En las montañas solitarias del noroeste, donde los árboles centenarios se alzan como columnas de una catedral olvidada por los hombres, la vida transcurre en un ritmo distinto al del resto del mundo. Allí, en un rincón donde los mapas apenas llegan y el eco de los pasos se confunde con el canto de los cuervos, un hombre llamado Samuel vivía en comunión con la naturaleza y con la soledad. Su única compañía era Thor, un perro dorado de mirada inteligente y ladrido profundo, capaz de detectar lo que los ojos humanos aún no podían ver.
Samuel no era un extraño en esos bosques. Nacido en una familia de leñadores, había aprendido desde niño a escuchar los sonidos de la madera, a interpretar el viento entre las ramas y a leer las huellas de los animales como si fueran palabras escritas en el suelo. Su vida había sido dura, marcada por pérdidas silenciosas, pero hallaba en el aislamiento una forma de redención. Se consideraba un guardián accidental del bosque, un hombre más entre troncos, raíces y sombras.
Pero una tarde de otoño, mientras caminaba con Thor por un sendero olvidado, algo rompió la rutina. El perro, que solía andar a su lado en calma, se adelantó de repente y se detuvo frente a un roble enorme, de corteza tan vieja que parecía cubierta de cicatrices. El animal comenzó a ladrar, nervioso, como si hubiera percibido una presencia escondida. Samuel se acercó intrigado y entonces lo vio: una protuberancia gigantesca sobresalía del tronco, como una esfera que emergía de las entrañas del árbol.
Al principio pensó en un tumor vegetal, una deformidad común causada por insectos o enfermedades. Pero al tocarla notó que no era madera. La superficie era dura, lisa en algunos tramos, y despedía un frío metálico que no pertenecía a la naturaleza. Samuel retrocedió. El bosque, que hasta hacía un instante estaba lleno de pájaros y rumores, se había quedado en un silencio sepulcral. Thor gimió, bajó la cabeza y se negó a acercarse.
La curiosidad pudo más que el temor. Samuel, habituado a cortar árboles con precisión, desenvainó su hacha y golpeó la esfera. El sonido que respondió fue hueco, retumbante, como si dentro hubiera un vacío insondable. No era madera, ni piedra, ni metal conocido. Era algo distinto, un material extraño que parecía latir con un ritmo sordo.
Golpeó de nuevo. Una grieta se abrió, y de ella brotó un líquido oscuro, espeso, con un olor agrio que hizo arder los ojos. Thor ladró con desesperación y tiró del pantalón de su amo como queriendo detenerlo. Pero Samuel, atrapado en una mezcla de miedo y fascinación, no pudo detenerse. Siguió golpeando, y entonces ocurrió lo imposible: algo golpeó desde dentro.
Un estruendo profundo recorrió el árbol, como si lo que estaba dentro quisiera salir. Samuel cayó hacia atrás, y el hacha rodó por el suelo. En su mente aparecieron imágenes fugaces, sueños que no eran suyos: figuras encapuchadas alrededor de hogueras, cánticos en lenguas muertas, símbolos grabados en piedras y un cielo rojo que parecía arder. Cerró los ojos con fuerza, pero las visiones no cesaban.
Cuando por fin se incorporó, la esfera seguía intacta, aunque palpitaba débilmente, como un corazón enterrado en la corteza. Samuel sintió que el bosque lo observaba. Cada rama, cada sombra, cada pájaro enmudecido parecía estar pendiente de él. Thor, erizado, gruñía hacia el tronco, retrocediendo poco a poco.
Durante días, Samuel no pudo dormir. Las imágenes regresaban en sueños: un hombre con máscara de madera, un círculo de fuego, y voces que repetían un nombre que él no lograba entender. El hacha permanecía aún junto al árbol, clavada en la tierra, como si el bosque se la hubiera arrebatado. Y cada mañana, al pasar por ese sendero, el bulto en el tronco parecía más grande, como si estuviera creciendo.
Samuel comenzó a escribir en un cuaderno lo que experimentaba. No era un hombre de palabras, pero sentía la necesidad de registrar lo que sucedía. Anotó que el líquido oscuro había dejado manchas en sus botas imposibles de limpiar. Escribió que las aves habían abandonado la zona y que incluso los ciervos evitaban aquel sector del bosque. Confesó que escuchaba voces al caer la noche, susurros que lo llamaban por su nombre desde el interior del roble.
Thor se volvió más inquieto. Una noche, mientras Samuel intentaba conciliar el sueño, el perro se levantó de golpe, gruñó hacia la puerta de la cabaña y salió corriendo hacia el bosque. Samuel lo siguió con una linterna, y lo encontró ladrando frenéticamente frente al árbol. La esfera brillaba débilmente con una luz azulada, como si algo dentro se hubiera despertado. Samuel retrocedió aterrado.
Los días siguientes fueron peores. La esfera comenzó a resquebrajarse, dejando escapar un vapor helado que se arrastraba por el suelo. Samuel notó que la vegetación alrededor empezaba a marchitarse, y que los troncos cercanos se inclinaban hacia el roble, como si estuvieran rindiéndole pleitesía. El aire se volvió más denso, cargado de un murmullo constante.
Samuel pensó en abandonar la montaña. Pero algo dentro de él lo retenía: una fuerza oscura que lo impulsaba a regresar, a observar, a esperar. Era como si el árbol lo hubiera marcado, como si ya no pudiera escapar de ese secreto.
Una tarde, mientras observaba la esfera, escuchó con claridad una voz que provenía de su interior. No era un idioma que conociera, pero entendió el mensaje: “Libéranos”.
El miedo lo paralizó. Recordó las historias que su abuelo le contaba sobre guardianes antiguos, seres atrapados en la tierra por los hombres para proteger el mundo de su furia. Pensó en leyendas de gigantes, demonios y espíritus que habitan entre las raíces. Todo lo que había considerado fantasía cobraba sentido frente a esa visión.
Decidió contarlo en el pueblo. Pero nadie le creyó. Lo tomaron por un viejo solitario afectado por la soledad. Incluso los pocos amigos que tenía se alejaron. Solo Thor permanecía a su lado, aunque cada vez más inquieto, más reacio a acercarse al árbol.
Una noche de tormenta, el estruendo fue tan fuerte que Samuel pensó que la montaña entera se partiría. Corrió hacia el bosque bajo la lluvia y vio cómo la esfera se abría lentamente, como un capullo desgarrándose. Dentro, una figura enorme comenzaba a moverse. Era un cuerpo humanoide, pero de proporciones descomunales, con huesos alargados y piel grisácea cubierta de raíces. Los ojos, vacíos al principio, se iluminaron con un brillo rojizo.
Samuel retrocedió, pero ya era tarde. La figura levantó lentamente la cabeza y exhaló un aliento que heló el aire. El bosque entero crujió como si estuviera respirando con él.
Thor ladraba desesperado, tirando de Samuel para alejarlo. Pero el hombre no podía moverse. Estaba hipnotizado por esa presencia que parecía arrancada de otra era. Recordó de nuevo las voces: “Libéranos”. Y entendió que no era un solo ser. La esfera era apenas una prisión más entre muchas.
El roble se estremeció. Más grietas se abrieron, y de ellas surgieron sonidos indescriptibles, aullidos que no pertenecían a ningún animal conocido. Samuel comprendió que había cometido un error fatal: había roto un sello que mantenía algo oculto por milenios.
La lluvia arreciaba, el viento soplaba con furia, y en medio de todo, el gigante dio un primer paso. Cada huella que dejaba hacía temblar el suelo, y de las grietas brotaban raíces negras que se extendían como venas por la tierra.
Samuel apenas tuvo fuerzas para correr, arrastrado por Thor. Llegó a su cabaña y se encerró, escribiendo febrilmente en su cuaderno lo que había visto, lo que había liberado. Sabía que nadie lo creería, pero debía dejar testimonio. Anotó cada detalle, cada imagen, cada sonido, como si esas palabras pudieran advertir a otros del peligro.
Al amanecer, el bosque estaba distinto. Un silencio denso lo cubría todo, y una neblina espesa se extendía entre los árboles. Samuel salió con Thor, pero el roble ya no estaba. En su lugar quedaba un claro ennegrecido, cubierto de cenizas. No había rastro del gigante, salvo por las huellas que se perdían en dirección a las montañas más altas.
El cuaderno quedó sobre la mesa, con la última frase escrita con letra temblorosa: “Lo que salió del árbol no ha terminado su camino… y yo lo sigo escuchando en mis sueños”.
Desde entonces, algunos cazadores aseguran haber visto sombras colosales moviéndose entre la neblina, y dicen que por las noches, cuando el viento sopla fuerte, el bosque aún repite un nombre incomprensible. Nadie ha vuelto a ver a Samuel. Solo Thor regresó un día al pueblo, solo, con la mirada perdida.
El misterio del roble y la esfera quedó enterrado en rumores. Pero quienes han leído el cuaderno saben que no se trata de una leyenda más. Y que tarde o temprano, lo que fue liberado volverá a reclamar lo que le pertenece.