El Eco Subterráneo: La Desaparición de Arya Mendoza

I. El Abismo se Abre
El rayo de luz tembló. Se apagó. Un frío ácido subió por su garganta. Arya no respiraba el aire de la superficie. Solo agua negra, fría. El cenote se había tragado su burbuja, su sonrisa de quince años.

El pánico llegó en oleada silenciosa. Estaba en la oscuridad. Total. Su linterna, el hilo umbilical con el mundo, flotaba lejos. Rápida. Demasiado rápida.

Un error.

Una mano la tocó. Fuerte. No era un compañero. La fuerza era demasiado firme, el agarre, inhumano. Intentó gritar. El agua entró. Quemó.

La luz artificial de la superficie se esfumó. El eco del grito, murió en la roca.

II. La Búsqueda Inútil
Íñigo Velasco sabía de cuevas. Las conocía. Eran su vida, sus pulmones de piedra. Pero esta noche, la cueva era un depredador. Estaba viva.

Bajó de nuevo. Profundo. El lodo se levantó. Cegador.

“Arya. ¡Arya!”

Su voz era un murmullo inútil contra el silencio. Su potente foco de buceo cortaba la negrura. Solo veía cortinas de sedimentos. El corazón de Íñigo, un tambor sordo, golpeaba contra el traje. Frustración. Era un muro de agua y roca.

Diez metros más abajo.

Vio la mochila. Flotando. Era azul, pequeña. La tiró hacia sí. Estaba vacía. Estaba fría.

—Se ha ido.

Lo pensó, no lo dijo. El cenote no le había devuelto nada. Ni un cuerpo. Ni una señal. Solo el silencio. Un silencio que dolía. La esperanza era un ancla que se rompía lentamente. Se rompió.

III. Dieciocho Años Después
El tiempo no cura el agujero. Lo hace más grande. Lo deja vacío.

Erika, la madre de Arya, vivía en el eco. Cada sonido era Arya volviendo a casa. Cada silencio era Arya, desaparecida. El pueblo olvidó el caso. La policía lo cerró. Una muerte trágica, se dijo. Un accidente.

Pero Erika no. Miraba el cenote. Esperaba.

2025.

El equipo de inmersión bajó al sector B. Un rincón olvidado. Un pozo seco. Sus luces barrieron una cornisa de piedra caliza. No buscaban a nadie. Buscaban la historia geológica.

Y entonces, lo vieron.

No era un accidente. No eran huesos al azar.

Había algo. Un montaje. Restos humanos. Cráneos pequeños. Dientes tallados. Pequeñas cuentas. Todo dispuesto. Ordenado.

El buzo se detuvo. Sintió el frío en la sangre. Esto no era un cementerio. Era una ofrenda.

IV. La Doctora y el Código
La Dra. Tamin Row era fría, precisa. Sus manos trabajaban con la certeza de quien descifra un código ancestral. Pero ante esto, sintió un escalofrío antiguo.

El hueso pélvico. Análisis de ADN. Erika contuvo el aliento por dieciocho años.

—Es Arya.

La palabra, confirmación, cayó como una losa. Pero la muerte no era el final. Era el comienzo.

Dr. Row se concentró en la cornisa. El lugar. El sedimento. No era un lecho moderno. Era viejo. Muy viejo. La cueva había estado seca. Hace siglos. Era un pozo de sacrificio. Un altar a la oscuridad.

Zoittal Herrera, el experto maya, susurró la verdad.

—El Xibalbá. El Inframundo. El cenote es su boca. El sacrificio humano, la moneda.

Su voz era grave. Antiguo. Un ritual para la lluvia. O para el perdón.

“¿Cuándo se hizo esto, Doctora?” preguntó el jefe de policía. Su voz era un hilo.

Dr. Row miró los pequeños dientes tallados. El orden. La intención.

—El arreglo es reciente. Post-mórtem. Fue depositada. No ahogada. La intención… la intención es moderna, pero el lugar es sagrado. Es un mensaje. Un horror que ha esperado dieciocho años en la sombra.

V. Confrontación en la Roca
Íñigo Velasco estaba en la oficina. Viejo. Cansado. El trauma de la no-recuperación le había costado su matrimonio. Lo había roto.

El detective le mostró una foto. Un collar. Uno que Íñigo había desechado como insignificante, un resto. Pequeñas cuentas de dientes. El mismo material.

—El día de la desaparición, Íñigo. Usted fue el primero en la zona más profunda. ¿Vio algo más que la mochila?

Íñigo sintió el aire salir de su cuerpo. Dolor. El viejo dolor. El fracaso.

—No. Solo la oscuridad. El lodo. Busqué, lo juro.

El detective se inclinó. Sus ojos, duros.

—El informe de la autopsia. Arya murió por una herida contundente en la cabeza. Antes del agua. No fue un accidente. La colocaron después.

Silencio. La luz parpadeó sobre la mesa.

—Usted tenía acceso a ese pozo seco. Usted sabía de su significado. Usted, Íñigo, conocía la leyenda de la ofrenda para calmar las aguas.

Íñigo respiró. Profundo. Lento. Su vida se desmoronaba en ese instante. El buzo héroe, el mito, se reveló como la sombra.

—Ella sonreía.

Una lágrima seca le quemó la mejilla. Fue la única.

—Ella quería ir. Quería ver el pozo, el ‘secreto’. No la forcé. Ella lo merecía. Esa belleza. Yo se lo mostré. Pero ella se resbaló. Cayó. Fuerte.

Se detuvo. El miedo. La mentira. Lo peor.

—No fue un resbalón. Fue la oscuridad.

Su cabeza se inclinó. La confesión. Cortante. Brutal.

—Yo la empujé. No quería… pero ella iba a gritar. A contarlo. Yo custodiaba ese lugar. Yo soy el Guardián. La ofrenda debía ser perfecta. Joven. Pura. El Xibalbá estaba hambriento.

El dolor era una bestia viva. Lo desgarraba.

—Lo hice por el cenote. Por el agua. No por mí. No por mí.

El detective se puso de pie. La sombra de Íñigo cubrió el mapa del cenote.

—Han pasado dieciocho años, Íñigo.

—Dieciocho años de un infierno que solo yo conozco. Ella está en paz. En el lugar correcto. Yo… yo solo soy el Eco. La culpa es el agua fría.

El buzo, el Guardián, el asesino. El círculo se cerró. La luz se apagó.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2025 News