
En el año 2017, el pueblo fronterizo de Benemérito de las Américas, en el corazón de la Selva Lacandona de Chiapas, fue el nido de amor del biólogo Carlos Mendoza, de 29 años, y la fotógrafa Isabela Rivera, de 26. Él, un científico tapatío egresado de la UNAM y apasionado por los misterios del río Usumacinta; ella, una artista de la Ciudad de México que encontraba en la majestuosidad de la selva su máxima inspiración. Su romance, nacido durante un proyecto de investigación, floreció entre el rugido de los monos aulladores y la sofocante humedad, un amor tan salvaje y puro como el entorno que los rodeaba. Para todos, eran la pareja perfecta, dos almas gemelas unidas por un profundo amor por México. Nadie podía imaginar que esa misma selva se convertiría en el escenario de una pesadilla que duraría seis años y que solo uno de ellos volvería para contar.
El 15 de octubre de 2017, Carlos e Isabela, acompañados por el experimentado guía local Aurelio Vargas, se embarcaron en una ambiciosa expedición. El objetivo era explorar un afluente remoto y no documentado del Usumacinta, cerca de la frontera con Guatemala, un lugar virgen que prometía descubrimientos únicos. Con provisiones para tres semanas y equipos de última tecnología, se adentraron en lo desconocido. Isabela capturaba con su lente la belleza cruda del paisaje, mientras Carlos analizaba muestras de agua, eufórico por las posibilidades que ofrecía aquel ecosistema prístino. Los primeros días transcurrieron en una perfecta armonía de ciencia y aventura.
Sin embargo, al cuarto día, el paraíso mostró sus colmillos. Una tormenta tropical de una ferocidad inusitada los envolvió, transformando la llovizna en un diluvio apocalíptico. La visibilidad se redujo a cero y, en medio del caos, su lancha chocó contra un tronco sumergido, dañando irreparablemente el motor. Varados, aislados y a cientos de kilómetros de cualquier poblado, el primer escalofrío de un miedo real comenzó a recorrer sus espinas. Era solo el inicio de una odisea que los arrastraría a las profundidades más oscuras de la maldad humana.
Mientras intentaban avanzar río abajo, se toparon con el verdadero peligro de la selva: no las serpientes ni los jaguares, sino los hombres. Un grupo armado, un célula de un cártel que operaba en la frontera sur, los interceptó. Creyendo que eran agentes encubiertos o periodistas, los sicarios actuaron con una brutalidad instantánea. Don Aurelio fue ejecutado a sangre fría. Carlos e Isabela, paralizados por el terror, fueron tomados como prisioneros y arrastrados a un narcolaboratorio infernal oculto en la espesura.
Durante más de un año, vivieron una existencia de esclavitud y horror. Forzados a trabajar en el procesamiento de drogas, fueron sometidos a un trato inhumano. Isabela fue separada de Carlos durante meses, un período oscuro del cual regresó como una sombra de sí misma, con la mirada vacía y el alma rota. El trauma la había silenciado. La oportunidad de escapar llegó en marzo de 2019, durante un violento enfrentamiento entre grupos rivales. En medio del caos y la balacera, Carlos tomó a una debilitada Isabela y corrió, adentrándose en la selva profunda sin mirar atrás.
La libertad, sin embargo, fue un nuevo tipo de infierno. Isabela estaba gravemente enferma, consumida por una fiebre tropical y una infección que sus captores nunca trataron. Durante días, Carlos la cargó, luchando contra la densa vegetación y la desesperanza. Encontraron refugio en una pequeña cueva, donde él la cuidó con una devoción desesperada, pero sin medicinas, su destino estaba sellado. Una madrugada de abril, Isabela murió en sus brazos, no sin antes hacerle prometer que sobreviviría, que volvería para contarle a su madre cuánto la amaba.
Roto por el dolor, Carlos enterró al amor de su vida en esa cueva, marcando el lugar con una cruz de ramas. Durante meses, permaneció allí, perdiendo la voluntad de vivir. Pero la promesa hecha a Isabela se convirtió en un ancla que lo aferró a la existencia. Durante los siguientes cuatro años, Carlos Mendoza dejó de ser un científico. Se convirtió en una criatura de la selva. Aprendió a cazar con trampas, a distinguir las plantas comestibles de las venenosas y a moverse con el sigilo de un animal. Su humanidad se desvaneció, reemplazada por un instinto de supervivencia puro y primordial.
Finalmente, el 15 de junio de 2023, casi seis años después de su desaparición, un hombre emergió de la selva cerca de la comunidad de Frontera Corozal. Era un esqueleto andante, con el cabello y la barba crecidos y la piel marcada por cicatrices. Era Carlos. Su reaparición desató una tormenta mediática y trajo consigo una mezcla de euforia y devastación para las familias que nunca perdieron la esperanza.
La investigación de la Fiscalía General de la República (FGR) que siguió a su regreso confirmó la escalofriante veracidad de su relato. Las autoridades localizaron el narcolaboratorio abandonado y encontraron fosas clandestinas que corroboraban la violencia extrema del grupo criminal. La cueva descrita por Carlos también fue hallada, y con ella, los restos de Isabela. Sin embargo, un detalle forense añadió una capa de misterio: el estado de los restos sugería que Isabela había muerto entre 2021 y 2022, no en 2019. Los psiquiatras explicaron que el trauma extremo y la falta de referencias temporales podrían haber distorsionado la percepción del tiempo de Carlos.
Hoy, Carlos vive en un lento y doloroso proceso de reintegración. Su cerebro se ha “recableado” para la supervivencia; sufre de hipersensibilidad auditiva y una aversión instintiva a los ruidos de la civilización. Padece una culpa del sobreviviente tan profunda que lo consume. El hombre que regresó no es el joven científico que se adentró en la selva, sino alguien marcado para siempre por lo que vio, lo que hizo y lo que perdió.
La historia de Carlos e Isabela ha dejado un legado imborrable. Ha forzado a la comunidad científica de la UNAM y de todo México a reescribir sus protocolos de seguridad en zonas de riesgo. Para las familias, las respuestas trajeron un cierre doloroso, transformando la incertidumbre en un duelo por la terrible realidad. La madre de Isabela ha convertido la página que creó para buscarla en un memorial y un recurso para otras familias de desaparecidos, encontrando un propósito en medio de la tragedia.
La odisea de Carlos Mendoza plantea preguntas profundas sobre los límites de la resistencia humana y la esencia de la supervivencia. ¿Qué otros secretos inconfesables guarda todavía la Selva Lacandona? Su historia no es solo un testimonio de la capacidad de soportar lo insoportable, sino también una prueba desgarradora de que, incluso en la oscuridad más absoluta, el amor y una promesa pueden ser la única luz que guía el camino de regreso a casa.