada por salvar.

La primera jornada fue intensa y desordenada. No por negligencia, sino por urgencia. Con recursos limitados, los equipos se lanzaron a los senderos más transitados. El camino hacia Sangalle, el oasis donde casi todos los excursionistas pasan al menos una noche. El sendero hacia Tapay, empinado y poco frecuentado. Las rutas cercanas a los miradores, donde un paso en falso puede significar una caída sin retorno. Llamaron su nombre una y otra vez. Natasha. Natasha. Las voces se multiplicaban en ecos huecos que regresaban sin respuesta.

El sendero principal, visto desde arriba, engaña. Parece claro, casi amable. Pero al descender se vuelve interminable. La pendiente castiga las rodillas, la grava se desliza bajo las botas, el precipicio acompaña cada paso. Los rescatistas revisaban cada desviación, cada roca grande, cada punto donde alguien podría haber resbalado. No encontraron nada. Ninguna prenda, ningún objeto, ningún rastro inequívoco.

En Sangalle, los dueños de los alojamientos negaron haberla visto. Revisaron los registros. El nombre de Natasha no estaba allí. Esa ausencia pesó más que cualquier hallazgo. Si no había llegado al oasis, algo había ocurrido antes. O había tomado otro camino. O el valle la había detenido en seco.

El segundo día llegaron refuerzos desde Chivay y Arequipa. Policías de alta montaña, bomberos voluntarios entrenados en rescate vertical, más guías locales. El equipo creció hasta superar las treinta personas. Se ampliaron los sectores de búsqueda. Descendieron por barrancos que exigían cuerdas y arneses. Revisaron cuevas naturales, grietas profundas entre rocas, zonas donde el sol apenas toca el suelo. Cada rincón parecía capaz de ocultar un cuerpo durante años.

El río Colca se convirtió en una preocupación constante. En enero, con las lluvias, baja crecido, marrón, violento. Arrastra troncos, piedras, todo lo que cae en él. Buscar en sus orillas era peligroso. El barro resbalaba, las rocas estaban cubiertas de algas, el ruido del agua impedía oír cualquier cosa. Aun así, caminaron kilómetros río abajo, observando cada remanso, cada acumulación de sedimentos. Nada.

Paralelamente, las autoridades revisaron registros de transporte. Autobuses, taxis colectivos, cualquier vehículo que hubiera salido del pueblo el 24 de enero. La posibilidad de que Natasha hubiera cambiado de planes y se hubiera marchado sin avisar era mínima, pero debía considerarse. Nadie la recordaba. Y aun si lo hubiera hecho, no explicaba por qué había dejado su pasaporte, su computadora, todas sus pertenencias en el hostal. Nadie abandona su identidad voluntariamente.

El tercer día, la búsqueda alcanzó su punto máximo. La embajada belga presionaba. Los medios comenzaban a hablar del caso. Con la atención pública llegaron más recursos. Un dron fue enviado desde Arequipa. Equipado con cámaras de alta resolución y sensores térmicos, sobrevoló el valle durante horas. Desde el aire, el Colca parecía infinito. Quebradas que se ramificaban como venas abiertas, laderas erosionadas, zonas donde la vegetación baja podía ocultar cualquier cosa. El operador examinaba cada imagen con atención extrema, buscando una forma humana, un color extraño, algo fuera de lugar. No encontró nada.

Ese mismo día, los padres de Natasha llegaron a Perú. Eric y su esposa viajaron desde Bélgica sin apenas dormir. Lima, Arequipa, carretera de montaña hasta Cabanaconde. Seis horas de curvas, de paisajes que se volvían cada vez más áridos, más verticales. Cuando llegaron al pueblo, el cañón los recibió con su presencia silenciosa. No necesitaba palabras. Estaba allí, recordándoles dónde había desaparecido su hija.

Fueron directamente al puesto policial. Querían ver los mapas, entender las rutas, saber qué se había hecho. El sargento Quispe fue honesto. Les explicó el terreno, las dificultades, las áreas cubiertas y las que aún quedaban. No prometió milagros. Solo trabajo constante. Esa noche durmieron en el mismo hostal que Natasha, en una habitación contigua a la suya. Sus pertenencias seguían intactas. La mochila grande, la ropa, los objetos cotidianos. Todo parecía esperar a alguien que ya no estaba.

Las setenta y dos horas críticas habían pasado. Con ellas, la esperanza de un rescate con vida se debilitaba, aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta. El valle no ofrecía pistas. Solo silencio. Un silencio pesado, denso, que se infiltraba en cada conversación, en cada mirada.

A finales de enero, el caso cruzó fronteras. Medios belgas y europeos comenzaron a cubrir la desaparición. La presión internacional aumentó y con ella, una nueva fase de la búsqueda. El gobierno belga envió un equipo especializado en rescate de montaña. Cinco expertos con experiencia en los Alpes, en Nepal, en terrenos donde un error se paga caro. Llegaron el 2 de febrero, nueve días después de la desaparición.

El líder del equipo, Luke Jansens, revisó todo desde cero. Mapas, testimonios, registros del dron. Su diagnóstico fue claro. Se había buscado mucho, pero no siempre de forma sistemática. El valle había sido abordado con urgencia, no con estrategia. Propuso dividir el terreno en cuadrículas, asignar equipos específicos, documentar cada sector revisado. Usar el dron de manera previa antes de arriesgar vidas en descensos innecesarios.

El equipo belga trajo algo que nadie quería ver, pero todos esperaban. Perros entrenados para localizar restos humanos. Dos pastores belgas comenzaron a trabajar en los senderos, en las quebradas, en las zonas donde el dron había detectado anomalías. En varias ocasiones marcaron puntos específicos. Los rescatistas excavaron con cuidado. Encontraron restos de animales. Cabras, llamas. El valle estaba lleno de muerte natural, pero no de Natasha.

Mientras tanto, Eric de Crombrug decidió no quedarse al margen. Cada mañana se unía a los equipos. Tenía sesenta años y el aire de altura le costaba. Caminaba lento, respiraba con dificultad, pero no se detenía. Su hija estaba allí afuera y él no podía quedarse esperando. Caminaba, llamaba su nombre, miraba cada rincón como si pudiera reconocerla entre las rocas.

La madre de Natasha asumió otro rol. Coordinaba con la embajada, hablaba con periodistas, mantenía viva la atención pública. Crearon una página web, Looking for Natasha. Publicaban mapas, avances, pedidos de información. Viajeros de todo el mundo revisaban sus fotos por si, sin saberlo, habían captado algo relevante.

Pero con la exposición llegaron también las especulaciones. En foros y redes aparecieron teorías de todo tipo. Crimen, trata de personas, explicaciones paranormales. El valle del Colca, decían algunos, era un lugar de poder antiguo, habitado por fuerzas que no se entienden. La familia ignoró esos comentarios. Necesitaban hechos, no relatos.

A mediados de febrero, las autoridades peruanas anunciaron una reducción progresiva de las búsquedas activas. No se suspendían, pero ya no habría grandes operativos diarios. Los recursos eran limitados. El terreno era inmenso. Eric protestó. Exigió reuniones, pidió que no se rindieran. Dos semanas no eran nada. Pero el valle no entiende de plazos humanos.

Algunos guías locales no aceptaron detenerse. Gregorio Mamani, con veinte años de experiencia en el Colca, siguió buscando con un pequeño grupo de voluntarios. Sin paga, sin cámaras. Bajaron por rutas casi olvidadas, hablaron con pastores aislados, revisaron cuevas que apenas aparecían en los mapas. Nada.

Febrero terminó. Marzo comenzó con más lluvias. Los senderos se convirtieron en barro. El río creció, más violento, más opaco. Los padres permanecieron en Perú, aferrados a una esperanza que ya no tenía forma clara. El valle seguía allí, inmóvil, observando. Y el silencio, lejos de romperse, se hacía cada vez más profundo.

Cuando las semanas se convierten en meses y no hay respuestas, la búsqueda deja de ser solo física y se transforma en algo más profundo, más desgastante. Ya no se camina solo para encontrar un cuerpo o una señal, se camina para no rendirse, para demostrar que el amor puede ser más obstinado que la montaña. En el valle del Colca, mientras febrero daba paso a marzo, esa obstinación empezó a chocar con una realidad brutal.

Las búsquedas oficiales se volvieron intermitentes. Ya no había decenas de personas descendiendo cada mañana por los senderos. Ahora eran exploraciones puntuales, revisiones de zonas específicas cuando surgía alguna pista nueva o cuando el clima lo permitía. El caso seguía abierto, pero la urgencia mediática se diluía. Otras noticias ocupaban los titulares. El nombre de Natasha comenzaba a desaparecer del ruido del mundo, aunque no del corazón de quienes la buscaban.

Eric de Crombrug lo sentía cada día. Seguía viajando al valle siempre que podía. Caminaba por senderos que ya conocía de memoria. Miraba las quebradas con otros ojos, intentando imaginar por dónde habría pasado su hija, qué habría visto, en qué punto todo pudo torcerse. En algunos momentos se permitía creer que quizá ella había sobrevivido más tiempo del que decían los expertos, que quizá había encontrado refugio, que tal vez alguien la había visto y no lo recordaba. Luego llegaba la noche, el frío, y esas ideas se disolvían.

Fue en ese período cuando las hipótesis comenzaron a tomar más peso que los hechos. La primera, la más aceptada por las autoridades, seguía siendo la caída accidental. Un resbalón en un sendero mojado. Una piedra que cedió. Un paso mal calculado. El Colca no necesita empujar. Basta con dejar que la gravedad haga su trabajo. Si Natasha cayó por un barranco o a una quebrada profunda, su cuerpo podía haber quedado oculto en un lugar imposible de ver desde arriba, atrapado entre rocas o cubierto por vegetación.

Sin embargo, algo incomodaba incluso a los rescatistas más experimentados. Si la caída había sido cerca de los senderos principales, alguien debería haber escuchado algo. Un grito, un ruido, cualquier señal. El Colca es inmenso, sí, pero no siempre silencioso. En temporada alta hay guías, grupos, pastores. Nadie vio nada.

La segunda hipótesis, la del crimen, se mantenía abierta más por obligación que por convicción. No había indicios claros. Ningún objeto encontrado, ninguna señal de lucha, ningún testigo sospechoso. El valle no es un lugar fácil para ocultar un delito. Todo queda expuesto a la vista, al clima, al tiempo. Planear algo así requeriría una precisión casi imposible. Aun así, la duda flotaba. Natasha era una mujer sola en un lugar remoto. Esa realidad no podía ignorarse del todo.

La tercera posibilidad empezó a ganar fuerza entre algunos guías locales. La desorientación. El cansancio. El error acumulado. El Colca puede confundir incluso a quienes creen conocerlo. Senderos que se bifurcan sin aviso. Marcas que desaparecen tras una lluvia. Si Natasha tomó un desvío equivocado, pudo haber caminado durante horas alejándose de cualquier ruta lógica, gastando energía, agua, esperanza. La muerte por exposición no llega de golpe. Es lenta, silenciosa. Primero la sed, luego la debilidad, después el frío nocturno que entumece el cuerpo y la mente. En ese estado, las decisiones dejan de ser racionales.

Gregorio Mamani creía firmemente en esta posibilidad. Había visto otros casos similares. Personas encontradas días después en lugares que no tenían sentido. La montaña, decía, no piensa como nosotros. Te marea, te engaña, te cansa. Y cuando ya no puedes más, simplemente te detienes.

Pero había una cuarta línea de pensamiento que nadie quería reconocer oficialmente. Lo inexplicable. Entre los pobladores de Cabanaconde, el valle no es solo un accidente geográfico. Es una presencia. Algo antiguo. Los ancianos hablan de zonas donde no se debe caminar al anochecer, de quebradas que “confunden”, de sonidos que no tienen origen claro. No lo llaman peligro, lo llaman respeto.

Un pastor llamado Fortunato Condori dio un testimonio que inquietó a más de uno. Aseguró que el 24 de enero escuchó un sonido extraño, como un viento concentrado en un solo punto del valle, seguido de un silencio absoluto. Los pájaros dejaron de cantar, dijo. El aire se volvió pesado. Los rescatistas anotaron sus palabras sin darles mayor importancia. No había forma de investigarlo. Pero entre los voluntarios locales, la historia circuló como un susurro incómodo.

Eric escuchó esas historias y las rechazó. Necesitaba lógica. Necesitaba una causa concreta. Pero en las noches, cuando el cansancio bajaba las defensas, la pregunta aparecía sin permiso. Y si el valle realmente es diferente. Y si hay cosas que no entendemos.

Marzo avanzó sin novedades. Abril llegó con menos lluvias, pero también con menos gente buscando. El silencio se volvió rutina. Los padres de Natasha finalmente regresaron a Bélgica, no porque quisieran, sino porque el cuerpo no resiste una espera infinita. Se fueron dejando parte de sí mismos en ese cañón.

El caso seguía abierto, pero parecía congelado en el tiempo. Hasta que el río, paciente durante meses, decidió hablar. Y cuando lo hizo, no trajo alivio. Solo confirmó que el valle, tarde o temprano, devuelve lo que toma, pero nunca en la forma que uno espera.

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